LITERATURA
UNIVERSAL
ANTOLOGÍA
PAU
14
15
EPÍGRAFES DEL CURRÍCULO
|
Nº
|
TEXTOS OPCIONALES
|
||
a.
|
b.
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|||
De la Antigüedad a la Edad Media
|
Breve panorama de las literaturas bíblica, griega y
latina.
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1
|
La Biblia: «Cantar de los Cantares».
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La Biblia: «Judith».
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2
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Homero, La
Odisea.
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Virgilio, La
Eneida.
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||
3
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Safo, «Me parece que es igual a los dioses...»
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Horacio, Épodos,
II (Beatus ille).
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||
4
|
Sófocles, Antígona.
|
Plauto, Anfitrión.
|
||
La épica medieval y la creación del ciclo artúrico.
|
5
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Chrétien de Troyes, El caballero del león.
|
Las mil y
una noches, «Simbad el marino».
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|
Renacimiento y Clasicismo
|
La narración.
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6
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Boccaccio, Decamerón.
|
Dante, Divina
Comedia.
|
La lírica del amor: el petrarquismo.
|
7
|
Petrarca, sonetos.
|
Ronsard, Sonetos
para Helena.
|
|
Teatro clásico europeo.
|
8
|
Shakespeare, Hamlet.
|
Molière, Tartufo.
|
|
El Siglo de las Luces
|
Ilustración. Prerromanticismo.
|
9
|
Montesquieu, Cartas
persas.
|
Goethe, Werther.
|
La novela europea en el siglo XVIII.
|
10
|
Jonathan Swift, Los
viajes de Gulliver.
|
Daniel Defoe, Robinson
Crusoe.
|
RELACIÓN DE TEXTOS
OPCIÓN A
OPCIÓN B
EPÍGRAFES DEL CURRÍCULO
|
Nº
|
TEXTOS OPCIONALES
|
||
a.
|
b.
|
|||
El movimiento romántico
|
Poesía romántica.
Novela histórica.
|
11
|
Lord Byron, Don
Juan.
|
Victor Hugo, Nuestra
Señora de París.
|
La segunda mitad del siglo XIX
|
Principales novelistas europeos del siglo XIX.
|
12
|
Flaubert, Madame
Bovary.
|
Dostoievski, Crimen
y castigo.
|
El nacimiento de la gran literatura norteamericana
(1830-1890).
|
13
|
Walt Whitman, “Digo que el alma no es más que el cuerpo...”.
|
Edgar Allan Poe, “El gato negro”.
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|
El arranque de la modernidad poética: de Baudelaire
al Simbolismo.
|
14
|
Baudelaire, “La cabellera” o “El albatros”.
|
Verlaine, “Arte poética”.
|
|
La renovación del teatro europeo.
|
15
|
Ibsen, Casa de
muñecas.
|
Alfred Jarry, Ubú
Rey.
|
|
Los nuevos enfoques de la literatura en el siglo XX
y las transformaciones de los géneros literarios
|
La crisis del pensamiento
decimonónico y la cultura de fin de siglo.
|
16
|
Wilde, El
retrato de Dorian Gray
|
Rilke, “Me asustan las palabras de los hombres…”
|
La culminación de una nueva forma de escribir en la
novela.
|
17
|
Proust, Por el
camino de Swann.
|
James Joyce, Ulises.
|
|
Las vanguardias europeas. El surrealismo.
|
18
|
Apollinaire, Caligrama.
|
Franz Kafka, La
metamorfosis.
|
|
La culminación de la gran literatura americana. La
generación perdida.
|
19
|
Hemingway, El
viejo y el mar.
|
Dos Passos,
Manhattan Transfer.
|
|
El teatro del absurdo y el teatro de compromiso.
|
20
|
Ionesco, La
cantante calva.
|
Bertold Brecht, Madre
coraje y sus hijos.
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1. a. La Biblia, «Cantar de los Cantares».
1
La Amada
¡Oh, si él me besara con besos de su boca!
Tus amores mejores son que el vino,
Tus amores mejores son que el vino,
suave es el olor de tus perfumes,
tu nombre es como un bálsamo derramado;
por eso las doncellas te aman.
Atráeme, en pos de ti correremos.
El rey me ha metido en sus cámaras,
nos gozaremos y alegraremos en ti,
nos acordaremos de tus amores más que del vino.
¡Con cuánta razón te aman!
Morena soy, oh hijas de Jerusalén, pero codiciable
como las tiendas de Cedar,
como las cortinas de Salomón.
No reparéis en que soy morena,
porque el sol me miró.
Los hijos de mi madre se airaron contra mí,
me pusieron a guardar las viñas,
y mi viña, que era mía, no guardé.
Hazme saber, oh tú a quien ama mi alma,
dónde apacientas, dónde sesteas al mediodía,
pues ¿por qué había de estar yo como errante
junto a los rebaños de tus compañeros?
tu nombre es como un bálsamo derramado;
por eso las doncellas te aman.
Atráeme, en pos de ti correremos.
El rey me ha metido en sus cámaras,
nos gozaremos y alegraremos en ti,
nos acordaremos de tus amores más que del vino.
¡Con cuánta razón te aman!
Morena soy, oh hijas de Jerusalén, pero codiciable
como las tiendas de Cedar,
como las cortinas de Salomón.
No reparéis en que soy morena,
porque el sol me miró.
Los hijos de mi madre se airaron contra mí,
me pusieron a guardar las viñas,
y mi viña, que era mía, no guardé.
Hazme saber, oh tú a quien ama mi alma,
dónde apacientas, dónde sesteas al mediodía,
pues ¿por qué había de estar yo como errante
junto a los rebaños de tus compañeros?
Coro
Si tú no lo sabes, oh hermosa entre las
mujeres,
ve, sigue las huellas del rebaño
y apacienta tus cabritas junto a las cabañas de los pastores.
ve, sigue las huellas del rebaño
y apacienta tus cabritas junto a las cabañas de los pastores.
El Esposo
A yegua de los carros del Faraón
te he comparado, amiga mía.
Hermosas son tus mejillas entre los pendientes,
tu cuello entre los collares.
Zarcillos de oro te haremos,
tachonados de plata.
te he comparado, amiga mía.
Hermosas son tus mejillas entre los pendientes,
tu cuello entre los collares.
Zarcillos de oro te haremos,
tachonados de plata.
La Amada y el Esposo
Mientras el rey estaba en su reclinatorio,
mi nardo dio su olor.
Mi amado es para mí un manojito de mirra
que reposa entre mis pechos.
Racimo de flores de alheña en las viñas de Engadí
es para mí mi amado.
mi nardo dio su olor.
Mi amado es para mí un manojito de mirra
que reposa entre mis pechos.
Racimo de flores de alheña en las viñas de Engadí
es para mí mi amado.
He aquí que tú eres hermosa, amiga mía,
he aquí que eres bella y tus ojos son como palomas.
He aquí que tú eres hermoso, amado mío, y dulce.
Nuestro lecho es de flores,
las vigas de nuestra casa son de cedro
y de ciprés los artesonados.
he aquí que eres bella y tus ojos son como palomas.
He aquí que tú eres hermoso, amado mío, y dulce.
Nuestro lecho es de flores,
las vigas de nuestra casa son de cedro
y de ciprés los artesonados.
2
Yo soy la rosa de Sarón
y el lirio de los valles.
Como el lirio entre los espinos,
así es mi amiga entre las doncellas.
Como el manzano entre los árboles silvestres,
así es mi amado entre los jóvenes.
Bajo la sombra del deseado me senté,
y su fruto fue dulce a mi paladar.
y el lirio de los valles.
Como el lirio entre los espinos,
así es mi amiga entre las doncellas.
Como el manzano entre los árboles silvestres,
así es mi amado entre los jóvenes.
Bajo la sombra del deseado me senté,
y su fruto fue dulce a mi paladar.
Me llevó a la casa del banquete
y su bandera sobre mí fue amor.
Sustentadme con pasas, confortadme con manzanas,
porque estoy enferma de amor.
Su izquierda esté debajo de mi cabeza
y su derecha me abrace.
Yo os conjuro, oh doncellas de Jerusalén,
por los corzos y por las ciervas del campo,
que no despertéis ni hagáis velar al amor
hasta que ella quiera.
y su bandera sobre mí fue amor.
Sustentadme con pasas, confortadme con manzanas,
porque estoy enferma de amor.
Su izquierda esté debajo de mi cabeza
y su derecha me abrace.
Yo os conjuro, oh doncellas de Jerusalén,
por los corzos y por las ciervas del campo,
que no despertéis ni hagáis velar al amor
hasta que ella quiera.
La Amada
¡La voz de mi amado! He aquí que él viene
saltando sobre los montes,
brincando sobre los collados.
Mi amado es semejante al corzo,
o al cervatillo.
Helo aquí, está tras nuestra pared,
mirando por las ventanas,
atisbando por las celosías.
saltando sobre los montes,
brincando sobre los collados.
Mi amado es semejante al corzo,
o al cervatillo.
Helo aquí, está tras nuestra pared,
mirando por las ventanas,
atisbando por las celosías.
Mi amado habló, y me
dijo:
«Levántate, oh amiga mía, hermosa mía, y ven.
Porque mira que ya ha pasado el invierno,
y las lluvias han cesado y se han ido,
«Levántate, oh amiga mía, hermosa mía, y ven.
Porque mira que ya ha pasado el invierno,
y las lluvias han cesado y se han ido,
se han mostrado las flores en
la tierra.
El tiempo de la canción ha venido
y en nuestro país se ha oído la voz de la tórtola.
La higuera ha echado sus higos
y las vides en cierne exhalan olor.
Levántate, oh amiga mía, hermosa mía, y ven.
El tiempo de la canción ha venido
y en nuestro país se ha oído la voz de la tórtola.
La higuera ha echado sus higos
y las vides en cierne exhalan olor.
Levántate, oh amiga mía, hermosa mía, y ven.
Paloma mía, que estás en los
agujeros de la peña,
en lo escondido de escarpados
parajes,
muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz,
porque dulce es la voz tuya, y hermoso tu aspecto».
Cazadnos las zorras, las zorras pequeñas,
muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz,
porque dulce es la voz tuya, y hermoso tu aspecto».
Cazadnos las zorras, las zorras pequeñas,
que echan a perder las
viñas,
porque nuestras viñas están en cierne.
Mi amado es mío, y yo suya;
él apacienta entre lirios.
Hasta que apunte el día y huyan las sombras,
vuélvete, amado mío;
porque nuestras viñas están en cierne.
Mi amado es mío, y yo suya;
él apacienta entre lirios.
Hasta que apunte el día y huyan las sombras,
vuélvete, amado mío;
sé semejante al corzo
o como el cervatillo
sobre los montes de Beter.
sobre los montes de Beter.
3
Por las noches busqué en mi lecho al que ama mi alma.
Lo busqué y no lo hallé.
Y dije: «Me levantaré ahora, y recorreré la ciudad,
por las calles y por las plazas
buscaré al que ama mi alma».
Lo busqué y no lo hallé.
Me hallaron los guardas que rondan la ciudad,
y les dije: «¿Habéis visto al que ama mi alma?».
Apenas los hube dejado
cuando hallé al que ama mi alma.
Lo abracé y no soltaré más
Lo busqué y no lo hallé.
Y dije: «Me levantaré ahora, y recorreré la ciudad,
por las calles y por las plazas
buscaré al que ama mi alma».
Lo busqué y no lo hallé.
Me hallaron los guardas que rondan la ciudad,
y les dije: «¿Habéis visto al que ama mi alma?».
Apenas los hube dejado
cuando hallé al que ama mi alma.
Lo abracé y no soltaré más
hasta que no lo haya hecho entrar en la casa de mi madre,
en la cámara de la que me dio a luz.
El Esposo
Yo os conjuro, oh doncellas de Jerusalén,
por los corzos y por las ciervas del campo,
que no despertéis ni hagáis velar al amor
hasta que ella quiera.
por los corzos y por las ciervas del campo,
que no despertéis ni hagáis velar al amor
hasta que ella quiera.
Coro
¿Qué es eso que sube del desierto como columna de
humo,
sahumado de mirra y de incienso
y de todo polvo aromático?
Es la litera de Salomón.
Sesenta valientes la rodean,
de los fuertes de Israel.
Todos ellos tienen espadas, diestros en la guerra,
cada uno lleva la espada sobre su muslo
por los temores de la noche.
El rey Salomón se hizo un trono
de madera del Líbano.
Hizo sus columnas de plata,
su respaldo de oro,
su asiento de grana,
todo fue bordado con amor
por las doncellas de Jerusalén.
Salid, oh doncellas de Sión, y ved al rey Salomón
con la corona con que le coronó su madre en el día de sus bodas,
el día del gozo de su corazón.
sahumado de mirra y de incienso
y de todo polvo aromático?
Es la litera de Salomón.
Sesenta valientes la rodean,
de los fuertes de Israel.
Todos ellos tienen espadas, diestros en la guerra,
cada uno lleva la espada sobre su muslo
por los temores de la noche.
El rey Salomón se hizo un trono
de madera del Líbano.
Hizo sus columnas de plata,
su respaldo de oro,
su asiento de grana,
todo fue bordado con amor
por las doncellas de Jerusalén.
Salid, oh doncellas de Sión, y ved al rey Salomón
con la corona con que le coronó su madre en el día de sus bodas,
el día del gozo de su corazón.
4
El Esposo
He aquí que tú eres hermosa, amiga mía, he aquí que tú eres
hermosa.
Tus ojos, entre tus guedejas, son como de paloma.
Tus cabellos, como manada de cabras
que se recuestan en las laderas de Galaad.
Tus dientes, como manadas de ovejas trasquiladas
que suben del lavadero,
todas con crías gemelas,
y ninguna entre ellas estéril.
Tus labios, como hilo de grana
y tu habla hermosa.
Tus mejillas, como trozos de granada detrás de tu velo.
Tu cuello, como la torre de David, edificada para armería,
mil escudos están colgados en ella,
todos escudos de valientes.
Tus dos pechos, como dos crías gemelas de gacela
que se apacientan entre lirios.
Hasta que apunte el día y huyan las sombras
me iré al monte de la mirra
y al collado del incienso.
Toda tú eres hermosa, amiga mía,
y en ti no hay mancha.
Tus ojos, entre tus guedejas, son como de paloma.
Tus cabellos, como manada de cabras
que se recuestan en las laderas de Galaad.
Tus dientes, como manadas de ovejas trasquiladas
que suben del lavadero,
todas con crías gemelas,
y ninguna entre ellas estéril.
Tus labios, como hilo de grana
y tu habla hermosa.
Tus mejillas, como trozos de granada detrás de tu velo.
Tu cuello, como la torre de David, edificada para armería,
mil escudos están colgados en ella,
todos escudos de valientes.
Tus dos pechos, como dos crías gemelas de gacela
que se apacientan entre lirios.
Hasta que apunte el día y huyan las sombras
me iré al monte de la mirra
y al collado del incienso.
Toda tú eres hermosa, amiga mía,
y en ti no hay mancha.
Ven conmigo desde el Líbano, oh esposa mía,
ven conmigo desde el Líbano.
Mira desde la cumbre de Amana,
desde la cumbre de Senir y de Hermón,
desde las guaridas de los leones,
desde los montes de los leopardos.
Robaste mi corazón, hermana, esposa mía,
has robado mi corazón con una sola mirada tuya,
con una sola perla de tu cuello.
¡Cuán hermosos son tus amores, hermana, esposa mía!
¡Cuánto mejores que el vino tus amores
y el olor de tus ungüentos que todas las especias aromáticas!
Como panal de miel destilan tus labios, oh esposa,
miel y leche hay debajo de tu lengua,
y el olor de tus vestidos es como el olor del Líbano.
Huerto cerrado eres, hermana mía, esposa mía,
fuente cerrada, fuente sellada.
Tus renuevos son paraíso de granados, con frutos suaves,
de flores de alheña y nardos,
nardo y azafrán, caña aromática y canela,
con todos los árboles de incienso,
mirra y áloes, con todas las principales especias aromáticas.
Fuente de huertos,
pozo de aguas vivas
que corren del Líbano.
Levántate, Aquilón, y ven, Austro,
soplad en mi huerto, despréndanse sus aromas,
venga mi amado a su huerto
y coma de su dulce fruta.
ven conmigo desde el Líbano.
Mira desde la cumbre de Amana,
desde la cumbre de Senir y de Hermón,
desde las guaridas de los leones,
desde los montes de los leopardos.
Robaste mi corazón, hermana, esposa mía,
has robado mi corazón con una sola mirada tuya,
con una sola perla de tu cuello.
¡Cuán hermosos son tus amores, hermana, esposa mía!
¡Cuánto mejores que el vino tus amores
y el olor de tus ungüentos que todas las especias aromáticas!
Como panal de miel destilan tus labios, oh esposa,
miel y leche hay debajo de tu lengua,
y el olor de tus vestidos es como el olor del Líbano.
Huerto cerrado eres, hermana mía, esposa mía,
fuente cerrada, fuente sellada.
Tus renuevos son paraíso de granados, con frutos suaves,
de flores de alheña y nardos,
nardo y azafrán, caña aromática y canela,
con todos los árboles de incienso,
mirra y áloes, con todas las principales especias aromáticas.
Fuente de huertos,
pozo de aguas vivas
que corren del Líbano.
Levántate, Aquilón, y ven, Austro,
soplad en mi huerto, despréndanse sus aromas,
venga mi amado a su huerto
y coma de su dulce fruta.
5
Yo vine a mi huerto, oh hermana, esposa mía,
he recogido mi mirra y mis aromas,
he comido mi panal y mi miel,
mi vino y mi leche he bebido.
Comed, amigos, bebed en abundancia, oh amados.
he recogido mi mirra y mis aromas,
he comido mi panal y mi miel,
mi vino y mi leche he bebido.
Comed, amigos, bebed en abundancia, oh amados.
La Amada
Yo dormía, pero mi corazón velaba.
Es la voz de mi amado que llama:
Ábreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía, perfecta mía,
porque mi cabeza está llena de rocío,
mis cabellos de las gotas de la noche.
Me he quitado la túnica ¿cómo me he de vestir?
He lavado mis pies, ¿cómo los he de ensuciar?
Es la voz de mi amado que llama:
Ábreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía, perfecta mía,
porque mi cabeza está llena de rocío,
mis cabellos de las gotas de la noche.
Me he quitado la túnica ¿cómo me he de vestir?
He lavado mis pies, ¿cómo los he de ensuciar?
Mi amado metió su mano por la cerradura de la
puerta
y mi corazón se conmovió dentro de mí.
Yo me levanté para abrir a mi amado
y mis manos gotearon mirra,
corrió mirra de mis dedos
sobre la manecilla del cerrojo.
Abrí yo a mi amado,
pero mi amado se había ido, había ya pasado
y tras su hablar salió mi alma.
Lo busqué y no lo hallé;
lo llamé y no me respondió.
y mi corazón se conmovió dentro de mí.
Yo me levanté para abrir a mi amado
y mis manos gotearon mirra,
corrió mirra de mis dedos
sobre la manecilla del cerrojo.
Abrí yo a mi amado,
pero mi amado se había ido, había ya pasado
y tras su hablar salió mi alma.
Lo busqué y no lo hallé;
lo llamé y no me respondió.
Me hallaron los guardas que rondan la ciudad,
me golpearon, me hirieron,
me quitaron mi manto de encima los guardas de los muros.
Yo os conjuro, oh doncellas de Jerusalén, si halláis a mi amado,
que le hagáis saber que estoy enferma de amor.
me golpearon, me hirieron,
me quitaron mi manto de encima los guardas de los muros.
Yo os conjuro, oh doncellas de Jerusalén, si halláis a mi amado,
que le hagáis saber que estoy enferma de amor.
Coro
¿Qué es tu amado más que otro amado,
oh la más hermosa de todas las mujeres?
¿Qué es tu amado más que otro amado,
que así nos conjuras?
oh la más hermosa de todas las mujeres?
¿Qué es tu amado más que otro amado,
que así nos conjuras?
La Amada
Mi amado es blanco y rubio,
señalado entre diez mil.
Su cabeza brilla como oro finísimo.
Sus cabellos, como hojas de palma,
señalado entre diez mil.
Su cabeza brilla como oro finísimo.
Sus cabellos, como hojas de palma,
son negros como el cuervo.
Sus ojos, como palomas, junto a los arroyos de las aguas,
que se lavan con leche, y a la perfección colocados.
Sus mejillas, como una era de especias aromáticas, como fragantes flores.
Sus labios, como lirios que destilan mirra fragante.
Sus ojos, como palomas, junto a los arroyos de las aguas,
que se lavan con leche, y a la perfección colocados.
Sus mejillas, como una era de especias aromáticas, como fragantes flores.
Sus labios, como lirios que destilan mirra fragante.
Sus manos, como anillos de oro engastados de
jacintos.
Su cuerpo, como claro marfil cubierto de zafiros.
Sus piernas, como columnas de mármol fundadas sobre basas de oro fino.
Su aspecto, como el Líbano, majestuoso como los cedros.
Su paladar, dulcísimo, y todo él codiciable.
Tal es mi amado, tal es mi amigo,
Oh doncellas de Jerusalén.
Su cuerpo, como claro marfil cubierto de zafiros.
Sus piernas, como columnas de mármol fundadas sobre basas de oro fino.
Su aspecto, como el Líbano, majestuoso como los cedros.
Su paladar, dulcísimo, y todo él codiciable.
Tal es mi amado, tal es mi amigo,
Oh doncellas de Jerusalén.
6
Coro
¿A dónde se ha ido tu amado, oh la más hermosa de todas las
mujeres?
¿A dónde se apartó tu amado, que lo buscaremos contigo?
¿A dónde se apartó tu amado, que lo buscaremos contigo?
La Amada
Mi amado descendió a su huerto, a las eras de las especias,
para apacentar en los huertos y para recoger los lirios.
Yo soy de mi amado y mi amado es mío.
Él apacienta entre los lirios.
para apacentar en los huertos y para recoger los lirios.
Yo soy de mi amado y mi amado es mío.
Él apacienta entre los lirios.
El Esposo
Hermosa eres tú, oh amiga mía, como Tirsa,
encantadora como Jerusalén,
imponente como ejércitos en orden.
Aparta tus ojos de mí
porque me cautivan.
Tu cabello es como manada de cabras
que se recuestan en las laderas de Galaad.
Tus dientes, como manadas de ovejas que suben del lavadero,
todas con crías gemelas,
y ninguna entre ellas estéril.
encantadora como Jerusalén,
imponente como ejércitos en orden.
Aparta tus ojos de mí
porque me cautivan.
Tu cabello es como manada de cabras
que se recuestan en las laderas de Galaad.
Tus dientes, como manadas de ovejas que suben del lavadero,
todas con crías gemelas,
y ninguna entre ellas estéril.
Tus mejillas, como trozos de granada detrás de tu velo.
Sesenta son las reinas y ochenta las concubinas
y las doncellas sin número.
y las doncellas sin número.
Mas una es la paloma mía, la perfecta mía.
Ella es la hija única de su madre,
la escogida de la que le dio a luz.
La vieron las doncellas y la llamaron bienaventurada;
las reinas y las concubinas la alabaron.
la escogida de la que le dio a luz.
La vieron las doncellas y la llamaron bienaventurada;
las reinas y las concubinas la alabaron.
Coro
¿Quién es ésta que se muestra como el alba,
hermosa como la luna,
radiante como el sol,
imponente como ejércitos en orden?
hermosa como la luna,
radiante como el sol,
imponente como ejércitos en orden?
El Esposo
Al huerto de los nogales descendí
a ver los frutos del valle,
para ver si brotaban las vides,
si florecían los granados.
Antes de que lo supiera, mi alma me puso
sobre los carros de guerra de Aminadab.
a ver los frutos del valle,
para ver si brotaban las vides,
si florecían los granados.
Antes de que lo supiera, mi alma me puso
sobre los carros de guerra de Aminadab.
Coro
Vuélvete, vuélvete, oh sulamita;
vuélvete, vuélvete, y te contemplaremos.
vuélvete, vuélvete, y te contemplaremos.
El Esposo
¿Por qué miran a la sulamita,
como en una danza a dos coros?
7
¡Cuán hermosos son tus pies en las
sandalias,
oh hija de príncipe!
Los contornos de tus muslos son como joyas,
obra de mano de excelente maestro.
Tu ombligo, como un cántaro
oh hija de príncipe!
Los contornos de tus muslos son como joyas,
obra de mano de excelente maestro.
Tu ombligo, como un cántaro
donde no falta el vino con especias.
Tu vientre, como una pila de trigo
cercada de lirios.
Tus dos pechos, como dos crías gemelas de gacela.
Tu cuello, como torre de marfil.
Tus ojos, como los estanques de Hesbón junto a la puerta de Bat-Rablim.
Tu nariz, como la cumbre del Líbano,
centinela que mira hacia Damasco.
Tu cabeza, como el Carmelo
y tu cabellera, como la púrpura.
Tu vientre, como una pila de trigo
cercada de lirios.
Tus dos pechos, como dos crías gemelas de gacela.
Tu cuello, como torre de marfil.
Tus ojos, como los estanques de Hesbón junto a la puerta de Bat-Rablim.
Tu nariz, como la cumbre del Líbano,
centinela que mira hacia Damasco.
Tu cabeza, como el Carmelo
y tu cabellera, como la púrpura.
Un rey se halla preso en esas trenzas.
¡Qué hermosa eres y cuán suave,
oh amor deleitoso!
Tu estatura es semejante a la palmera
y tus pechos a los racimos.
Yo dije: «Subiré a la palmera,
a sacar sus frutos».
Deja que tus pechos sean como racimos de vid
y el olor de tu boca como de manzanas.
Sean tus palabras como vino generoso,
oh amor deleitoso!
Tu estatura es semejante a la palmera
y tus pechos a los racimos.
Yo dije: «Subiré a la palmera,
a sacar sus frutos».
Deja que tus pechos sean como racimos de vid
y el olor de tu boca como de manzanas.
Sean tus palabras como vino generoso,
que va derecho hacia el amado
fluyendo de tus labios cuando te
duermes.
8
¡Oh, si tú fueras como un hermano mío
alimentado por los pechos de mi madre!
Entonces, hallándote fuera, te besaría,
y no me menospreciarían.
Yo te llevaría, te metería en casa de mi madre.
Tú me enseñarías
y yo te daría a beber vino
adobado del mosto de mis granadas.
Su izquierda esté debajo de mi cabeza
y su derecha me abrace.
alimentado por los pechos de mi madre!
Entonces, hallándote fuera, te besaría,
y no me menospreciarían.
Yo te llevaría, te metería en casa de mi madre.
Tú me enseñarías
y yo te daría a beber vino
adobado del mosto de mis granadas.
Su izquierda esté debajo de mi cabeza
y su derecha me abrace.
El Amado
Os conjuro, oh doncellas de Jerusalén,
para que no despertéis ni hagáis velar al amor
hasta que ella quiera.
para que no despertéis ni hagáis velar al amor
hasta que ella quiera.
8
Coro
¿Quién es ésta que sube del desierto
apoyada en su amado?
apoyada en su amado?
El Esposo
Debajo de un manzano te desperté,
allí mismo donde te concibió tu madre,
allí mismo donde te concibió tu madre,
donde
te concibió la que te dio a luz.
Ponme como un sello sobre tu corazón,
Ponme como un sello sobre tu corazón,
como un tatuaje sobre tu brazo,
porque el amor es fuerte como la muerte
porque el amor es fuerte como la muerte
y la pasión, tenaz, como el infierno.
Sus flechas son dardos de fuego como llama divina.
Sus flechas son dardos de fuego como llama divina.
No apagarán el amor ni lo ahogarán océanos ni ríos.
Si alguien lo quisiera comprar con todo lo que posee
Si alguien lo quisiera comprar con todo lo que posee
solo conseguiría desprecio.
Tenemos una pequeña hermana
que no tiene pechos,
¿Qué haremos a nuestra hermana
cuando se trate de casarla?
Si ella es una muralla,
le construiremos defensas de plata;
si es una puerta,
la guarneceremos con listones de cedro.
Yo soy una muralla,
que no tiene pechos,
¿Qué haremos a nuestra hermana
cuando se trate de casarla?
Si ella es una muralla,
le construiremos defensas de plata;
si es una puerta,
la guarneceremos con listones de cedro.
Yo soy una muralla,
mis pechos son como torres.
Soy a sus ojos como quien ha hallado la paz.
Salomón tuvo una viña en Baal-Amón.
La entregó a unos guardas
y cada uno le traía mil monedas de plata por su fruto.
Mi viña es solo para mí
La entregó a unos guardas
y cada uno le traía mil monedas de plata por su fruto.
Mi viña es solo para mí
y solamente yo la cuido.
Mil monedas para ti, oh Salomón,
y doscientas para los que guardan su fruto.
Mil monedas para ti, oh Salomón,
y doscientas para los que guardan su fruto.
Oh tú que habitas en los huertos,
los compañeros escuchan tu voz,
házmela oír a mí también.
los compañeros escuchan tu voz,
házmela oír a mí también.
Huye, amado mío.
Sé semejante al corzo o al cervatillo
sobre las montañas de los aromas.
1. b. La
Biblia, «Judit».
Al cuarto día, dio Holofernes un banquete
exclusivamente para sus oficiales; no invitó a ninguno de los encargados de los
servicios. Dijo, pues, a Bagoas, el eunuco que tenía al frente de sus negocios:
«Trata de persuadir a esa mujer hebrea que tienes contigo, que venga a comer y
beber con nosotros. Sería una vergüenza para nosotros que dejáramos marchar a
tal mujer sin habernos entretenido con ella. Si no somos capaces de atraerla,
luego hará burla de nosotros».
Salió Bagoas de la presencia de Holofernes, entró
en la tienda de Judit y dijo: «Que esta bella esclava no se niegue a venir
donde mi señor, para ser honrada en su presencia, para beber vino alegremente
con nosotros y ser, en esta ocasión, como una de las hijas de los asirios que
viven en el palacio de Nabucodonosor».
Judit le respondió: «¿Quién soy yo para oponerme a
mi señor? Haré prontamente todo cuanto le agrade y ello será para mí motivo de
gozo mientras viva».
Después se levantó y se engalanó con sus vestidos y
todos sus ornatos femeninos. Se adelantó su sierva para extender en tierra,
frente a Holofernes, los tapices que había recibido de Bagoas para el uso
cotidiano, con el fin de que pudiera tomar la comida reclinada sobre ellos.
Entrando luego Judit, se reclinó. El corazón de Holofernes quedó arrebatado por
ella, su alma quedó turbada y experimentó un violento deseo de unirse a ella,
pues desde el día en que la vio andaba buscando ocasión de seducirla.
Le dijo Holofernes: «¡Bebe, pues, y comparte la
alegría con nosotros!».
Judit respondió: «Beberé señor; pues nunca, desde
el día en que nací, nunca estimé en tanto mi vida como ahora». Y comió y bebió,
frente a él, sirviéndose de las provisiones que su sierva había preparado.
Holofernes,
que se hallaba bajo el influjo de su encanto, bebió vino tan copiosamente como
jamás había bebido en todos los días de su vida.
Cuando se
hizo tarde, sus oficiales se apresuraron a retirarse y Bagoas cerró la tienda
por el exterior, después de haber apartado de la presencia de su señor a los
que todavía quedaban; y todos se fueron a dormir, fatigados por el exceso de
bebida. Quedaron en la tienda tan sólo Judit y Holofernes, desplomado sobre su
lecho y rezumando vino. Judit había mandado a su sierva que se quedara fuera de
su dormitorio y esperase a que saliera, como los demás días. Porque, en efecto,
ella había dicho que saldría para hacer su oración y en este mismo sentido
había hablado a Bagoas.
Todos se
habían retirado; nadie, ni grande ni pequeño, quedó en el dormitorio. Judit,
puesta de pie junto al lecho, dijo en su corazón: «¡Oh Señor, Dios de toda
fuerza! Pon los ojos, en esta hora, en la empresa de mis manos para exaltación
de Jerusalén. Es la ocasión de esforzarse por tu heredad y hacer que mis
decisiones sean la ruina de los enemigos que se alzan contra nosotros».
Avanzó,
después, hasta la columna del lecho que estaba junto a la cabeza de Holofernes,
tomó de allí su cimitarra, y acercándose al lecho, agarró la cabeza de
Holofernes por los cabellos y dijo: «¡Dame fortaleza, Dios de Israel, en este
momento!». Y, con todas sus fuerzas, le descargó dos golpes sobre el cuello y
le cortó la cabeza. Después hizo rodar el tronco fuera del lecho, arrancó las
colgaduras de las columnas y saliendo entregó la cabeza de Holofernes a su
sierva, que la metió en la alforja de las provisiones. Luego salieron las dos
juntas a hacer la oración, como de ordinario. Atravesaron el campamento,
contornearon el barranco, subieron por el monte de Betulia y se presentaron
ante las puertas de la ciudad.
Judit gritó
desde lejos a los centinelas de las puertas: «¡Abrid, abrid la puerta! El
Señor, nuestro Dios, está con nosotros para hacer todavía hazañas en Israel y
mostrar su poder contra nuestros enemigos, como lo ha hecho hoy mismo».
Cuando los
hombres de la ciudad oyeron su voz, se apresuraron a bajar a la puerta y
llamaron a los ancianos. Acudieron todos corriendo, desde el más grande al más
chico, porque no tenían esperanza de que ella volviera. Abrieron, pues, la
puerta, las recibieron, y encendiendo una hoguera para que se pudiera ver,
hicieron corro en torno a ellas.
Judit, con
fuerte voz, les dijo: «¡Alabad a Dios, alabadle! Alabad a Dios, que no ha
apartado su misericordia de la casa de Israel, sino que esta noche ha
destrozado a nuestros enemigos por mi mano». Y, sacando de la alforja la
cabeza, se la mostró, diciéndoles: «Mirad la cabeza de Holofernes, jefe supremo
del ejército asirio, y mirad las colgaduras bajo las cuales se acostaba en su
borracheras. ¡El Señor le ha herido por mano de mujer! ¡Vive el Señor! El que
me ha guardado en el camino que emprendí, que fue seducido, para perdición
suya, por mi rostro, no ha cometido conmigo ningún pecado que me manche o me
deshonre».
Todo el pueblo quedó lleno de estupor y postrándose
adoraron a Dios y dijeron a una: «¡Bendito seas, Dios nuestro, que has
aniquilado en el día de hoy a los enemigos de tu pueblo!».
Ozías dijo a Judit: «¡Bendita seas, hija del Dios
Altísimo más que todas las mujeres de la tierra! Y bendito sea Dios, el Señor,
Creador del cielo y de la tierra, que te ha guiado para cortar la cabeza del
jefe de nuestros enemigos. Jamás tu confianza faltará en el corazón de los
hombres que recordarán la fuerza de Dios eternamente. Que Dios te conceda, para
exaltación perpetua, el ser favorecida con todos los bienes, porque no
vacilaste en exponer tu vida a causa de la humillación de nuestra raza.
Detuviste nuestra ruina procediendo rectamente ante nuestro Dios».
Todo el pueblo respondió: «¡Amén, amén!».
2. a. HOMERO: La Odisea, «Canto
IX».
Cuando así
hube hablado subí a la nave y ordené a los compañeros que me siguieran y
desataran las amarras. Ellos se embarcaron al instante y, sentándose por orden
en los bancos, comenzaron a batir con los remos el espumoso mar. Y tan pronto
como llegamos a dicha tierra, que estaba próxima, vimos en uno de los extremos
y casi tocando al mar una excelsa gruta a la cual daban sombra algunos laureles.
En ella reposaban muchos hatos de ovejas y de cabras y en contorno había una
alta cerca labrada con piedras profundamente hundidas, grandes pinos y encinas
de elevada copa. Allí moraba un varón gigantesco, solitario, que entendía en
apacentar rebaños lejos de los demás hombres, sin tratarse con nadie, y,
apartado de todos, ocupaba su ánimo en cosas inicuas. Era un monstruo horrible
y no se asemejaba a los hombres que viven de pan, sino a una selvosa cima que
entre altos montes se presentase aislada de las demás cumbres.
……………………………………………
Así le dije.
El Cíclope, con ánimo cruel, no me dio respuesta; pero, levantándose de súbito,
echó mano a los compañeros, agarró a dos y, cual si fuesen cachorrillos los
arrojó a tierra con tamaña violencia que sus sesos se esparcieron por el suelo
empapando la tierra. De contado despedazó los miembros, se aparejó una cena y
se puso a comer como montaraz león, no dejando ni los intestinos, ni la carne,
ni los medulosos huesos. Nosotros contemplábamos aquel horrible espectáculo con
lágrimas en los ojos, alzando nuestras manos a Zeus, pues la desesperación se
había señoreado de nuestro ánimo. El Cíclope, tan pronto como hubo llenado su
enorme vientre, devorando carne humana y bebiendo encima leche sola, se acostó
en la gruta tendiéndose en medio de las ovejas.
………………………………………………
………………………………………………
Entonces formé
en mi magnánimo corazón el propósito de acercarme a él y, sacando la aguda
espada que colgaba de mi muslo, herirle el pecho donde las entrañas rodean el
hígado, palpándolo previamente; mas otra consideración me contuvo. Habríamos,
en efecto, perecido allí de espantosa muerte, a causa de no poder apartar con
nuestras manos la pesada roca que el Cíclope colocó en la alta entrada. Y así,
dando suspiros, aguardamos que apareciera la divina Aurora.
……………………………………..
Cuando se
descubrió la hija de la mañana, Eos de rosáceos dedos, el Cíclope encendió fuego
y ordeñó las gordas ovejas, todo como debe hacerse, y a cada una le puso su recental.
Acabadas con prontitud tales faenas, echó mano a otros dos de los míos, y con
ellos se preparó el desayuno.
……………………………………
En acabando de comer sacó de la
cueva los pingües ganados, removiendo con facilidad la enorme roca de la
puerta; pero al instante la volvió a colocar, del mismo modo que si a un carcaj
le pusiera su tapa.
………………………………………………
………………………………………………
Mientras el
Cíclope aguijaba con gran estrépito sus pingües rebaños hacia el monte, yo me
quedé meditando siniestras trazas, por si de algún modo pudiese vengarme y
Atenea me otorgara la victoria.
……………………………………………….
Al fin me pareció
que la mejor resolución sería la siguiente. Echada en el suelo del establo se veía
una gran clava de olivo verde que el Cíclope había cortado para llevarla cuando
se secase. Nosotros, al contemplarla, la comparábamos con el mástil de una negra
y ancha nave de veinte bancos de remeros, de una nave de transporte amplia, de
las que recorren el dilatado abismo del mar: tan larga y tan gruesa se nos
presentó a la vista. Me acerqué a ella y corté una estaca como de una braza,
que di a los compañeros, mandándoles que la puliesen. No bien la dejaron lisa,
agucé uno de sus cabos, la endurecí, pasándola por el ardiente fuego y la
oculté cuidadosamente debajo del abundante estiércol esparcido por la gruta.
Ordené entonces que se eligieran por suerte los que conmigo deberían atreverse a
levantar la estaca y clavarla en el ojo del Cíclope cuando el dulce sueño le
rindiese. Les cayó la suerte a los cuatro que yo mismo hubiera escogido en tal
ocasión y me junté con ellos formando el quinto.
……………………………………………..
Por la tarde
volvió el Cíclope con el rebaño de hermoso vellón, que venía de pacer, e hizo
entrar en la espaciosa gruta a todas las pingües reses, sin dejar a ninguna fuera
del recinto, ya porque sospechase algo, ya porque algún dios se lo aconsejara.
Cerró la puerta con la gran piedra que llevó a pulso, se sentó, ordeñó las
ovejas y las baladoras cabras, todo como debe hacerse, y a cada una le puso su recental.
……………………………………………..
Acabadas con
prontitud tales cosas, agarró a otros dos de mis amigos y con ellos se aparejó
la cena. Entonces me llegué al Cíclope, y teniendo en la mano una copa de negro
vino, le hablé de esta manera:
—Toma,
Cíclope, bebe vino, ya que comiste carne humana, a fin de que sepas qué bebida
se guardaba en nuestro buque. Te lo traía para ofrecer una libación en el caso
de que te apiadases de mí y me enviaras a mi casa, pero tú te enfureces de
intolerable modo. ¡Cruel! ¿Cómo vendrá en lo sucesivo ninguno de los muchos
hombres que existen, si no te portas como debieras?
Así le dije.
Tomó el vino y se lo bebió. Y le gustó tanto el dulce licor que me pidió más:
—Dame de buen
grado más vino y hazme saber inmediatamente tu nombre para que te ofrezca un
don hospitalario con el cual huelgues. Pues también a los Cíclopes la fértil
tierra les produce vino en gruesos racimos que crecen con la lluvia enviada por
Zeus; mas esto se compone de ambrosía y néctar.
Así habló, y
volví a servirle el negro vino: tres veces se lo presenté y tres veces bebió
incautamente. Y cuando los vapores del vino envolvieron la mente del Cíclope,
le dije con suaves palabras:
—¡Cíclope!
Preguntas cuál es mi nombre ilustre y voy a decírtelo, pero dame el presente de
hospitalidad que me has prometido. Mi nombre es Nadie, y Nadie me llaman mi
madre, mi padre y mis compañeros todos.
Así le hablé y
enseguida me respondió con ánimo cruel:
—A «Nadie» me
lo comeré al último, después de sus compañeros, y a todos los demás antes que a
él: tal será el don hospitalario que te ofrezca.
Dijo, se tiró
hacia atrás y cayó de espaldas. Así echado, dobló la gruesa cerviz y le venció
el sueño, que todo lo rinde. Le salía de la garganta el vino con pedazos de
carne humana y eructaba por estar cargado de vino.
Entonces metí la estaca debajo del
abundante rescoldo para calentarla y animé con mis palabras a todos los
compañeros, no fuera que alguno, poseído de miedo, se retirase. Mas cuando la
estaca de olivo, con ser verde, estaba a punto de arder y resplandecía
terriblemente, fui y la saqué del fuego, y me rodearon mis compañeros, pues sin
duda una deidad nos infundió gran valor. Ellos, tomando la estaca de olivo, la
clavaron por la aguzada punta en el ojo del Cíclope, y yo, alzándome y haciendo
fuerza desde arriba, la hacía girar. Como cuando un hombre taladra con el
barreno el mástil de un navío, otros lo mueven por debajo con una correa, que
asen por ambas extremidades, y aquél da vueltas continuamente: así nosotros,
asiendo la estaca de ígnea punta, la hacíamos girar en el ojo del Cíclope y la
sangre brotaba alrededor del ardiente palo. Al arder la pupila, el ardoroso
vapor le quemó párpados y cejas, y las raíces crepitaban por la acción del
fuego. Así como el broncista, para dar el temple que es la fuerza del hierro,
sumerge en agua fría una gran hacha o la garlopa que rechina grandemente, de
igual manera rechinaba el ojo del Cíclope en torno de la estaca de olivo. Dio
el Cíclope un fuerte y horrendo gemido, retumbó la roca, y nosotros,
amedrentados, huimos prestamente.
Entonces él se arrancó la estaca, toda
manchada de sangre, la arrojó furioso lejos de sí y se puso a llamar con altos
gritos a los Cíclopes que habitaban a su alrededor, dentro de cuevas, en los
ventosos promontorios. En oyendo sus voces, acudieron muchos, quién por un lado
y quién por otro, y parándose junto a la cueva, le preguntaron qué le
angustiaba:
—¿Por qué tan enojado, oh Polifemo, gritas
de semejante modo en la divina noche, despertándonos a todos? ¿Acaso algún
mortal se lleva tus ovejas mal de tu grado o, por ventura, alguien te está
matando con engaño o con fuerza?
Y les respondió desde la cueva el robusto
Polifemo:
—¡Oh, amigos! «Nadie» me mata con engaño,
no con fuerza.
Y ellos le contestaron con estas aladas
palabras:
—Pues si nadie te hace fuerza, ya que estás
solo, no es posible evitar la enfermedad que envía el gran Zeus, pero al menos
ruega a tu padre, el soberano Poseidón.
Apenas acabaron de hablar se fueron todos,
y yo me reí en mi corazón de cómo mi nombre y mi excelente artificio les había
engañado. El Cíclope, gimiendo por los grandes dolores que padecía, anduvo a
tientas, quitó el peñasco de la puerta y se sentó a la entrada, tendiendo los
brazos por si lograba echar mano a alguien que saliera con las ovejas. ¡Tan
estúpido esperaba que yo fuese!
2. b. VIRGILIO: La Eneida, «Canto IV».
«[…] Pero he aquí que Apolo Grineo a la
grande Italia,
a Italia las suertes licias me ordenaron
marchar;
ése es mi amor, ésa mi patria. Si a ti,
fenicia, las murallas
te retienen de Cartago y la vista de una
ciudad líbica,
¿por qué, di, te parece mal que los teucros
se establezcan
en tierra ausonia? También nosotros podemos
buscar reinos lejanos.
A mí la turbia imagen de mi padre Anquises,
cada vez que la noche
cubre la tierra con sus húmedas sombras, cada
vez que se alzan
los astros de fuego, en sueños me advierte y
me asusta;
y mi hijo Ascanio y el daño que hago a su preciosa vida,
a quien dejo sin reino en Hesperia y sin las
tierras del hado.
Ahora, además, el mensajero de los dioses
mandado por el propio Jove
(lo juro por tu cabeza y la mía) me trajo por
las auras veloces
sus mandatos: yo mismo vi al dios bajo una
clara luz
entrar en estos muros y bebí su voz con sus
propios oídos.
Deja ya de encenderme a mí y a ti con tus
quejas;
que no por mi voluntad voy a Italia.»
Hace rato le mira mientras habla con malos
ojos,
los revuelve aquí y allá, y todo lo recorre
con silenciosa mirada y así estalla por
último:
«Ni una diosa fue el origen de tu raza ni
desciendes de Dárdano,
pérfido, que fue el Cáucaso erizado de duros
peñascos
quien te engendró y las tigresas de Hircania
te ofrecieron sus ubres.
Pues, ¿por qué disimulo o a qué faltas
mayores me reservo?
¿Es que se ablandó con mi llanto? ¿Bajó acaso
la mirada?
¿Se rindió a las lágrimas o tuvo piedad de
quien tanto le ama?
¿Qué pondré por delante? ¡Si ya ni la gran
Juno
ni el padre Saturnio contemplan esto con ojos justos!
No hay lugar seguro para la lealtad. Arrojado
en la costa,
lo recogí indigente y compartí, loca, mi
reino con él.
Su flota perdida y a sus compañeros salvé de
la muerte
(¡ ay, las furias encendidas me tienen!), y
ahora el augur Apolo
y las suertes licias y hasta enviado por el
propio Jove
el mensajero de los dioses le trae por las
auras las horribles órdenes.
Es, sin duda, éste un trabajo para los
dioses, este cuidado inquieta
su calma. Ni te retengo ni he de desmentir tus
palabras:
vete, que los vientos te lleven a Italia,
busca tu reino por las olas.
Espero confiada, si algo pueden las
divinidades piadosas,
que suplicio hallarás entre los peñascos y
que repetirás entonces
el nombre de Dido. De lejos te perseguiré con
negras llamas
y, cuando la fría muerte prive a estos
miembros de la vida,
sombra a tu lado estaré por todas partes.
Pagarás tu culpa, malvado.
Lo sabré y esta noticia me llegará hasta los
Manes profundos.»
Con estas palabras da la conversación por
terminada y, afligida,
se aparta de las auras y se aleja, y se
esconde de todas las miradas,
dejando a quien mucho dudaba de miedo y mucho
se disponía
a decir. La recogen sus sirvientes y su
cuerpo sin sentido
levantan del lecho marmóreo y lo colocan en
su cama.
Y el piadoso Eneas, aunque quiere con
palabras de consuelo
mitigar su dolor y disipar sus cuitas,
entre grandes suspiros quebrado su ánimo por
un amor tan grande,
cumple sin embargo con los mandatos de los
dioses y revisa la flota.
Se esfuerzan entonces los teucros y arrastran
al mar por toda
la costa las altas naves. Nada la quilla
embreada,
traen de los bosques hojosos remos y maderos
toscos en su afán por huir.
Se les ve de un lado para otro y bajar de
toda la ciudad,
como cuando arramplan las hormigas con su
carga de farro
pensando en el invierno y la ponen en su
refugio;
avanza por los campos el negro batallón y en
angosto sendero
arrastra su botín entre las hierbas; unas los
granos mayores
empujan con los hombros, otras cuidan la
formación
y azuzan a las retrasadas, hierve el camino
entero con su trabajo.
¡Qué sentías entonces, Dido, al contemplar
todo eso!
¡Qué gemidos no dabas al ver de lo alto de la
muralla
hervir el litoral entero y animarse
ante tus ojos la llanura con tanto griterío!
¡Ímprobo Amor, a qué no obligas a los
mortales pechos!
De nuevo a recurrir a las lágrimas, a
intentarlo de nuevo con ruegos
y, suplicante, se ve obligada a domeñar sus
ánimos ante el amor,
que no ha de dejar nada sin probar en vano la
que va a morir.
«Ana, ves cómo por toda la costa se
apresuran,
de todas partes acuden; que la vela solicita
ya las brisas
y hasta gozosos los marinos colocaron
guirnaldas sobre sus popas.
Yo, si pude aguardar a este dolor tan grande,
también, hermana mía, podré aguantarlo. Sólo
esto en mi desgracia
concédeme, Ana. Que sólo a ti te respetaba
aquel pérfido,
y a ti te confiaba también sus secretos
sentimientos;
sólo tú conocías sus momentos mejores y su
disposición.
Ve, hermana mía, y habla suplicante a un
enemigo orgulloso:
no juré yo con los dánaos en Áulide la
destrucción
del pueblo troyano, ni envié contra Pérgamo
mi flota,
ni he violado las cenizas de su padre
Anquises, ni sus Manes.
¿Por qué no deja que lleguen mis palabras a
sus duros oídos?
¿Hacia dónde corre? Que al menos dé un último
presente a la amante desgraciada:
que espere una huida fácil y unos vientos propicios.
No reclamo ya el compromiso aquel que ha
traicionado,
ni que se quede sin su hermoso Lacio o
abandone su reino;
pido un tiempo muerto, descanso y tregua para
mi locura,
mientras mi suerte me enseña a soportar el
dolor de la derrota.
Éste es el último favor que pido (ten piedad
de tu hermana)
y, si me lo concede, con creces se lo pagaré
con mi muerte.»
De esta manera suplicaba y tales llantos la
desgraciada
hermana lleva y vuelve a llevar. Mas a él no
hay lágrima
que lo conmueva ni quiere escuchar palabra
alguna:
los hados se lo impiden y un dios le tapa los
oídos imperturbables.
Y como cuando de un lado y de otro los Bóreas
alpinos
se pelean por arrancar la robusta encina de
añoso tronco
con sus soplidos; braman, y las altas ramas
caen a tierra desde la copa golpeada;
ella, sin embargo, a las rocas se clava y
tanto su punta eleva
a las auras etéreas como llega hasta el
Tártaro con la raíz:
no de otro modo se ve batido el héroe de una
y otra parte
con insistencia, y en lo hondo de su noble
pecho siente las cuitas;
firme sigue su propósito, las lágrimas ruedan
inanes.
Entonces, aterrorizada por su sino, la
infeliz Dido
busca la muerte; odia contemplar ya la bóveda
del cielo.
Y para más animarse a sacar adelante su plan
y abandonar la luz,
vio (horrible presagio), al dejar sus
ofrendas sobre las aras
donde arde el incienso, que negros se ponían
los líquidos sagrados
y sangre impura volverse los vinos libados;
y a nadie contó lo que había visto, ni a su
hermana siquiera.
Además, había en su casa de mármol un templo
del antiguo esposo, que honraba con honor
admirable,
adornado de níveos vellones y fronda festiva;
de aquí le pareció oír sus voces y palabras,
que la llamaba, cuando la oscura noche se
apoderaba de la tierra,
y que por los tejados un búho solitario con fúnebre
canto
se lamentaba a menudo hasta convertir su
larga voz en llanto.
Y muchas predicciones además de antiguos
vates
la aterrorizan con terrible advertencia. La
persigue fiero Eneas
en persona en sus sueños de loca y siempre se
ve a sí misma
sola, abandonada, siempre sin compañía
marchando
por un largo camino y en una tierra desierta
buscar a los tirios,
como Penteo ve en su locura de las Euménides
la tropa
y aparecer dos soles gemelos y una doble
Tebas,
como aparece Orestes en la escena, hijo de
Agamenón,
cuando huye de su madre armada de antorchas y
negras
serpientes y en el umbral están sentadas las
Furias vengadoras.
Así que cuando, vencida por la pena, la
invadió la locura
y decretó su propia muerte, el momento y la
forma planea
en su interior, y dirigiéndose a su afligida
hermana
oculta en su rostro la decisión y serena la
esperanza en su frente:
«He encontrado, hermana, el camino
(felicítame)
que me lo ha de devolver o me librará de este
amor.
Junto a los confines del Océano y al sol que
muere
está la región postrera de los etíopes, donde
el gran Atlante
hace girar sobre su hombro el eje tachonado
de estrellas:
de aquí me han hablado de una sacerdotisa del
pueblo masilo,
guardiana del templo de las Hespérides, la
que daba al dragón
su comida y cuidaba en el árbol las ramas
sagradas,
rociando húmedas mieles y soporífera
adormidera.
Ella asegura liberar con sus encantamientos
cuantos corazones
desea, infundir por el contrario a otros
graves cuitas,
detener el agua de los ríos y hacer retroceder
a los astros,
y conjura a los Manes de la noche. Mugir
verás
la tierra bajo sus pies y bajar los olmos de
los montes.
A ti, querida hermana, y a los dioses pongo
por testigos
y a tu dulce cabeza, de que a disgusto me
someto a la magia.
Tú levanta en secreto una pira dentro del
palacio,
al aire, y sus armas, las que dejó el impío
colgadas
en el tálamo y todas sus prendas y el lecho
conyugal
en el que perecí, ponlos encima: todos los
recuerdos
de un hombre nefando quiero destruir, y lo indica la sacerdotisa».
Dice esto y se calla, e inunda la palidez su
rostro.
Ana no advierte, sin embargo, que su hermana
bajo ritos extraños
oculta su propio funeral, ni imagina en su
mente locura
tan grande o teme desgracia mayor que la
muerte de Siqueo.
Así que obedece sus órdenes.
La reina al fin, levantada la enorme pira al
aire
en lugar apartado con teas de pino y de
encina,
adorna el lugar con guirnaldas y lo corona de
ramas
funerales; encima las prendas y la espada
dejada
y un retrato sobre el lecho coloca sin
ignorar el futuro.
Altares se alzan alrededor y la sacerdotisa,
suelto el cabello,
invoca con voz de trueno a sus trescientos
dioses, y a Érebo y Caos
y Hécate trigémina, los tres rostros de la
virgen Diana.
Y había asperjado líquidos fingidos de la
fuente del Averno,
y se buscan hierbas segadas con hoces de
bronce
a la luz de la luna, húmedas de la leche del
negro veneno;
se busca asimismo el filtro arrancado de la
frente del potrillo
mientras nacía, quitándoselo a su madre.
La propia reina junto a los altares, con uno
de sus pies desatado,
la harina sagrada en las piadosas manos y el
vestido suelto,
pone por testigos a los dioses de que va a
morir y a las estrellas
sabedoras del destino, y reza entonces al
numen justo y memorioso,
si es que lo hay, que cuida de los amores no
correspondidos.
La noche era, y gozaban del plácido sopor los
cuerpos
fatigados por las tierras, y habían callado
los bosques y las feroces
llanuras, cuando giran los astros en mitad de
su caída,
cuando enmudece todo campo, los ganados y las
pintadas aves,
cuanto los líquidos lagos y cuanto los campos
erizados
de zarzas habita, entregado al sueño bajo la
noche callada.
Mas no la fenicia de infeliz corazón, en
ningún momento
se abandona al sueño o acoge en sus ojos o en
su pecho
a la noche: se le doblan las penas y
alzándose de nuevo
amor la mortifica y fluctúa en gran tormenta
de ira.
Así vuelve a insistir y así da vueltas
consigo en su corazón:
«¡Qué hago, ay! ¿He de servir de burla a mis
antiguos
pretendientes? ¿Buscaré matrimonio suplicante
entre los númidas,
a quienes ya tantas veces desdeñé como
maridos?
¿He de seguir si no a las naves de Ilión y
las orgullosas
órdenes de los teucros? ¿Tal vez por la ayuda
con la que les salvé
aún permanece en su memoria el agradecimiento
por mi acción?
Mas aun si así lo quiero, ¿quién lo permitirá
y odiosa
me acogerá en las naves soberbias? ¿Acaso no
lo sabes, pobre de ti,
y no conoces aún los perjuicios del pueblo de
Laomedonte?
¿Qué, entonces? ¿Acompañaré sola en su huida
a los victoriosos marinos
o con los tirios y todo el apretado grupo de
los míos
me dejaré llevar lanzando de nuevo a las
aguas a cuantos a la fuerza
arranqué de la ciudad sidonia y ordenaré dar
velas al viento?
No, no. Muere, te lo has ganado, y aleja tu
sufrir con la espada.
Tú vencida por mis lágrimas; tú, hermana mía,
mi locura
cargas la primera de desgracias y me ofreces
al enemigo.
No he podido pasar mi vida sin bodas y sin
culpa,
como las fieras salvajes, sin probar cuitas
tales;
no he mantenido la palabra dada a las cenizas
de Siqueo».
Lamentos tan grandes rompía ella en su pecho:
Eneas, decidido a partir, en lo alto de su
popa
gozaba sus sueños tras disponerlo todo según
el rito.
En sueños se le presentó la imagen del dios
que volvía
con el mismo rostro y así de nuevo le pareció
decir,
en todo semejante a Mercurio, en la voz y el
color,
así como los rubios cabellos y el cuerpo de
juventud adornado:
«Hijo de la diosa, ¿puedes dormir en una hora
como ésta,
por más que ves el peligro acechar a tu alrededor,
inconsciente, y no oyes cómo los Céfiros su
favor te brindan?
Mira que esa mujer trama en su pecho engaños
y un horrendo crimen,
dispuesta a morir, y suscita diversas
tempestades de ira.
¿No te marchas al punto de aquí, ahora que
puedes escapar?
Has de ver el mar enturbiarse de maderos, y
crueles antorchas
encenderse, el litoral hervir en llamas,
si la Aurora te sorprende entretenido aún por estas
tierras.
Ea, ánimo. Date prisa, que cosa varia es
siempre y mudable
la mujer.» Tras así decir se confundió con la
negra noche.
Entonces, por fin, Eneas, asustado por las
sombras repentinas,
saca su cuerpo del sueño y a sus compañeros
fatiga
presurosos: «¡Atentos, amigos, y a los remos!
¡Soltad las velas, rápido! Que un dios ha
llegado del alto cielo
a precipitar la marcha y las retorcidas amarras nos anima
de nuevo a desatar. Vamos tras de ti, santo
dios,
quienquiera que seas, y gozosos te obedecemos
de nuevo.
Asístenos favorable y ayúdanos y ponnos los
astros
propicios en el cielo», dijo, y saca la
espada de la vaina
relampagueante y corta con golpe preciso las
sogas.
El mismo ardor se apodera de todos, y se
lanzan y corren;
dejan las playas, se esconde el mar bajo las
naves,
se esfuerzan en agitar la espuma y barren las
olas azules.
Y ya la Aurora primera regaba las tierras con nueva
claridad,
abandonando el lecho azafrán de Titono.
La reina cuando desde su atalaya vio
blanquear la luz
primera y a la flota avanzar con las velas en
línea,
y notó playas y puertos vacíos y sin remeros,
golpeando tres y cuatro veces con la mano su
hermoso pecho
y mesándose el rubio cabello: « ¡Por Júpiter!
¿Se va a marchar
éste?», dice. «¿Se burlará un extranjero de
mi poder?
¿No tomarán los míos las armas y bajarán de
la ciudad entera,
no arrancarán las naves de sus diques? ¡Id,
volad presurosos con el fuego, disparad las
flechas, impulsad los remos!
¿Qué estoy diciendo? ¿Dónde estoy? ¿Qué
locura agita mi mente?
Pobre Dido, ¿ahora te afectan las impías
acciones?
Debiste hacerlo al tiempo de entregarle tu
cetro. ¡Ay, diestra y promesa!
¡Y dicen que lleva consigo los patrios
Penates,
que ofreció sus hombros a un padre vencido
por la edad!
¿Es que no pude destrozar su cuerpo y
esparcir por las olas
sus pedazos? ¿Ni pasar por la espada a sus
compañeros
y al propio Ascanio, y servirlo luego en la mesa de su padre?
Mas incierta habría sido la fortuna del
combate. ¡Igual daba!
¿A quién temer, si iba ya a morir? Antorchas
habría lanzado contra su campamento
y habría llenado de fuego todas sus esquinas, y
al hijo y al padre
habría liquidado con su pueblo, y yo misma me
habría lanzado a la hoguera.
¡Oh, Sol, que todos los afanes de la tierra
iluminas con tus rayos!
¡Y tú, Juno, intérprete y sabedora de mis
cuitas,
y Hécate, ululada de noche en los cruces de
las ciudades,
y Furias de la venganza y dioses de Elisa que
se muere!
Aceptad esto, caed sobre los malvados con
justo numen
y escuchad nuestras plegarias. Si es preciso
que arribe
a puerto este ser infando y navegue hasta
tierra,
y así lo exigen los hados de Jove y está determinado este final,
que al menos perseguido por la guerra y las
armas de un pueblo audaz,
expulsado de sus territorios, arrancado del
abrazo de Julo
implore auxilio y contemple las muertes
indignas
de los suyos, y que, cuando se haya colocado
bajo una ley
inicua, ni disfrute del reino ni de la luz
ansiada,
sino que caiga antes de tiempo y quede
insepulto en la arena.
Esto pido, esta voz mía derramo la última
junto con mi sangre.
Luego vosotros, tirios, perseguid con odio a
su estirpe
y a la raza que venga, y dedicad este
presente
a mis cenizas. No haya ni amor ni pactos
entre los pueblos.
Y que surja algún vengador de mis huesos
que persiga a hierro y fuego a los colonos dardanios
ahora o más tarde, cuando se presenten las
fuerzas.
Costas enfrentadas a sus costas, olas contra
sus aguas
imploro, armas contra sus armas: peleen éllos
mismos y sus nietos».
Esto dice, y a todas partes dirigía su ánimo,
buscando romper cuanto antes una luz odiada.
Y entonces habló brevemente a Barce, nodriza
que fue de Siqueo,
que a la suya negra ceniza tenía en su
antigua patria:
«A Ana, mi querida nodriza, llama aquí a mi
hermana.
Dile que se apresure a lavar su cuerpo con
agua del río,
y que traiga consigo los animales y las
víctimas prescritas.
Que venga así, y tú misma ciñe tus sienes con
las ínfulas santas.
El sacrificio a Júpiter Estigio que comencé y
dispuse según el rito,
tengo intención de cumplirlo y acabar así con
mis cuitas
entregando a las llamas la pira del dardanio».
Así dice. Y ya apresuraba la otra el paso con
senil afán.
Mas Dido,
enfurecida y trémula por su empresa tremenda,
volviendo sus ojos
en sangre y cubriendo de manchas
sus temblorosas
mejillas y pálida ante la muerte cercana,
irrumpe en las
habitaciones de la casa y sube furibunda
a la pira elevada
y la espada desenvaina
dardania, regalo
que no era para este uso.
En ese momento,
cuando las ropas de Ilión y el lecho conocido
contempló, en
breve pausa de lágrimas y recuerdos,
se recostó en el
diván y profirió sus últimas palabras:
«Dulces prendas,
mientras los hados y el dios lo permitían,
acoged a esta alma
y libradme de estas angustias.
He vivido, y he
cumplido el curso que Fortuna me había marcado,
y es hora de que
marche bajo tierra mi gran imagen.
He fundado una
ciudad ilustre, he visto mis propias murallas,
castigo impuse a
un hermano enemigo tras vengar a mi esposo:
feliz, ¡ah!,
demasiado feliz habría sido si sólo nuestra costa
nunca hubiesen tocado
los barcos dardanios»,
dijo, y, la boca
pegada al lecho: «Moriremos sin venganza,
mas muramos»,
añade. «Así, así me place bajar a las sombras.
Que devore este
fuego con sus ojos desde alta mar el troyano
cruel y se lleve
consigo la maldición de mi muerte»,
había dicho, y
entre tales palabras la ven las siervas
vencida por la
espada, y el hierro espumante
de sangre y las
manos salpicadas. Se llenan de gritos los altos
atrios: enloquece la Fama por una ciudad sacudida.
De lamentos
resuenan los techos y de los gemidos
y el ulular de las
mujeres, el éter de gritos horribles,
no de otro modo
que si Cartago entera o la antigua Tiro
cayeran ante el
acoso del enemigo y llamas enloquecidas
se agitasen por
igual en los tejados de los dioses y de los hombres.
Lo oyó su hermana
sin aliento y en temblorosa carrera
asustada,
hiriéndose la cara con las uñas y el pecho con los puños,
se abalanza y
llama por su nombre a la agonizante:
«¿Así que esto
era, hermana mía? ¿Con trampas me requerías?
¿Esto esa pira,
estos fuegos y altares me reservaban?
¿Qué lamentaré
primero en mi abandono? ¿Desprecias en tu muerte
la compañía de tu
hermana? Me hubieras convocado a un sino igual,
que el mismo dolor
y la misma hora nos habrían llevado a ambas.
¿He levantado esto
con mis manos y con mi voz he invocado
a los dioses
patrios para faltarte, cruel, en tu muerte?
Has acabado
contigo y conmigo, hermana, con el pueblo y los padres
sidonios y con tu
propia ciudad. Dejadme, lavaré sus heridas
con agua y si anda
errante aún su último aliento
con mi boca lo he
de recoger». Dicho esto había subido los altos escalones,
y daba calor a su
hermana medio muerta con el abrazo de su pecho
entre lamento y
con su vestido secaba la negra sangre.
Cayó aquélla tratando de alzar sus pesados ojos
de nuevo; gimió la herida en lo más hondo de
su pecho.
Tres veces apoyada en el codo intentó
levantarse,
tres veces desfalleció en el lecho y buscó
con la mirada perdida
la luz en lo alto del cielo y gimió
profundamente al encontrarla.
Entonces Juno todopoderosa, apiadada de un
dolor tan largo
y de una muerte difícil a Iris envió desde el
Olimpo
a quebrar un alma luchadora y sus atados
miembros.
Que, como no reclamada por su sino ni par la
muerte se marchaba
la desgraciada antes de hora y presa de repentina
locura,
aún no le había cortado Prosérpina el rubio
cabello
de su cabeza, ni la había encomendado al Orco Estigio.
Iris por eso con sus alas de azafrán
cubiertas de rocío
vuela por los cielos arrastrando contra el
sol mil colores
diversos y se detuvo sobre su cabeza. «Esta
ofrenda a Dite
recojo como se me ordena y te libero de este
cuerpo».
Esto dice y corta un mechón con la diestra:
al tiempo todo
calor desaparece, y en los vientos se perdió
su vida.
3. a. SAFO DE LESBOS:
«Me parece que es igual a los dioses…».
Me parece que es igual a los dioses
el hombre aquel que frente a ti se sienta,
y a tu lado absorto escucha mientras
dulcemente hablas
y encantadora sonríes. Lo que a mí
el corazón en el pecho me arrebata;
apenas te miro y entonces no puedo
decir ya palabra.
Al punto se me espesa la lengua
y de pronto un sutil fuego me corre
bajo la piel, por mis ojos nada veo,
los oídos me zumban,
me invade un frío sudor y toda entera
me estremezco, más que la hierba pálida
estoy, y apenas distante de la muerte
me siento, infeliz.
3. b. HORACIO: «Épodo
II».
«Dichoso aquél que alejado de los negocios,
como la primitiva raza de los mortales,
trabaja en el campo paterno con sus bueyes,
libre de toda usura,
y no se despierta como el soldado con la fiera trompeta
ni teme al mar embravecido,
y evita el foro y las orgullosas puertas
de las ciudades demasiado poderosas.
Marida él, en cambio, los altos álamos
con los tallos adultos de la vid,
o vigila sus errantes rebaños de mugientes reses
en un valle recoleto,
o, podando con su hoz las ramas inútiles,
injerta las más pujantes,
o pone la miel extraída en limpias ánforas,
o esquila a las asustadizas ovejas.
Y cuando el Otoño en los campos
ha alzado su cabeza
ornada de dulces frutos,
¡cómo disfruta recogiendo las
injertadas peras
y la uva que compite con la
púrpura
con que poder obsequiarte a ti,
Príapo,
y a ti, padre Silvano, protector
de sus términos!
Le gusta yacer, ora bajo la vieja
encina,
ora sobre un tupido prado,
mientras corren las aguas por los
ríos profundos
y se lamentan las aves en los
bosques
y las fuentes murmuran en sus
límpidos manantiales,
lo que invita a un plácido sueño.
Pero cuando el tiempo invernal
del tonante Júpiter
amontona nieves y lluvias,
con una gran jauría acosa de aquí
para allá fieros jabalíes
hacia las interpuestas trampas,
o extiende con una ligera
horquilla las claras redes,
o, preciada recompensa, apresa
con el lazo a una tímida liebre
o a una ocasional grulla.
Entre tales cosas ¿quién no
olvida
la amargura de las penas que
causa el amor?
Y si una honesta mujer le ayuda en parte de la casa
y con dulces hijos,
o si, como una sabina o como la
esposa de un ágil apulio
tostada por el sol,
enciende con viejos troncos el
fuego sagrado
a la llegada del cansado marido
y, encerrando el lustroso ganado
en trenzados apriscos,
ordeña las henchidas ubres
o, sacando vino del año de un buen tonel,
prepara no comprados manjares,
entonces no me agradarán más las ostras de Lucrino,
ni el rodaballo, ni los escaros
—si una tempestuosa tormenta los
arrojase
a este mar desde los orientales
mares—,
ni descenderá a mi estómago el ave africana
ni el francolín de Jonia
más gustosamente que la oliva cogida
de las cargadísimas ramas de los árboles
o que los tallos de acedera que
crece en los prados
y las malvas, beneficiosas para
el cuerpo enfermo,
o que los corderos sacrificados
en las fiestas Terminales,
o que un cabrito arrebatado al
lobo.
¡En medio de estos manjares, cómo me alegra ver
las ovejas apacentadas dirigiéndose hacia la casa;
ver los cansados bueyes arrastrando con su lánguido cuello
el arado invertido,
y a los sirvientes, indicio de casa rica,
colocados alrededor de los resplandecientes Lares!».
Cuando el usurero Alfio, casi un futuro campesino,
hubo dicho esto,
recogió todo el dinero pagado en los Idus
y ya busca colocarlo en las Kalendas.
4. a. SÓFOCLES: Antígona.
«ACTO I, Escena 1»
La escena, frente al palacio real de Tebas con escalinata. Al fondo, la
montaña. Cruza la escena Antígona, para entrar en palacio. Al cabo de unos
instantes, vuelve a salir, llevando del brazo a su hermana Ismene, a la que hace
bajar las escaleras y aparta de palacio.
ANTÍGONA
Hermana de mi misma sangre,
Ismene querida, tú que conoces las desgracias de la casa de Edipo, ¿sabes de alguna
de ellas que Zeus no haya cumplido después de nacer nosotras dos? No, no hay
vergüenza ni infamia, no hay cosa insufrible ni nada que se aparte de la mala
suerte, que no vea yo entre nuestras desgracias, tuyas y mías. Y hoy, encima,
¿qué sabes de este edicto que dicen que el estratego acaba de imponer a todos
los ciudadanos? ¿Te has enterado ya o no sabes los males inminentes que los enemigos
tramaron contra seres queridos?
ISMENE
No, Antígona, a mí no me ha
llegado noticia alguna de seres queridos, ni dulce ni dolorosa, desde que nos
vimos las dos privadas de nuestros dos hermanos, por doble y recíproco golpe
fallecidos en un solo día. Después de partir el ejército argivo, esta misma
noche, no sé ya nada que pueda hacerme ni más feliz ni más desgraciada.
ANTÍGONA
No me cabía duda, y por esto te traje aquí, superado el
umbral de palacio, para que me escucharas, tú sola.
ISMENE
¿Qué pasa? Se ve que lo que vas a decirme te ensombrece.
ANTÍGONA
Y, ¿cómo no, pues? ¿No ha juzgado
Creonte digno de honores sepulcrales a uno de nuestros hermanos, y al otro
tiene en cambio deshonrado? Es lo que dicen: a Etéocles le ha parecido justo
tributarle las justas, acostumbradas honras, y le ha hecho enterrar de forma
que en honor le reciban los muertos, bajo tierra. En cambio, dicen que un
edicto dio a los ciudadanos prohibiendo que nadie dé sepultura al pobre cadáver
de Polinices, que nadie le llore, incluso, que se le deje allí, sin duelo,
insepulto, dulce tesoro a merced de las aves que busquen donde cebarse. Esto
dicen que es lo que el buen Creonte tiene decretado también para ti y para mí,
sí, también para mí, y que viene hacia aquí, para anunciarlo con toda claridad
a los que no lo saben todavía, que no es asunto de poca monta ni puede así
considerarse, porque el que transgreda alguna de estas órdenes será reo de
muerte, públicamente lapidado en la ciudad. Estos son los términos de la
cuestión: ya no te queda sino mostrar si haces honor a tu linaje o si eres
indigna de tus ilustres antepasados.
ISMENE
No seas atrevida: Si las cosas están así, ate yo o desate en
ellas, ¿qué podría ganarse?
ANTÍGONA
¿Puedo contar con tu esfuerzo, con tu ayuda? Piénsalo.
ISMENE
¿Qué arriesgada empresa tramas? ¿Adónde va tu pensamiento?
ANTÍGONA
Quiero saber si vas a ayudar a mi mano a alzar al muerto.
ISMENE
Pero, ¿es que piensas darle sepultura, sabiendo que
públicamente se ha prohibido?
ANTÍGONA
Es mi hermano —y también tuyo, aunque tú no quieras—. Cuando
me prendan, nadie podrá llamarme traidora.
ISMENE
¡Y contra lo ordenado por Creonte, ay, audacísima!
ANTÍGONA
Él no tiene potestad para apartarme de los míos.
ISMENE
Ay, reflexiona, hermana, piensa:
nuestro padre, cómo murió, aborrecido, deshonrado, después de cegarse él mismo
sus dos ojos, enfrentado a faltas que él mismo tuvo que descubrir. Y después,
su madre y esposa —que las dos palabras le cuadran—, pone fin a su vida en
infame, entrelazada soga. En tercer lugar, nuestros dos hermanos, en un solo
día, consuman, desgraciados, su destino, el uno por mano del otro asesinados. Y
ahora, que solas nosotras dos quedamos, piensa que ignominioso fin tendremos si
violamos lo prescrito y transgredimos la voluntad o el poder de los que mandan.
No, hay que aceptar los hechos: que somos dos mujeres, incapaces de luchar
contra hombres; y que tienen el poder los que dan órdenes y hay que
obedecerlas—éstas y todavía otras más dolorosas. Yo, por mi parte, pido, a los
que yacen bajo tierra su perdón, pues que obro forzada, pero pienso obedecer a
las autoridades: esforzarse en no obrar como todos carece de sentido,
totalmente.
ANTÍGONA
Aunque ahora quisieras ayudarme,
ya no te lo pediría: tu ayuda no sería de mi agrado. En fin, reflexiona sobre
tus convicciones: yo voy a enterrarle, y, en habiendo yo así obrado bien, que
venga la muerte. Amiga yaceré con él, con un amigo, convicta de un delito piadoso;
por más tiempo debe mi conducta agradar a los de abajo que a los de aquí, pues
mi descanso entre ellos ha de durar siempre. En cuanto a ti, si es lo que
crees, deshonra lo que los dioses honran.
«ACTO II, Escena 1»
CREONTE
(A Antígona)
Y tú, tú que inclinas al suelo tu rostro, ¿confirmas o
desmientes haber hecho esto?
ANTÍGONA
Lo confirmo. Sí; yo lo hice, y no lo niego.
CREONTE
(Al guardián, que se va
enseguida.)
Tú puedes irte a dónde quieras, ya del peso de mi
inculpación.
(A Antígona)
Pero tú, dime brevemente, sin extenderte; ¿sabías que estaba
decretado no hacer esto?
ANTÍGONA
Sí, lo sabía: ¿cómo no iba a saberlo? Todo el mundo lo sabe.
CREONTE
Y, así y todo, ¿te
atreviste a pasar por encima de la ley?
ANTÍGONA
No era Zeus quien me la había decretado, ni la Justicia, compañera de
los dioses subterráneos; no son de ese tipo las leyes que a los humanos dictan.
No creía yo que tus decretos tuvieran tanta fuerza como para permitir que solo
un hombre pueda saltar por encima de las leyes no escritas, inmutables, de los
dioses: su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe
cuándo fue que aparecieron. No iba yo a atraerme el castigo de los dioses por
temor a lo que pudiera pensar alguien. Ya veía, ya, mi muerte aunque tú no
hubieses decretado nada; y, si muero antes de tiempo, yo digo que es ganancia.
Quien, como yo, entre tantos males vive, ¿no sale acaso ganando con su muerte?
Y así, no es desgracia para mí tener este destino; y en cambio, si el cadáver
de un hijo de mi madre estuviera insepulto y yo lo soportara, entonces, eso sí
me sería doloroso; mas no lo que me aguarda. Puede que a ti te parezca que obré
como una loca, pero, poco más o menos, es a un loco a quien doy cuenta de mi
locura.
CORIFEO
Muestra la joven
fiera audacia, hija de un padre fiero: no sabe ceder al infortunio.
CREONTE
(Al coro.)
Pues sabe que los más inflexibles pensamientos son los más prestos a
caer. El hierro que, una vez cocido, el fuego hace fortísimo y muy duro, a
menudo verás cómo se resquebraja, lleno de hendiduras. Sé de fogosos caballos
que una pequeña brida ha domado. No cuadra la arrogancia al que es esclavo del
vecino. Ella se daba perfecta cuenta de la suya, al transgredir las leyes
establecidas; y, después de hacerlo, vino otra nueva arrogancia: ufanarse y
mostrar alegría por haberlo hecho. En verdad que el hombre no sería yo, que el
hombre sería ella si ante esto no siente el peso de mi autoridad. Pero, por muy
de sangre de mi hermana que sea, aunque sea más de mi sangre que todo el Zeus
que preside mi hogar, ni ella ni su hermana podrán escapar de muerte infamante,
porque a su hermana también la acuso de haber tenido parte en la decisión de
sepultarle.
(A los esclavos.)
Llamadla.
(Al coro.)
Sí, la he visto dentro hace poco, fuera de sí, incapaz de dominar su
razón; porque, generalmente, el corazón de los que traman en la sombra acciones
no rectas, antes de que realicen su acción, ya resulta convicto de su artería.
Pero, sobre todo, mi odio es para la que, cogida en pleno delito, quiere
después presumir de ello.
ANTÍGONA
Ya me tienes: ¿buscas aún algo más que mi muerte?
CREONTE
Por mi parte, nada más; con tener esto, lo tengo ya todo.
ANTÍGONA
¿Qué esperas, pues? A mí tus palabras
ni me placen ni podrían nunca llegar a complacerme, y las mías también a ti te
son desagradables. De todos modos, ¿cómo podía alcanzar más gloriosa gloria que
enterrando a mi hermano? Todos estos te dirían que mi acción les agrada si el
miedo no les tuviera cerrada la boca; pero la tiranía tiene, entre otras muchas
ventajas, la de poder hacer y decir lo que le venga en gana.
CREONTE
De entre todos los cadmeos, este punto de vista es solo
tuyo.
ANTÍGONA
No, es el de todos: pero ante ti cierran la boca.
CREONTE
¿Y a ti no te avergüenza, distinguirte así de ellos?
ANTÍGONA
Nada hay vergonzoso en honrar a los hermanos.
CREONTE
¿Y no era acaso tu hermano el que murió frente a él?
ANTÍGONA
Mi hermano era, del mismo padre y de la misma madre.
CREONTE
Y, siendo así, ¿cómo tributas al uno honores impíos para el
otro?
ANTÍGONA
No sería a ésta la opinión del muerto.
CREONTE
Sí, si tú le honras igual que al impío.
ANTÍGONA
Cuando murió no era su esclavo: era su hermano.
CREONTE
Que había venido a arrasar el país; y el otro se opuso en su
defensa.
ANTÍGONA
Con todo, Hades requiere leyes iguales.
CREONTE
Pero no que el que obró bien tenga la misma suerte que el
malvado.
ANTÍGONA
¿Quién sabe si allí abajo mi acción es elogiable?
CREONTE
No, en verdad no, que el enemigo, aun muerto, será jamás
amigo.
ANTÍGONA
Yo no nací para el odio, sino para el amor.
CREONTE
Pues vete abajo y, si te quedan ganas de amar, ama a los
muertos que, a mí, mientras viva, no ha de mandarme una mujer.
Se acerca Ismene entre dos esclavos.
CORIFEO
Mas he aquí, ante las puertas, a
Ismene. Lágrimas vierte, de amor por su hermana. Una nube sobre sus cejas su
sonrosado rostro afea y sus bellas mejillas en llanto están bañadas.
CREONTE
(A Ismene)
Y tú, que te movías por palacio
en silencio, como una víbora, apurando mi sangre... Sin darme cuenta,
alimentaba dos desgracias que querían arruinar mi trono. Venga, habla: ¿vas a
decirme también tú que tuviste tu parte en lo de la tumba, o jurarás no saber
nada?
ISMENE
Si ella está de acuerdo, yo lo he hecho: acepto mi
responsabilidad; con ella cargo.
ANTÍGONA
No, que no te lo permite la justicia; ni tú quisiste ni te
di yo parte en ello.
ISMENE
Ante tu desgracia, me avergonzaría
no ser tu socorro en el remo, por el mar de tu dolor.
ANTÍGONA
De quién fue obra bien lo saben Hades y los de allí abajo. Por
mi parte, no quiero a la amiga que lo es tan solo de palabra.
ISMENE
No, hermana, no me niegues el
honor de morir contigo y el de haberte ayudado a cumplir los ritos debidos al
muerto.
ANTÍGONA
No quiero que mueras tú conmigo
ni que hagas tuyo algo en lo que no tuviste parte: bastará con mi muerte.
ISMENE
¿Y cómo podré vivir, si tú me dejas?
ANTÍGONA
Pregúntale a Creonte, ya que tanto te preocupas por él.
ISMENE
¿Por qué me atormentas así, sin sacar con ello nada?
ANTÍGONA
Con dolor en verdad lo hago, si me estoy riendo de ti.
ISMENE
Y yo, ahora, ¿en qué otra cosa podría serte útil?
ANTÍGONA
Sálvate: yo no he de envidiarte si sales de esta.
ISMENE
¡Ay de mí, desgraciada, y no poder acompañarte en tu
destino!
ANTÍGONA
Tú escogiste vivir, y yo la muerte.
ISMENE
Pero no sin que mis palabras, al menos, te advirtieran.
ANTÍGONA
Para unos, tú pensabas bien..., yo para otros.
ISMENE
Sin embargo, las dos hemos faltado igualmente.
ANTÍGONA
Ánimo, deja eso ya. A ti te toca vivir; en cuanto a mí, mi
vida se acabó hace tiempo, por salir en ayuda de los muertos.
CREONTE
(Al coro.)
De estas dos muchachas, la una os digo que acaba de
enloquecer y la otra que está loca desde que nació.
4. b. PLAUTO: Anfitrión.
«Acto II, Escena 1»
ANFITRIÓN: ¿Cómo diablos puede
ser —reflexiona conmigo— que tú estés aquí y en casa. Esto quiero que se me
explique.
SOSIA: En verdad que estoy aquí y
allí. Asómbrese quienquiera, que ello no te parece más admirable a ti que a mí.
ANFITRIÓN: ¿Cómo?
SOSIA: Digo que no te parece más
admirable a ti que a mí; yo mismo, así los dioses me valgan, no podía darme
crédito a mí mismo, Sosia, hasta que el otro Sosia, yo mismo, me forzó a creer.
Explicó detalladamente todo lo que ocurrió allá cuando nos enfrentábamos con
los enemigos. Me ha robado la figura y el nombre, y ni la leche es más parecida
a la leche de lo que él se parece a mí, pues cuando hace poco, antes del alba,
me has enviado del puerto a casa…
ANFITRIÓN: ¿Qué?
SOSIA: Hacía ya mucho tiempo que
estaba en la puerta antes de llegar.
ANFITRIÓN: ¡Malvado! ¿Qué farsa
es ésta? ¿Estás en tus cabales?
SOSIA: Ya lo ves.
ANFITRIÓN: No sé qué maleficio
habrán echado a este hombre, con mano aviesa, desde que se apartó de mí.
SOSIA: Cierto: me han machacado
con golpes de manera extremada.
ANFITRIÓN: ¿Quién?
SOSIA: Yo mismo, yo que estoy en
casa ahora mismo.
ANFIRIÓN: Ten cuidado de no
responder más que a lo que te pregunte. Ante todo quiero que me expliques quién
es este Sosia.
SOSIA: Tu esclavo.
ANFITRIÓN: Contigo tengo ya de
sobra, y desde que nací no he tenido otro esclavo Sosia que tú.
SOSIA: Y yo, Anfitrión, te digo
esto: Al llegar haré que encuentres en tu casa, te lo aseguro, otro Sosia, que
es hijo de Davo, mi mismo padre, que tiene mi misma traza y mi misma edad.
¿Para qué hablar más? Te ha nacido un gemelo de Sosia.
5. a. CHRÉTIEN DE TROYES: El
caballero del león.
Mi
señor Yvain caminaba pensativo por un espeso bosque; de repente oyó entre la
maleza un grito muy doloroso y agudo. Se dirigió hacia donde había oído que
provenía el grito y, cuando llegó, vio en un claro a un león, al que una
serpiente agarraba por la cola mientras le quemaba los lomos con una llama
ardiente. Mi señor Yvain no se detuvo mucho rato contemplando esta maravilla, y
deliberó consigo mismo a quién de los dos ayudaría. Entonces dijo que socorrerá
al león, porque a los seres venenosos y a los traidores sólo se les debe hacer
mal, y la serpiente es venenosa y echa fuego por la boca, tan llena de felonía
está. Mi señor Yvain decidió que primero la mataría a ella; desenvainó la
espada, avanzó, y se puso el escudo ante el rostro para que la llama que
arrojaba la garganta, más ancha que una olla, no le abrasara. Si luego el león
le ataca, no le faltará combate. Pero, pase lo que pase después, ahora quiere
ayudarle, pues Piedad le ruega y aconseja que socorra y ayude a la bestia
gentil y franca. Ataca a la traidora serpiente con su espada, que corta
sutilmente y la parte hasta el suelo, y la corta en dos mitades, la golpea y
vuelve a golpear, hasta que la desmenuza y la hace pedazos. Pero le ha sido
preciso cortar el extremo de la cola del león, porque estaba agarrado a la
cabeza de la traidora serpiente: sólo lo cortó lo necesario; menos no pudo.
Cuando hubo liberado al león, pensó
que ahora tendría que luchar con él, pues se le echaría encima: no podía pensar
otra cosa. Oíd lo que hizo entonces el león, cómo actuó noblemente y con
generosidad, cómo se puso a demostrar que se le sometía: le tendió sus dos
patas juntas e inclinó la cabeza hasta el suelo; se levantó sobre las patas
traseras, se arrodilló y humildemente bañó de lágrimas su cara. Bien supo
entonces mi señor Yvain que el león le daba gracias y que se humillaba ante él
porque le había librado de la muerte matando a la serpiente, y esta aventura le
llenó de alegría. Limpió la espada del veneno y de la suciedad de la serpiente,
la metió en la vaina y reemprendió el camino. Y el león caminó a su lado, pues
nunca lo abandonará: siempre irá con él, porque le quiere servir y proteger.
El león caminaba delante de él y
olió en el viento a algún animal salvaje que estaba paciendo; el hambre y la
naturaleza le indujeron a buscar la presa y cazarla para procurarse su comida:
esto es lo que ordena la naturaleza que haga. Siguió un instante el rastro y
mostró a su señor que había olido y percibido el viento y el olor de una bestia
salvaje. Se paró y le miró, pues le quería servir a su gusto: no quería ir a
ninguna parte en contra de su deseo. Y él comprendió en su mirada que el león
le dice que le espera; no duda de que si se detiene el león se detendrá
también, y si le sigue, apresará la caza que ha olfateado. Entonces le incita y
le grita como si fuera un perro de caza y el león al momento alza la nariz al
viento que había olfateado, y que no le había engañado, pues apenas ha caminado
un tiro de arco vio en un valle a un corzo solitario paciendo. Deseando
atraparlo, lo consiguió al primer asalto y luego se bebió la sangre aún
caliente. Una vez lo hubo muerto, se lo echó a la espalda y lo llevó ante su
señor, que desde entonces le tuvo gran cariño y lo llevó en su compañía todos
los días de su vida, por el amor tan grande que le había demostrado.
5. b. Las mil y una noches: «Simbad
el marino».
Hace muchos, muchísimos años, en la ciudad
de Bagdad vivía un joven llamado Simbad. Era muy pobre y para ganarse la vida
se veía obligado a transportar pesados fardos, por lo que se le conocía como
Simbad el Cargador.
—¡Pobre de mí! —se lamentaba— ¡qué triste suerte la mía!
Quiso el destino que sus quejas fueran
oídas por el dueño de una hermosa casa, el cual ordenó a un criado que hiciera
entrar al joven. A través de maravillosos patios llenos de flores, Simbad el
Cargador fue conducido hasta una sala de grandes dimensiones. En la sala estaba
dispuesta una mesa llena de las más exóticas viandas y los más deliciosos
vinos. En torno a ella había sentadas varias personas, entre las que destacaba
un anciano, que habló de la siguiente manera:
—Me llamo Simbad el Marino. No creas que mi
vida ha sido fácil. Para que lo comprendas, te voy a contar mis aventuras...
Aunque mi padre me dejó al morir una fortuna considerable, fue tanto lo que
derroché que, al fin, me vi pobre y miserable. Entonces vendí lo poco que me
quedaba y me embarqué con unos mercaderes. Navegamos durante semanas, hasta
llegar a una isla. Al bajar a tierra el suelo tembló de repente y salimos todos
proyectados: en realidad, la isla era una enorme ballena. Como no pude subir
hasta el barco, me dejé arrastrar por las corrientes agarrado a una tabla hasta
llegar a una playa plagada de palmeras. Una vez en tierra firme, tomé el primer
barco que zarpó de vuelta a Bagdad.
Llegado a este punto, Simbad el Marino
interrumpió su relato. Le dio al muchacho cien monedas de oro y le rogó que
volviera al día siguiente. Así lo hizo Simbad y el anciano prosiguió con sus
andanzas.
—Volví a
zarpar. Un día que habíamos desembarcado me quedé dormido y, cuando desperté,
el barco se había marchado sin mí. Llegué hasta un profundo valle sembrado de
diamantes. Llené un saco con todos los que pude coger, me até un trozo de carne
a la espalda y aguardé hasta que un águila me eligió como alimento para llevar
a su nido, sacándome así de aquel lugar.
Terminado el relato, Simbad el
Marino volvió a darle al joven cien monedas de oro, con el ruego de que
volviera al día siguiente.
—Hubiera
podido quedarme en Bagdad disfrutando de la fortuna conseguida, pero me aburría
y volví a embarcarme. Todo fue bien hasta que nos sorprendió una gran tormenta
y el barco naufragó. Fuimos arrojados a una isla habitada por unos enanos
terribles que nos cogieron prisioneros. Los enanos nos condujeron hasta un
gigante que tenía un solo ojo y que comía carne humana. Al llegar la noche,
aprovechando la oscuridad, le clavamos una estaca ardiente en su único ojo y
escapamos de aquel espantoso lugar. De vuelta a Bagdad, el aburrimiento volvió
a hacer presa en mí. Pero esto te lo contaré mañana.
Y con estas palabras Simbad el
Marino entregó al joven cien piezas de oro.
—Inicié un
nuevo viaje, pero por obra del destino mi barco volvió a naufragar. Esta vez
fuimos a dar a una isla llena de antropófagos. Me ofrecieron a la hija del rey,
con quien me casé, pero al poco tiempo ésta murió. Había una costumbre en el
reino: que el marido debía ser enterrado con la esposa. Por suerte, en el
último momento, logré escaparme y regresé a Bagdad cargado de joyas.
Y así, día
tras día, Simbad el Marino fue narrando las fantásticas aventuras de sus
viajes, tras lo cual ofrecía siempre cien monedas de oro a Simbad el Cargador.
De este modo el muchacho supo cómo el afán de aventuras de Simbad el Marino le
había llevado muchas veces a enriquecerse, para luego perder de nuevo su
fortuna.
El anciano
Simbad le contó que en el último de sus viajes había sido vendido como esclavo
a un traficante de marfil. Su misión consistía en cazar elefantes. Un día,
huyendo de un elefante furioso, Simbad se subió a un árbol. El elefante agarró
el tronco con su poderosa trompa y sacudió el árbol de tal modo que Simbad fue
a caer sobre el lomo del animal. Éste le condujo entonces hasta un cementerio
de elefantes; allí había marfil suficiente como para no tener que matar más elefantes.
Simbad así lo
comprendió y, presentándose ante su amo, le explicó dónde podría encontrar gran
número de colmillos. En agradecimiento, el mercader le concedió la libertad y
le hizo muchos y valiosos regalos.
—Regresé a Bagdad y ya no he
vuelto a embarcarme —continuó hablando el anciano—. Como verás, han sido muchos
los avatares de mi vida. Y si ahora gozo de todos los placeres, también antes
he conocido todos los padecimientos.
Cuando terminó
de hablar, el anciano le pidió a Simbad el Cargador que aceptara quedarse a
vivir con él. El joven Simbad aceptó encantado y ya nunca más tuvo que soportar
el peso de ningún fardo.
6. a. GIOVANNI BOCCACCIO:
Decamerón, fragmento, «Quinta
jornada, novela octava».
Había en Rávena,
antigua ciudad de la Romaña ,
muchos gentiles hombres entre los que se hallaba un mozo de nombre Anastasio
degli Onesti, muy rico por herencia de su padre y de su tío. Y estando sin
mujer, se enamoró de una hija de micer Pablo Traversari. Era la joven más noble
que él, mas él esperaba con su conducta atraerla para que lo amase. Pero esas
obras, por hermosas que eran, sólo lograban enojar a la joven, porque ella
solía manifestarse tosca, huraña y dura, aunque tal vez esto se debía a que
ella poseía una belleza singular o a su altiva nobleza. En resumen, a ella nada
de él la complacía lo que para Anastasio resultaba doloroso de soportar, y
cuando le dolía demasiado pensaba en matarse. Otras veces, cuando reflexionaba,
se hacía a la idea de dejarla tranquila y aun de odiarla tanto como ella a él.
Pero todo resultaba en vano: cuanto más se lo proponía más se multiplicaba su
amor.
Perseverando,
pues, el joven en amarla sin medida, a sus familiares y amigos les pareció que
él y su hacienda iban a agotarse de consumo, por lo cual, muchas veces le
rogaron que se fuese de Rávena a morar en otro lugar por algún tiempo, para ver
si lograba disminuir su amor y sus impulsos. Anastasio se burló de aquel
consejo, pero ellos insistían en su solicitud y al fin decidió complacerles y
mandó organizar tantas maletas como si se fuese a España o a Francia o a
cualquier otro lugar remoto; montó en su caballo y, en compañía de sus amigos,
partió de Rávena y se fue a un sitio que dista de Rávena tres millas y se llama
Chiassi. Una vez hubo llegado, mandó armar las tiendas y dijo a quienes le
acompañaban que se volviesen, pues pensaba quedarse donde estaba. Y ellos
regresaron a Rávena. Se quedó Anastasio y empezó a hacer la más magnífica vida
que jamás se conociera, invitando a tales o cuales a comer o cenar como era su
costumbre.
Y sucedió que,
llegando primeros de mayo y haciendo buenísimo tiempo, y él siempre pensando en
su cruel amada, mandó a todos lo suyos que le dejasen solo para poder meditar
más a sus anchas, y a pie se trasladó, reflexionando, hasta el pinar. Pasaba la
quinta hora del día y ya se había adentrado en el pinar como una media milla,
sin acordarse de comer ni de nada, entonces súbitamente le pareció oír un
grandísimo llanto y quejas de una mujer. Interrumpido así en sus dulces
pensamientos, alzó la cabeza para ver lo que fuese, y se extrañó de hallarse en
pleno pinar. Y, además, mirando ante sí, vio venir, saliendo de un bosquecillo
muy denso de zarzas y realezas y corriendo hacia donde él se hallaba, una
bellísima mujer desnuda, toda arañada de las zarzas y matorrales, que lloraba y
pedía piedad a gritos. Tras ella corrían dos grandes y fieros mastines, que
cuando la alcanzaban la mordían. Venía detrás sobre un negro corcel un
caballero moreno de muy airado rostro y con un estoque en la mano, amenazando
de muerte a la joven con terribles y ofensivas palabras.
Esta visión puso
a la vez maravilla y espanto en el ánimo del joven y sintió compasión de la
desventurada, por lo que se resolvió, si podía, librarla de la muerte y de tal
angustia. Pero, hallándose sin armas, recurrió a coger una rama de árbol a
guisa de garrote y fue a hacer frente a los canes y al caballero, el cual,
reparando en ello, le gritó de lejos:
—No intervengas,
Anastasio, y déjanos a los perros y a mi hacer lo que esa mala hembra ha
merecido.
En esto, los
perros, aferrando con fuerza por las caderas a la mujer, la detuvieron y el
caballero se apeó del corcel. Y Anastasio, acercándose, le dijo:
—No sé quién
eres que así me conoces, pero te digo que es gran vileza que un caballero
armado quiera matar a una mujer desnuda y echarle los perros detrás como a una
bestia del bosque. Ten por cierto que la defenderé.
El caballero respondió entonces:
—Anastasio, de tu misma tierra fui, y aún eras rapaz
pequeño cuando yo, a quien llamaban micer Guido degli Anastagi, me enamoré
tanto de esa mujer como tú ahora de la Traversari. Y su fiereza y crueldad de tal modo
causaron mi desgracia, que un día con el estoque que ves en mi mano,
desesperado me maté y fui condenado a penas infernales No pasó mucho tiempo sin
que ésta, que de mi muerte se sintió desmedidamente contenta, muriese, y por el
pecado de su crueldad y no habiéndose arrepentido de la alegría que le causó mi
final fue también condenada a las penas del infierno. Mas cuando a él bajó por
castigo a los dos nos fue dado el huir siempre ella ante mí, mientras yo, que
tanto la amé, habría de perseguirla como a mortal enemiga, no como a mujer
amada. Y siempre que la alcanzo, con este estoque que me maté, la mato y la
abro en canal, y ese corazón duro y frío en el que nunca amor ni piedad
pudieron entrar, le arranco con las demás vísceras, como verás pronto, y lo doy
a comer a estos perros. Y, según voluntad de la justicia y potencia de Dios, no
pasa mucho tiempo sin que, como si muerta no estuviera, resucite, y otra vez
comience su dolorosa fuga de los perros y de mí. Y cada viernes, sobre esta
hora, aquí la alcanzo y hago en ella el estrago que verás. Mas no creas que
descansamos los demás días, pues entonces también la sigo y la alcanzo en otros
parajes donde cruelmente pensó y obró contra mí. Así, convertido de amante en
enemigo, como ves, he de seguirla así durante tantos años como ella se portó
rigurosamente conmigo. Dejemos, pues, ejecutar la divina justicia, y no te
opongas a lo que no puedes evitar.
Anastasio, al oír tales palabras, quedó tímido y
suspenso, con todos los cabellos erizados y, retrocediendo y mirando a la
mísera joven, comenzó, temeroso, a esperar lo que hiciere el caballero, el cual
acabado su razonamiento, como un can rabioso corrió, estoque en mano, hacia la
mujer (que, arrodillada y sostenida con fuerza por los dos mastines, le pedía
perdón) y con todas sus fuerzas le atravesó el pecho de parte a parte. Cuando
la mujer recibió el golpe, cayó de bruces, siempre llorando y gritando, y el
caballero, poniendo mano a un cuchillo, le abrió los riñones y le sacó el
corazón con cuanto lo circuía, y lo echó a los dos mastines, que lo devoraron
afanosamente. Casi en el acto, la joven, como si ninguna de aquellas cosas
hubiere sucedido, se levantó y huyó hacia el mar, perseguida y desgarrada por
los perros. Y el caballero, volviendo a montar a caballo y a requerir su
estoque, la comenzó a seguir y en poco rato tanto se distanciaron, que ya
Anastasio no les pudo ver.
Y habiendo contemplado tales cosas, gran rato estuvo
entre complacido y temeroso; pero después le vino a la memoria la idea de que
el suceso podría valerle de mucho, ya que acontecía todos los viernes. Y, así,
señalando bien aquel paraje, se volvió con su gente y cuando le pareció hizo
llamar a los más de sus parientes y amigos y les dijo:
—Durante largo tiempo me habéis incitado a que deje
de amar a mi enemiga y ceje en mis gastos. Estoy dispuesto a hacerlo, siempre
que una gracia me concedáis. Y es que hagáis que el viernes venidero micer
Pablo Traversari, con su mujer e hija y todas las mujeres de su parentela y las
demás que os plazcan, vengan a almorzar conmigo. Entonces veréis por qué quiero
esto.
Les pareció a
sus amigos que no era cosa difícil de hacer y al regresar a Rávena, cuando
llegó el momento, invitaron a los que Anastasio deseaba. Aunque mucho costó
convencer a la mujer a quien amaba Anastasio, al fin ella acudió con las otras.
Hizo Anastasio que se aderezase un magnífico banquete y dispuso que se
colocasen las mesas bajo los pinos, junto al lugar donde presenció la agonía de
la cruel mujer. Y una vez que hizo sentarse a todas las mesas hombre y mujeres,
mandó que su amada fuese puesta frente al sitio donde debía acontecer el
hecho.
Y habiendo
llegado ya el último manjar, el desesperado clamor de la joven perseguida se empezó
a oír. Mucho se maravillaron todos y preguntaron qué era, y no lo supo decir
nadie. Levantándose, pues, para averiguar qué sería, vieron a la doliente
mujer, al caballero y los canes, y en un momento todos estuvieron a su lado. Se
alzó gran vocerío contra los perros y el caballero y muchos se adelantaron para
ayudar a la joven, pero el caballero, hablándoles como habló a Anastasio, no
sólo les forzó a retroceder, sino que les espantó y les llenó de pasmo. Como
hizo lo que la otra vez hiciera, las mujeres presentes allí (muchas de las
cuales, parientes de la joven o del caballero, no habían olvidado su amor y la
muerte de él) míseramente lloraron, como si ellas mismas hubieran sufrido lo
mismo.
Acabó, en fin,
el lance, y desaparecieron mujer y caballero, y los que aquello habían visto se
entregaron a muchos y variados razonamientos. Pero entre los que más
espanto tuvieron figuró la cruel joven amada por Anastasio, porque, habiéndolo
visto y oído todo muy claramente, y conociendo que a ella más que a nadie tales
cosas atañían, ya le parecía estar huyendo de la ira de él y tener los perros a
los talones. Y tanto miedo de esto le sobrevino que, para no incurrir en lo
mismo, en breve ocurrió (tan en breve que aquella misma tarde fue) que, mudado
su odio en amor, secretamente mandó a la estancia de Anastasio una camarera de
su confianza, rogándole que fuese a verla, porque estaba dispuesta a
complacerle en todo. Resolvió Anastasio que ello le satisfacía mucho, y que, si
a ella le placía, haría con ella lo que le rogase, pero, para honor de la dama,
tomándola por mujer.
La joven,
sabedora que sólo por su culpa no era ya esposa de Anastasio, mandó contestar
que estaba acorde. Y luego, sirviéndose de mensajera a sí misma, dijo a sus
padres que quería ser mujer de Anastasio, lo que mucho les contentó. Al domingo
siguiente casó Anastasio con ella, y celebradas las bodas, mucho tiempo
jubilosamente convivió con ella. Y no sólo el temor de la dama fue causa de
aquel bien para ambos, sino que todas las mujeres altivas se tornaron medrosas,
y en lo sucesivo mucho más dóciles que antes se mostraron en complacer a los
hombres.
6. b. DANTE ALIGHIERI: Divina Comedia, «Infierno», «Canto V».
Yo comencé: «Poeta, muy gustoso
hablaría a esos dos que vienen
juntos
y parecen al viento tan ligeros»[2].
Y él a mí: «Los verás cuando ya
estén
más cerca de nosotros; si les
ruegas
en nombre de su amor, ellos
vendrán».
Tan pronto como el viento allí
los trajo
alcé la voz: «Oh almas afanadas,
hablad, si no os lo impiden, con
nosotros».
Tal palomas llamadas del deseo,
al dulce nido con el ala alzada,
van por el viento del querer
llevadas,
ambos dejaron el grupo de Dido[3]
y en el aire malsano se
acercaron,
tan fuerte fue mi grito
afectuoso:
«Oh criatura graciosa y
compasiva
que nos visitas por el aire perso[4]
a nosotras que el mundo
ensangrentamos;
si el Rey del Mundo fuese
nuestro amigo
rogaríamos de él tu salvación,
ya que te apiada nuestro mal
perverso.
De lo que oír o lo que hablar os
guste,
nosotros oiremos y hablaremos
mientras que el viento, como
ahora, calle.
La tierra en que nací está
situada
en la Marina donde el Po
desciende
y con sus afluentes se reúne.
Amor, que al noble corazón se
agarra,
a éste prendió de la bella
persona
que me quitaron; aún me ofende
el modo.
Amor, que a todo amado a amar le
obliga,
prendió por éste en mí pasión
tan fuerte[5]
que, como ves, aún no me
abandona.
El Amor nos condujo a morir
juntos,
y a aquel que nos mató Caína
espera»[6].
Estas palabras ellos nos
dijeron.
Cuando escuché a las almas
doloridas
bajé el rostro y tan bajo lo
tenía,
que el poeta me dijo al fin:
«¿Qué piensas?»
Al responderle comencé: «Qué
pena,
cuánto dulce pensar, cuánto
deseo,
a éstos condujo a paso tan
dañoso».
Después me volví a ellos y les dije,
y comencé: «Francesca, tus pesares
llorar me hacen triste y compasivo;
dime, en la edad de los dulces suspiros
¿cómo o por qué el Amor os concedió
que conocieses tan turbios deseos?»
Y repuso: «Ningún dolor más grande
que el de acordarse del tiempo dichoso
en la desgracia; y tu guía lo sabe[7].
Mas si saber la primera raíz
de nuestro amor deseas de tal modo,
hablaré como aquel que llora y habla:
Leíamos un día por deleite,
cómo hería el amor a Lanzarote[8];
solos los dos y sin recelo alguno.
Muchas veces los ojos suspendieron
la lectura, y el rostro emblanquecía,
pero tan sólo nos venció un pasaje.
Al leer que la risa deseada[9]
era besada por tan gran amante,
éste, que de mí nunca ha de apartarse,
la boca me besó, todo él temblando.
Galeotto fue el libro y quien lo hizo;
no seguimos leyendo ya ese día».
Y mientras un espíritu así hablaba,
lloraba el otro, tal que de piedad
desfallecí como si me muriese;
y caí como un cuerpo muerto cae.
7. a. FRANCESCO
PETRARCA: Tres sonetos.
Bendito sea el año, el punto, el
día,
la estación, el lugar, el mes, la hora
y el país, en el cual su encantadora
mirada encadenóse al alma mía.
la estación, el lugar, el mes, la hora
y el país, en el cual su encantadora
mirada encadenóse al alma mía.
Bendita la dulcísima porfía
de entregarme a ese amor que en mi alma mora,
y el arco y las saetas, de que ahora
las llagas siento abiertas todavía.
de entregarme a ese amor que en mi alma mora,
y el arco y las saetas, de que ahora
las llagas siento abiertas todavía.
Benditas las palabras con que
canto
el nombre de mi amada; y mi tormento,
mis ansias, mis suspiros y mi llanto.
el nombre de mi amada; y mi tormento,
mis ansias, mis suspiros y mi llanto.
Y benditos mis versos y mi arte
pues la ensalzan, y, en fin, mi pensamiento,
puesto que ella tan sólo lo comparte.
pues la ensalzan, y, en fin, mi pensamiento,
puesto que ella tan sólo lo comparte.
2
¿Dónde cogió el Amor, o de qué vena,
el oro fino de tu trenza hermosa?
¿En qué espinas halló la tierna rosa
del rostro, o en qué prados la azucena?
¿Dónde las blancas perlas con que enfrena
la voz suave, honesta y amorosa?
¿Dónde la frente bella y espaciosa,
más que al primer albor pura y serena?
¿De cuál esfera en la celeste cumbre
eligió el dulce canto, que destila
al pecho ansioso regalada llama?
Y ¿de qué sol tomó la ardiente lumbre
de aquellos ojos, que la paz tranquila
para siempre arrojaron de mi alma?
Paz no encuentro ni puedo hacer la guerra,
y ardo y soy hielo; y temo y todo aplazo;
y vuelo sobre el cielo y yazgo en tierra;
y nada aprieto y todo el mundo abrazo.
y ardo y soy hielo; y temo y todo aplazo;
y vuelo sobre el cielo y yazgo en tierra;
y nada aprieto y todo el mundo abrazo.
Quien me tiene en prisión, ni abre ni cierra,
ni me retiene ni me suelta el lazo;
y no me mata Amor ni me deshierra,
ni me quiere ni quita mi embarazo.
ni me retiene ni me suelta el lazo;
y no me mata Amor ni me deshierra,
ni me quiere ni quita mi embarazo.
Veo sin ojos y sin lengua grito;
y pido ayuda y parecer anhelo;
a otros amo y por mí me siento odiado.
y pido ayuda y parecer anhelo;
a otros amo y por mí me siento odiado.
Llorando grito y el dolor transito;
muerte y vida me dan igual desvelo;
por vos estoy, Señora, en este estado.
muerte y vida me dan igual desvelo;
por vos estoy, Señora, en este estado.
7. b. PIERRE DE RONSARD: Sonetos para Helena, Libro II, 42.
Cuando seas muy
vieja, a la luz de una vela
y al amor de la
lumbre, devanando e hilando,
cantarás estos
versos y dirás deslumbrada:
«Me los hizo Ronsard
cuando yo era más bella».
No habrá
entonces sirvienta que al oír tus palabras,
aunque ya
doblegada por el peso del sueño,
cuando suene mi
nombre la cabeza no yerga
y bendiga tu
nombre, inmortal por la gloria.
Yo seré bajo
tierra descarnado fantasma
y a la sombra de
mirtos tendré ya mi reposo;
para entonces
serás una vieja encorvada,
añorando mi
amor, tus desdenes llorando.
Vive ahora; no
aguardes a que llegue el mañana:
coge hoy mismo
las rosas que te ofrece la vida.
8. a. WILLIAM SHAKESPEARE: Hamlet, «Acto III».
Escena I
CLAUDIO, POLONIO,
OFELIA
POLONIO.- Paséate por aquí,
Ofelia. Si Vuestra Majestad gusta, podemos ya ocultarnos. (A Ofelia.) Haz que lees en este libro; esta ocupación disculpará
la soledad del sitio... ¡Materia es, por cierto, en que tenemos mucho de que
acusarnos! ¡Cuántas veces con el semblante de la devoción y la apariencia de
acciones piadosas engañamos al diablo mismo!
CLAUDIO.- Demasiado cierto es...
¡Qué cruelmente ha herido esa reflexión mi conciencia! El rostro de la
meretriz, hermoseada con el arte, no es más feo despojado de los afeites que lo
es mi delito disimulado en palabras traidoras. ¡Oh! ¡Qué pesada carga me
oprime!
POLONIO.- Ya le siento llegar;
señor, conviene retirarnos.
Escena IV
HAMLET, OFELIA
HAMLET.- Ser o no ser, ésta es la cuestión. ¿Cuál es más digna acción
del ánimo: sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta u oponer los
brazos a este torrente de calamidades y darlas fin con atrevida resistencia?
Morir es dormir. ¿No más? ¿Y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron
y los dolores sin número, patrimonio de nuestra débil naturaleza?... Este es un
término que deberíamos solicitar con ansia. Morir es dormir... y tal vez soñar.
Sí, y ved aquí el gran obstáculo, porque el considerar qué sueños podrán
ocurrir en el silencio del sepulcro cuando hayamos abandonado este despojo
mortal es razón harto poderosa para detenernos. Esta es la consideración que
hace nuestra infelicidad tan larga. ¿Quién, si esto no fuese, aguantaría la lentitud
de los tribunales, la insolencia de los empleados, las tropelías que recibe
pacífico el mérito de los hombres más indignos, las angustias de un mal pagado
amor, las injurias y quebrantos de la edad, la violencia de los tiranos, el
desprecio de los soberbios? Cuando el que esto sufre, pudiera procurar su
quietud con sólo un puñal. ¿Quién podría tolerar tanta opresión, sudando,
gimiendo bajo el peso de una vida molesta si no fuese que el temor de que
existe alguna cosa más allá de la
Muerte (aquel país desconocido de cuyos límites ningún
caminante torna) nos embaraza en dudas y nos hace sufrir los males que nos
cercan, antes que ir a buscar otros de que no tenemos seguro conocimiento? Esta
previsión nos hace a todos cobardes, así la natural tintura del valor se
debilita con los barnices pálidos de la prudencia, las empresas de mayor
importancia por esta sola consideración mudan camino, no se ejecutan y se
reducen a designios vanos. Pero... ¡la hermosa Ofelia! Graciosa niña, espero
que mis defectos no serán olvidados en tus oraciones.
OFELIA.- ¿Cómo os habéis sentido,
señor, en todos estos días?
HAMLET.- Muchas gracias. Bien.
OFELIA.- Conservo en mi poder
algunos presentes vuestros que deseo restituiros mucho tiempo ha y os pido que
ahora los toméis.
HAMLET.- No, yo nunca te di nada.
OFELIA.- Bien sabéis, señor, que
os digo verdad. Y con ellas me disteis palabras, de tan suave aliento
compuestas que aumentaron con extremo su valor, pero, ya disipado aquel
perfume, recibidlas, que un alma generosa considera como viles los más
opulentos dones, si llega a entibiarse el afecto de quien los dio. Vedlos aquí.
HAMLET.- ¡Oh! ¡Oh! ¿Eres honesta?
OFELIA.- Señor...
HAMLET.- ¿Eres hermosa?
OFELIA.- ¿Qué pretendéis decir
con eso?
HAMLET.- Que si eres honesta y
hermosa no debes consentir que tu honestidad trate con tu belleza.
OFELIA.- ¿Puede, acaso, tener la
hermosura mejor compañera que la honestidad?
HAMLET.- Sin duda ninguna. El
poder de la hermosura convertirá a la honestidad en una alcahueta, antes que la
honestidad logre dar a la hermosura su semejanza. En otro tiempo se tenía esto
por una paradoja; pero en la edad presente es cosa probada... Yo te quería
antes, Ofelia.
OFELIA.- Así me lo dabais a
entender.
HAMLET.- Y tú no debieras haberme
creído, porque nunca puede la virtud ingerirse tan perfectamente en nuestro
endurecido tronco que nos quite aquel resquemor original... Yo no te he querido
nunca.
OFELIA.- Muy engañada estuve.
HAMLET.- Mira, vete a un convento,
¿para qué te has de exponer a ser madre de hijos pecadores? Yo soy medianamente
bueno; pero al considerar algunas cosas de que puedo acusarme sería mejor que
mi madre no me hubiese parido. Yo soy muy soberbio, vengativo, ambicioso; con
más pecados sobre mi cabeza que pensamientos para explicarlos, fantasía para
darles forma o tiempo para llevarlos a ejecución. ¿A qué fin los miserables
como yo han de existir arrastrados entre el cielo y la tierra? Todos somos
insignes malvados; no creas a ninguno de nosotros, vete, vete a un convento...
¿En dónde está tu padre?
OFELIA.- En casa está, señor.
HAMLET.- Sí, pues que cierren
bien todas las puertas, para que si quiere hacer locuras las haga dentro de su
casa. Adiós.
OFELIA.- ¡Oh! ¡Mi buen Dios!
Favorecedle.
HAMLET.- Si te casas quiero darte
esta maldición en dote. Aunque seas un hielo en la castidad, aunque seas tan
pura como la nieve, no podrás librarte de la calumnia. Vete a un convento.
Adiós. Pero... escucha: si tienes necesidad de casarte, cásate con un tonto,
porque los hombres avisados saben muy bien que vosotras los convertís en
fieras... Al convento y pronto. Adiós.
OFELIA.- ¡El Cielo, con su poder,
le alivie!
HAMLET.- He oído hablar mucho de vuestros afeites y embelecos. La
naturaleza os dio una cara y vosotras os hacéis otra distinta. Con esos
brinquillos, ese pasito corto, ese hablar aniñado, pasáis por inocentes y
convertís en gracia vuestros defectos mismos. Pero, no hablemos más de esta
materia, que me ha hecho perder la razón... Digo sólo que de hoy en adelante no
habrá más casamientos; los que ya están casados (exceptuando uno) permanecerán
así; los otros se quedarán solteros... Vete al convento, vete.
Escena V
OFELIA sola
OFELIA.- ¡Oh! ¡Qué trastorno ha padecido esa alma generosa! La
penetración del cortesano, la lengua del sabio, la espada del guerrero, la
esperanza y delicias del Estado, el espejo de la cultura, el modelo de la
gentileza, que estudian los más advertidos: todo, todo se ha aniquilado. Y yo,
la más desconsolada e infeliz de las mujeres, que gusté algún día la miel de
sus promesas suaves, veo ahora aquel noble y sublime entendimiento desacordado,
como la campana sonora que se hiende. Aquella incomparable presencia, aquel
semblante de florida juventud alterado con el frenesí. ¡Oh! ¡Cuánta, cuánta es
mi desdicha, de haber visto lo que vi, para ver ahora lo que veo!
8. b. MOLIÈRE: Tartufo, «Acto III».
«Escena séptima»
ORGÓN: ¡Ofender así a una santa persona!...
TARTUFO: ¡Oh, Cielo, perdónale el
dolor que me causa! (A ORGÓN.) Si
pudierais saber con qué disgusto veo que intentan difamarme ante mi hermano…
ORGÓN: ¡Ay!
TARTUFO: El solo pensamiento de
esta ingratitud hace sufrir a mi alma un suplicio tan duro… El horror que
siento por ello… Tengo el corazón tan encogido que no puedo hablar, y creo
incluso que todo esto ha de matarme.
ORGÓN: (Arrasado en lágrimas, corre a la puerta por donde ha echado a su hijo.)
¡Bribón! Me arrepiento de haber contenido mi mano y de no haberte ahogado aquí
mismo. Sosegaos, hermano mío, y no os enojéis.
TARTUFO: Cortemos, cortemos el
curso de estas molestas disputas. Veo que es grande la discordia que causo en
esta casa, y creo necesario, hermano mío, irme de ella.
ORGÓN: ¿Cómo? ¿Os burláis?
TARTUFO: Me odian, y veo que
intentan provocar en vos sospechas de mi lealtad.
ORGÓN: ¿Qué importa? ¿Veis acaso
que mi corazón les escuche?
TARTUFO: Indudablemente no
dejarán de insistir; y estos mismos chismes que ahora rechazáis, tal vez sean
atendidos en otro momento.
ORGÓN: No, hermano mío; eso
nunca.
TARTUFO: ¡Ay, hermano, una mujer
puede sorprender fácilmente el alma de un marido!
ORGÓN: No; eso no.
TARTUFO: Permitidme que,
alejándome de aquí, les quite toda ocasión de atacarme como hacen.
ORGÓN: No, os quedaréis; en ello
va mi vida.
TARTUFO: En tal caso, habré de
mortificarme. Sin embargo, si quisierais…
ORGÓN: ¡Ah!
TARTUFO: Sea, no hablemos más del
asunto, que ya sé cómo hay que actuar en casos como éste. El honor es cosa
delicada, y la amistad me obliga a prevenir las habladurías y los motivos de
sospecha. Rehuiré a vuestra esposa y vos no me veréis…
ORGÓN: No, a despecho de todos
seguiréis frecuentándola. Mi mayor alegría es que todos rabien, y quiero que os
vean con ella a todas horas. Y no basta con eso: para mejor desafiarlos, no
quiero tener más heredero que vos, y ahora mismo he de haceros legalmente
donación entera de mis bienes. Un amigo bueno y sincero, al que tomo por yerno,
es para mí más querido que un hijo, que una esposa y que unos padres. ¿No
aceptareis lo que os propongo?
TARTUFO: Hágase en todo la
voluntad del Cielo.
ORGÓN: ¡Pobre hombre! Vayamos
deprisa a redactar un escrito, y que los envidiosos revienten de despecho.
9. a. MONTESQUIEU, Cartas persas,
«Carta LXXVIII: Rica a Usbek».
Te envío copia
de una carta que ha escrito a aquí un francés que está en España: creo que te
gustará verla.
»Recorro hace
seis meses España y Portugal, y vivo entre pueblos que, despreciando a todos
los demás, hacen sólo a los franceses el honor de odiarlos.
»La gravedad es
el carácter sobresaliente de las dos naciones; se manifiesta principalmente de
dos maneras: por los lentes y por el mostacho.
»Los lentes
hacen ver demostrativamente que quien los lleva es un hombre consumado en las
ciencias y sepultado en profundas lecturas, hasta tal punto que se le ha
debilitado la vista; y toda nariz que esté adornada o cargada con ellos puede
pasar, sin contradicción, por la nariz de un sabio.
»En cuanto al
mostacho, es respetable por sí mismo e independientemente de las consecuencias,
aunque no se deje a veces de sacar de él grandes utilidades para el servicio
del príncipe y el honor de la nación, como hizo ver bien un famoso general
portugués en las Indias, pues, encontrándose con necesidad de dinero, se cortó
uno de los mostachos y mandó pedir a los habitantes de Goa veinte mil pistolas
sobre esa prenda. Se las prestaron enseguida, y más adelante recobró su
mostacho con honor.
»Se concibe
fácilmente que pueblos graves y flemáticos como éstos puedan tener orgullo; y
sí que lo tienen. Ordinariamente los aúna dos cosas muy importantes. Los que
viven en el territorio de España y Portugal sienten su corazón extremadamente
elevado cuando son lo que llaman cristianos
viejos, es decir, no descienden de aquellos a quienes la Inquisición ha
persuadido en estos últimos siglos a abrazar la religión cristiana. Los que
están en las Indias no se sienten menos halagados cuando consideran que tienen
el sublime mérito de ser, como dicen, hombres
de carne blanca. Nunca ha habido en el serrallo del Gran Señor una sultana
tan orgullosa de su belleza, como de la blancura olivácea de su piel el más
viejo y el más desgraciado villano, cuando está en una ciudad de México, sentado
a su puerta, con los brazos cruzados. Un hombre de tanta importancia, una
criatura tan perfecta, no trabajaría nunca ni por todos los tesoros del mundo,
ni se resolvería nunca por una industria mecánica y vil a comprometer el honor
y la dignidad de su piel.
»Pues es de saber que cuando un hombre
tiene cierto mérito en España —como, por ejemplo, cuando puede añadir a las
cualidades de las que acabo de hablar la de ser propietario de una gran espada,
o haber aprendido de su padre el arte de hacer jurar a una discordante
guitarra— ya no trabaja: su honor se interesa por el reposo de sus miembros. El
que permanece sentado diez horas al día obtiene exactamente el doble de
consideración que otro que sólo permanece cinco, pues es en las sillas donde se
requiere la nobleza.
»Pero aunque estos invencibles enemigos del
trabajo ostenten una tranquilidad filosófica, no la tienen en el corazón, pues
siempre están enamorados. Son los primeros del mundo para morir de languidez
bajo las ventanas de sus amadas, y un español que no esté resfriado no podría
pasar por galante.
»Son, en primer lugar, devotos, y, en
segundo lugar, celosos. Se guardan muy bien de exponer a sus mujeres a las
iniciativas de un soldado acribillado de heridas o de un magistrado decrépito;
pero las encerrarán con un ferviente novicio, que baja los ojos, o un robusto
franciscano, que los eleva.
»Permiten a sus mujeres aparecer con el
seno descubierto, pero no quieren que se les vea el talón ni que se las
sorprenda por la punta del pie.
»Se dice en todas partes que los rigores
del amor son crueles. Lo son aún más para los españoles: las mujeres los curan
de sus penas, pero no hacen sino cambiárselas, y a menudo les queda un largo y
enojoso recuerdo de una pasión extinguida.
»Tienen pequeñas cortesías, que en Francia
parecería mal situadas: por ejemplo, un capitán no pega nunca un soldado sin
pedirle permiso, y la Inquisición nunca hace quemar a un judío sin presentarle
sus excusas.
»Los españoles a quienes no quema parecen
tan unidos a la Inquisición, que les causaría mal humor si se les quitara. Yo
querría solamente que se estableciera otra, no contra los herejes, sino contra
los heresiarcas que atribuyen a pequeñas prácticas monacales la misma eficacia
que a los siete sacramentos, que adoran todo lo que veneran y que son tan
devotos que apenas son cristianos.
»Podréis encontrar ingenio y buen sentido
entre los españoles, pero no lo busquéis en sus libros. Ved una de sus
bibliotecas: las novelas, a un lado; las escolásticas, al otro. Diríais que las
partes han sido hechas y el conjunto reunido por algún enemigo secreto de la
razón humana.
»El único de sus libros que es bueno [el
Quijote] es el que ha hecho ver el ridículo de todos los demás.
»Han hecho descubrimientos inmensos en el
Nuevo Mundo y no conocen todavía su propio territorio: hay en sus orillas algún
puerto que todavía no ha sido descubierto, y en sus montañas, algunas razas que
les son desconocidas.
»Dicen que el sol no se pone en su país,
pero hay que decir también que siguiendo su curso no encuentra sino campos
echados a perder y comarcas desiertas.
No me
parecería mal, Usbek, de una carta escrita a Madrid por un español que viajará
por Francia: creo que vengaría bien a su nación. ¡Qué vasto campo para un
hombre flemático y pensativo! Me imagino que empezaría así la descripción de
París:
«Aquí hay una
casa donde meten a los locos. Se creería, para empezar, que es la más grande de
la ciudad. ¡No! El remedio es muy pequeño para el mal. Sin duda que los
franceses, extremadamente criticados entre sus vecinos, encierran algunos locos
en una casa para persuadir de que los que están fuera no lo son».
Dejó ahí a mi
español.
Adiós, mi
querido Usbek.
París, 17 de
la luna de Saphar, 1715.
9. b. GOETHE: Los sufrimientos
del joven Werther.
LIBRO III
14 de diciembre
«¿Qué es esto,
amigo mío? ¡Me asusto de mí mismo! Mi amor por ella, ¿no es el amor más santo,
más puro, más fraternal? ¿He tenido jamás en mi culpa un deseo culpable? No lo
aseguraré… Y ahora ¡oh sueños! ¡Qué bien pensaban los hombres que atribuían a
poderes extraños tan contradictorios efectos! ¡Esta noche! Tiemblo al decirlo:
la tenía en mis brazos, oprimida fuertemente contra mi pecho, y cubría con
besos interminables los susurros amorosos de su boca: mis ojos se sumergían en
la ebriedad de los suyos. ¡Dios mío! ¿Soy culpable al sentir todavía una dicha
cuando evoco esos gozos encendidos con toda emoción? ¡Carlota, Carlota! Se
acabó conmigo: mis sentidos están confundidos; hace ya ocho días que ya no
tengo dominio en mi ánimo; mis ojos están llenos de lágrimas. Nunca estoy bien
y en todas partes estoy bien. No deseo nada, no exijo nada. Sería mejor que me
fuera».
La
decisión de dejar este mundo había tomado cada vez más fuerza en el alma de
Werther, por ese tiempo y en tales circunstancias. Desde que regresó junto a
Carlota, esa había sido siempre su intención y esperanza últimas; pero se había
dicho que no debía apresurarse, que no debía ser una acción precipitada: con la
mejor convicción, quería dar ese paso en la más tranquila resolución que
pudiera.
10. a. JONATHAN SWIFT: Los
viajes de Gulliver, «Capítulo III».
Mi dulzura y buen
comportamiento habían influido tanto en el Emperador y su corte, y sin duda en
el ejército y el pueblo en general, que empecé a concebir esperanzas de lograr
mi libertad en plazo breve. Yo recurría a todos los métodos para cultivar esta
favorable disposición. Gradualmente, los naturales fueron dejando de temer daño
alguno de mí. A veces me tumbaba y dejaba que cinco o seis bailasen en mi mano,
y, por último, los chicos y las chicas se arriesgaron a jugar al escondite
entre mi cabello. A la sazón había progresado bastante en el conocimiento y
habla de su lengua. Un día el
Emperador tuvo la ocurrencia de agasajarme con varios espectáculos del país,
materia esta en que superan a cualquier otra nación de las que conozco, tanto
en destreza como en esplendor. Nada me divirtió tanto como el número de los
funámbulos, ejecutado sobre una fina hebra blanca de unos sesenta centímetros y
a treinta del suelo. Sobre esto pediré permiso y la paciencia del lector para
explayarme un poco.
Este
pasatiempo lo practican solamente aquellos que procuran alcanzar altos cargos y
favores en la Corte. Se los instruye en este arte desde que son jóvenes y no se
trata siempre de hidalgos e intelectuales. Cuando un puesto importante queda
vacante, sea por fallecimiento o por mudanza (que sucede a menudo), cinco o
seis de estos candidatos solicitan del Emperador permiso para divertir a Su
Majestad y a la Corte con unos equilibrios sobre la cuerda, y quienquiera que
salte más alto sin caerse consigue el cargo. Muy a menudo incluso los
principales ministros reciben la orden de mostrar su habilidad y convencer así
al Emperador de que no han perdido facultades. A Flimnap, Ministro de Hacienda,
se le permite hacer una pirueta sobre la cuerda tensa al menos un centímetro y
medio más alta que a cualquier otro noble del imperio entero. Yo le he visto
dar varios saltos mortales seguidos sobre un tajadero asegurado en la cuerda,
que no es más ancha que el bramante corriente usado en Inglaterra. Mi amigo
Reldresal, Primer Secretario de Asuntos Secretos, es en mi opinión, si soy
imparcial, el segundo después del Ministro de Hacienda. El resto de los altos
funcionarios se llevan muy poco.
Estos
entretenimientos van a menudo acompañados de fatales accidentes, de gran número
de los cuales hay constancia. Yo mismo he visto a dos o tres candidatos
romperse un hueso; pero el peligro es mucho mayor cuando los ministros mismos
reciben órdenes de mostrar su destreza, pues, al luchar por superarse a sí
mismos y a sus colegas, van tan lejos en sus esfuerzos, que no hay apenas uno
de ellos que no haya sufrido una caída, y algunos dos o tres. Se me aseguró que
uno o dos años antes de mi llegada, Flimnap se habría desnucado
indefectiblemente si una de las almohadilla del Rey, que por casualidad se encontraba
tirada en el suelo, no hubiera amortiguado la fuerza de la caída.
10. b. DANIEL DEFOE: Robinson
Crusoe, «Capítulo VII».
Había llegado
la estación lluviosa del equinoccio de otoño y, con la misma solemnidad,
observé el 30 de septiembre, fecha de mi llegada a la isla, donde, después de
transcurrido dos años, no tenía más perspectivas de salvación que las del
primer día.
Dediqué el día
entero a dar humildes gracias al cielo por los innumerables y maravillosos
beneficios que había aliviado mi existencia solitaria, y sin los cuales me
hubiese sentido infinitamente más desgraciado. Di humildes y fervientes gracias
a Dios por haberme concedido la capacidad de descubrir que acaso podía sentirme
más feliz en esta situación solitaria que gozando de la libertad de la vida
social, rodeado de todos los placeres del mundo. Le agradecí también que
hubiese compensado las deficiencias de mi soledad y la necesidad de compañía
humana con su presencia y la comunicación de su Gracia, asistiéndome,
reconfortándome y alentándome a descansar aquí en la tierra, bajo su
Providencia, en la esperanza de gozar de su eterna presencia en la otra vida.
Fue entonces cuando comencé a darme cuenta
de que más feliz era mi vida actual, pese a todas las lamentables
circunstancias, que la existencia sórdida, perversa y abominable que había
llevado en el pasado. Ahora se había modificado la índole de mis penas y
alegrías, se habían alterado mis deseos, mis afectos cambiaron su sentido y mis
deleites eran absolutamente nuevos, comparados con los que sentí a mi llegada o
en el curso de los últimos dos años.
Antes, cuando salía a cazar o explorar la
isla, la angustia que me provocaba la situación irrumpía súbitamente en mi
alma. Sentía entonces que desfallecía mi corazón dentro de mi pecho al pensar
en los bosques, montañas y desiertos en los que me encontraba, y en mi
condición de prisionero, encerrado tras los barrotes y cerrojos del océano, en
una isla desierta y sin posibilidades de evasión. Estos pensamientos me
asaltaban de golpe, como una tempestad que se abatía sobre mí, en los momentos
de mayor serenidad espiritual, haciéndome retorcer las manos y sollozar como un
niño. A veces me sorprendía en medio del trabajo y me sentaba inmediatamente
suspirando con los ojos bajos durante una o dos horas, y esto era aún peor,
pues si hubiese podido irrumpir en lágrimas o expresarme en palabras, habría
podido desahogarme, y el dolor se hubiera diluido por sí solo.
Pero ahora comenzaba a ejercitarme con
nuevos pensamientos. Todos los días leía la palabra de Dios y aplicaba su
consuelo a mi situación. Una mañana, sintiéndome muy triste, abrí la Biblia y
mis ojos recayeron sobre estas palabras: «Nunca jamás te dejaré, ni te
abandonaré». Inmediatamente pensé que ellas se dirigían a mí, ¿a quién si no
podían referirse en forma tan pertinente, en el preciso instante en que me
sentía tan triste y abandonado por Dios y por los hombres?
—Pues bien —me dije— si Dios no me
abandona, ¿qué importancia tiene el que todo el mundo me haya abandonado,
teniendo en cuenta que, si contase con el mundo y perdiese el favor y la
bendición de Dios, mi pérdida sería incomparable?
Desde ese momento comencé a convencerme de
que era posible que fuese más feliz en esta situación solitaria y abandonada de
lo que hubiese sido en cualquier otra circunstancia particular y con este
pensamiento iba a darle las gracias a Dios por haberme conducido a este sitio.
Pero no sé qué ocurrió, que de pronto me sentí turbado por un sentimiento que
me impidió pronunciar las palabras de agradecimiento.
—¿Cómo puedes ser tan hipócrita —me dije en
voz alta— y fingir que estás agradecido por una situación de la cual deseas ser
liberado de todo corazón, por grandes que sean tus esfuerzos para resignarte a
ella?
Allí me detuve, y si no puedo decir que me
sentía agradecido a Dios por estar allí, sinceramente le daba las gracias por
haberme abierto los ojos —aunque las providencias de las cuales se había
servido eran muy dolorosas— induciéndome a considerar mi vida anterior bajo
otra luz y a purgar la vileza con mi arrepentimiento. No abrí ni cerré nunca la
Biblia sin bendecir a Dios desde lo más profundo de mi alma, por haber
inspirado a mi amigo de Inglaterra a incluirla entre mis cosas, sin que yo se
lo hubiese pedido, y por haberme ayudado luego rescatarla del barco.
11. a. LORD BYRON: Don Juan, «Canto IV».
8
El joven Juan y su amante estaban abandonados
a la comunidad dulcísima de sus sentimientos.
Hasta el Tiempo despiadado hendía sus pechos
gentiles en la tristeza con su ruda guadaña.
Ansiaba verles privados de aquel solaz,
reacio al amor. Y sin embargo, no era lo suyo
envejecer, sino morir en tan dichosa primavera,
antes de que el hechizo o esperanza se hubieran dado al vuelo.
9
Sus rostros no estaban hechos para la arruga;
su sangre pura para el pasmo ni para morir su gran corazón.
El blanco gris no estaba para devastar sus cabellos
y, cual clima que ignora la nieve y el hielo,
eran todo verano. Los relámpagos podían acometer
y convertirles en ceniza, pero arrastrar una vida
larga y reptil, una decadencia penosa, no era
para ellos: carecían de sustancia idónea.
13
Haideé y Juan no pensaban en la muerte.
Cielos, aire y tierra parecían hechos para ellos
y no encontraban al Tiempo otro defecto que la rapidez.
No hallaban en sí materia de condena;
cada uno era un espejo del otro y leían sólo
la dicha centelleando en sus ojos oscuros como una gema,
sabiendo que tal claridad era reflexión
de sus miradas de amor intercambiadas.
14
La opresión gentil y el contacto
emocionado,
la más mínima ojeada comprendía
mejor uno a otro
que palabras que, aunque lo digan
todo, nada revelan:
era todo un lenguaje que, como el
de las aves,
sólo de ellos conocido, al menos
se presentaba
deparando a los enamorados un
inequívoco significado,
frases dulces y cariñosas que parecerían
absurdas
a quienes ya no las escuchan o
nunca las han oído.
11. b. VICTOR HUGO: Nuestra
Señora de París, Libro IV, «Capítulo I».
«Las buenas almas»
Dieciséis
años antes de la época en que tiene lugar esta historia, en una hermosa mañana
del domingo de Quasimodo depositaron una criatura viva, terminada la misa, en
la iglesia de Nuestra Señora, sobre la tabla elevada en el atrio, a mano
izquierda, frente a la gigantesca imagen de San Cristóbal, que la estatua
esculpida en piedra por Essarts contemplaba de rodillas, desde el año 1413,
hasta que fueron derribados de los sitios que ocupaban. Sobre aquel tablado,
era costumbre ofrecer a la caridad pública los niños expósitos, y de allí los
tomaba el que quería. Delante del tablado había una bandeja de cobre para
recibir las limosnas.
La
criatura que yacía en el indicado sitio en la mañana de Quasimodo, en el año de
gracia de 1467, excitaba la curiosidad del grupo, bastante considerable, que se
había reunido alrededor del tablado; formaban ese grupo en su mayoría personas
del bello sexo y casi todas ancianas.
En
primera línea, y entre las más inclinadas sobre el tablado, veíanse cuatro,
cuyos monjiles grises denotaban pertenecer a alguna devota cofradía. No veo
motivo para que no transmita la historia a la posteridad los nombres de las
cuatro discretas y venerables mujeres. Nombrábanse Inés de la Herme, Juana de
la Tarme, Enriqueta la Gaultiere y Gauchére la Violette, las cuatro viudas,
honestas, las cuatro de la Capilla Ettiene-Haudry, que salieron del
establecimiento con permiso de la superiora cumpliendo los estatutos de Pedro
de Ailly, para ir a oír el sermón.
Si
tan dignas ancianas observaban los estatutos de Pedro de Ailly, violaban en
cambio alegremente los de Miguel de Brache y los del cardenal de Pisa, que
inhumanamente les prescribían el silencio.
—¿Por qué lo
habrán dejado? —preguntaba Inés a Gauchére, contemplando al niño expósito, que
berreaba y se retorcía sobre el tablado, asustado sin duda de ver tantas caras.
—¿Qué es lo
que va a suceder si esto hacen los niños que nacen ahora? —exclamó Juana.
—No entiendo
de chiquillos, pero creo que ha de ser pecado mirar a este.
—Esto no es un
niño, Inés.
—Más parece un
mono contrahecho —observaba Gauchére.
—Cosa de un
milagro —repuso Enriqueta.
—Entonces este
ya es el tercero desde el domingo de Laetare,
porque hace ocho días que se realizó el del que se burla de los peregrinos y
fue castigado por Nuestra Señora de Aubervilliers, y era ya el segundo del mes
actual.
—Este chico es
un verdadero monstruo de abominación —añadió Juana.
—Sus berridos
son capaces de dejar sordo a un chantre. ¡Cómo chilla!
—El señor
obispo de Reims envía esta enormidad al de París.
—Yo sospecho
—dijo Inés— que es un avechucho, un animal, el producto de un judío y de una
marrana, algo, en fin, que no es cristiano y que es preciso arrojar al agua o
al fuego.
—Estoy segura
de que nadie querrá recogerlo.
—¡Ay Dios mío!
—murmuró Inés— ¡No faltaba más que se lo entregasen a las nodrizas de la
Inclusa para que criasen a semejante monstruo! Mejor daría yo de mamar a un
vampiro.
—¡Qué inocente
es Inés! —repuso Juana— ¿Pues no veis que este monstruo debe de tener cuatro
años lo menos y que mejor se cogería a un cabrito que a una teta?…
No era, en efecto, recién nacido aquel
monstruo (no podemos calificarlo de otra manera). Era una pequeña masa, muy
angulosa y movediza, aprisionada en un saco de lienzo, dirigido a nombre del
señor Guillermo Chartier, obispo de París, con una cabeza que salía de dicho
saco. Era deforme esa cabeza, sólo se veían en ella un bosquecillo de pelos
rojos, un ojo, una boca y dientes: el ojo lloraba, la boca gritaba y los
dientes deseaban morder; y el conjunto se revolvía dentro del saco, con asombro
de los curiosos, que se renovaban sin cesar alrededor del tablado.
[…]
Llegó poco después el
grave y erudito Roberto Mistricolle, protonotario del rey, con su enorme misal
debajo de un brazo y llevando apoyada a su esposa en el otro, y consiguiendo
tener de este modo a sus dos lados sus dos reguladores, el espiritual y el
temporal.
—Vamos a ver a ese expósito —dijo a su
cónyuge, aproximándose con ella al tablado.
—No se le ve más que un ojo —observó
aquella—, sobre el otro tiene una verruga.
—No parece verruga —le contestó
Mistricolle—, parece un huevo que encierra otro demonio semejante al que
estamos mirando, el cual contiene otro huevecillo que debe de encerrar otro
diablo, y así sucesivamente.
—¿Cómo lo sabes?
—Me consta —volvió a decir el protonotario.
—Señor protonotario —interrogó Gauchére—,
¿qué pronosticáis de esta especie de niño expósito?
—Las mayores desgracias —respondió
Mistricolle.
—¡Ay Dios mío! —murmuró una vieja asustada—
Por eso hubo peste el año pasado, y por eso se asegura que los ingleses van a
desembarcar en Harefleu.
—Puede que eso impida que venga la reina a
París en el mes de septiembre —añadió otra vieja.
—Me parece —repuso Juana—, que para los
vecinos de París valdría más que ese pequeñuelo brujo estuviese tendido sobre
una hoguera que sobre un tablado.
—Sobre una buena hoguera —añadió la vieja.
—Eso sería lo mejor —dijo Mistricolle.
Escuchaba ya hacía
algunos momentos los dichos de las viejas y las sentencias del protonotario un
sacerdote joven, de semblante severo, ancha frente y mirada profunda. Se hizo
paso entre el gentío, sin hablar examinó al pequeño brujo y tendió la mano
sobre él. Llegó a tiempo, porque ya todas las devotas se relamían de gusto
pensando en la buena hoguera.
—Yo adopto a este niño —dijo el sacerdote.
Lo tomó en brazos y se
lo llevó. Atónitos los asistentes, le siguieron con la vista hasta perderle, un
instante después desapareció por la Puerta Roja que conducía por entonces desde
la iglesia al claustro.
Pasada la sorpresa,
Juana se inclinó al oído de la Gauchére y le dijo:
—Ya veis que no me equivocaba: Claudio
Frollo es hechicero.
12. a. GUSTAVE
FLAUBERT: Madame Bovary.
Parte I, «Capítulo
IX»
París, más vago que el Océano,
resplandecía, pues, a los ojos de Emma entre encendidos fulgores. La vida
multiforme que se agitaba en aquel tumulto estaba, sin embargo,
compartimentada, clasificada en cuadros distintos. Emma no percibía más que dos
o tres, que le ocultaban todos los demás, y representaban por sí solos la
humanidad entera. El mundo de los embajadores caminaba sobre pavimentos
relucientes, en salones revestidos de espejos, alrededor de mesas ovales,
cubiertas de un tapete de terciopelo con franjas doradas. Allí había trajes de
cola, grandes misterios, angustias disimuladas bajo sonrisas. Venía luego la
sociedad de las duquesas, ¡estaban pálidas!; se levantaban a las cuatro; las
mujeres, ¡pobres ángeles!, llevaban encaje inglés en las enaguas, y los
hombres, capacidades ignoradas bajo apariencias fútiles, reventaban sus
caballos en diversiones, iban a pasar el verano a Baden, y, por fin, hacia la
cuarentena, se casaban con las herederas. En los reservados de restaurantes
donde se cena después de medianoche veía a la luz de las velas la muchedumbre
abigarrada de la gente de letras y las actrices. Aquéllos eran pródigos como
reyes llenos de ambiciones ideales y de delirios fantásticos. Era una
existencia por encima de las demás, entre cielo y tierra, en las tempestades,
algo sublime. El resto de la gente estaba perdido, sin lugar preciso, y como si
no existiera. Por otra parte, cuanto más cercanas estaban las cosas más se
apartaba el pensamiento de ellas. Todo lo que la rodeaba inmediatamente, ambiente
rural aburrido, pequeños burgueses imbéciles, mediocridad de la existencia, le
parecía una excepción en el mundo, un azar particular en que se encontraba
presa; mientras que más allá se extendía hasta perderse de vista el inmenso
país de las felicidades y de las pasiones. En su deseo confundía las
sensualidades del lujo con las alegrías del corazón, la elegancia de las
costumbres, con las delicadezas del sentimiento. ¿No necesitaba el amor como
las plantas tropicales unos terrenos preparados, una temperatura particular?
Los suspiros a la luz de la luna, los largos abrazos, las lágrimas que corren
sobre las manos que se abandonan, todas las fiebres de la carne y las
languideces de la ternura no se separaban del balcón de los grandes castillos
que están llenos de distracciones, de un saloncito con cortinillas de seda con
una alfombra muy gorda, con maceteros bien llenos de flores, una cama montada
sobre un estrado ni del destello de las piedras preciosas y de los galones de
la librea.
Parte II, «Capítulo
IX»
—¡Oh!, un poco
más —dijo Rodolfo—. ¡No nos vayamos!, ¡quédese!
La llevó más
lejos, alrededor de un pequeño estanque, donde las lentejas de agua formaban
una capa verde sobre las ondas. Unos nenúfares marchitos se mantenían inmóviles
entre los juncos. Al ruido de sus pasos en la hierba, unas ranas saltaban para
esconderse.
—Hago mal,
hago mal —decía ella—. Soy una loca haciéndole caso.
—¿Por qué?...
¡Emma! ¡Emma!
—¡Oh,
Rodolfo!... —dijo lentamente la joven mujer apoyándose en su hombro.
La tela de su
vestido se prendía en el terciopelo de la levita de Rodolfo; inclinó hacia
atrás su blanco cuello, que dilataba con un suspiro; y desfallecida, deshecha
en llanto, con un largo estremecimiento y tapándose la cara, se entregó.
[…]
Entonces
recordó a las heroínas de los libros que había leído y la legión lírica de esas
mujeres adúlteras empezó a cantar en su memoria con voces de hermanas que la
fascinaban. Ella venía a ser como una parte verdadera de aquellas imaginaciones
y realizaba el largo sueño de su juventud, contemplándose en ese tipo de
enamorada que tanto había deseado. Además, Emma experimentaba una satisfacción
de venganza. ¡Bastante había sufrido! Pero ahora triunfaba, y el amor, tanto
tiempo contenido, brotaba todo entero a gozosos borbotones. Lo saboreaba sin
remordimiento, sin preocupación, sin turbación alguna.
Parte III, «Capítulo
VI»
La señora
estaba en su habitación. No subían a ella. Permanecía todo el día abotargada, a
medio vestir y, de vez en cuando, quemando pastillas del serrallo que había
comprado en Rouen en la tienda de un argelino. Para no tener de noche a su lado
a aquel hombre que dormía, acabó, a fuerza de muecas, por relegarlo al segundo
piso; y se quedaba hasta la madrugada leyendo libros extravagantes donde había
escenas de orgías con situaciones sangrientas. A menudo le asaltaba el terror y
lanzaba un grito. Carlos acudía.
—¡Ah!, ¡vete! —le
decía.
Otras veces,
quemada más fuertemente por aquella llama íntima avivada por el adulterio,
jadeante, conmovida, ardiente de deseos, abría la ventana, aspiraba el aire
frío, soltaba al viento su cabellera demasiado pesada, y, mirando a las
estrellas, anhelaba amores de príncipe. Pensaba en él, en León. Entonces habría
dado todo por una sola de aquellas citas que la saciaban.
[…]
Un día sacó
del bolso seis cucharillas de plata dorada (era el regalo de boda del señor
Rouault), rogándole que fuese inmediatamente a llevar aquello, a nombre de
ella, al Monte de Piedad; y León obedeció, aunque esta gestión le desgarraba.
Temía comprometerse.
Después,
reflexionando, advirtió León que su amante adoptaba unas actitudes extrañas, y
que quizás no estuvieran equivocados los que querían separarle de ella.
En efecto,
alguien había enviado a su madre una larga carta anónima, para avisarla de que su
hijo se estaba perdiendo con una mujer casada; y enseguida la buena señora,
entreviendo el eterno fantasma de las familias, es decir, la vaga criatura
perniciosa, la sirena, el monstruo que habitaba fantásticamente en las
profundidades del amor, escribió al notario Dubocage, su patrón, el cual estuvo
muy acertado en este asunto.
[…]
Se conocían
demasiado para gozar de aquellos embelesos de la posesión que centuplican su
gozo. Ella estaba tan hastiada de él como él cansado de ella. Emma volvía a
encontrar en el adulterio todas las soserías del matrimonio.
12. b. FEDOR
DOSTOIESVSKI: Crimen y castigo, «Primera
parte», «Capítulo VII».
Como en
su visita anterior, Raskolnikof vio que la puerta se entreabría y que en la
estrecha abertura aparecían dos ojos penetrantes que le miraban con
desconfianza desde la sombra. En este momento, el joven perdió la sangre fría y
cometió una imprudencia que estuvo a punto de echarlo todo a perder.
Temiendo
que la vieja, atemorizada ante la idea de verse a solas con un hombre cuyo
aspecto no tenía nada de tranquilizador, intentara cerrar la puerta,
Raskolnikof lo impidió mediante un fuerte tirón. La usurera quedó paralizada,
pero no soltó el pestillo aunque poco faltó para que cayera de bruces. Después,
viendo que la vieja permanecía obstinadamente en el umbral para no dejarle el
paso libre, se fue derecho a ella. Alena Ivanovna, aterrada, dio un paso atrás
e intentó decir algo, pero no pudo pronunciar una sola palabra y se quedó
mirando al joven con los ojos muy abiertos.
—Buenas
tardes, Alena Ivanovna —empezó a decir en el tono más indiferente que le fue
posible adoptar. Sin embargo, sus esfuerzos fueron inútiles: hablaba con voz
entrecortada, le temblaban las manos—. Le traigo..., le traigo... una cosa para
empeñar... Pero entremos: quiero que la vea a la luz.
Y entró
en el piso sin esperar a que la vieja lo invitara. Ella corrió tras él, dando rienda
suelta a su lengua.
—¡Oiga!
¿Quién es usted? ¿Qué desea?
—Ya me
conoce usted, Alena Ivanovna. Soy Raskolnikof... Tenga, aquí tiene aquello de
que le hablé el otro día.
Le
ofreció el paquetito. Ella lo miró, como dispuesta a cogerlo, pero
inmediatamente cambió de opinión. Levantó los ojos y los fijó en el intruso. Lo
observó con mirada penetrante, con un gesto de desconfianza e indignación. Pasó
un minuto. Raskolnikof incluso
creyó
descubrir un chispazo de burla en aquellos ojillos, como si la vieja lo hubiese
adivinado todo. Notó que perdía la calma, que tenía miedo, tanto que habría
huido si aquel mudo examen se hubiese prolongado medio minuto más.
—¿Por qué
me mira así, como si no me conociera? —exclamó Raskolnikof de pronto, indignado
también—. Si le conviene este objeto, lo toma; si no, me dirigiré a otra parte.
No tengo por qué perder el tiempo.
Dijo
esto sin poder contenerse, a pesar suyo, pero su actitud resuelta pareció
ahuyentar los recelos de Alena Ivanovna.
—¡Es
que lo has presentado de un modo!
Y,
mirando el paquetito, preguntó:
—¿Qué
me traes?
—Una
pitillera de plata. Ya le hablé de ella la última vez que estuve aquí.
Alena
Ivanovna tendió la mano.
—Pero,
¿qué te ocurre? Estás pálido, las manos te tiemblan. ¿Estás enfermo?
—Tengo
fiebre —repuso Raskolnikof con voz anhelante. Y con un visible esfuerzo añadió—:
¿Cómo no ha de estar uno pálido cuando no come?
Las
fuerzas volvían a abandonarle, pero su contestación pareció sincera. La usurera
le quitó el paquetito de las manos.
—Pero
¿qué es esto? —volvió a preguntar, sopesándolo y dirigiendo nuevamente a
Raskolnikof una larga y penetrante mirada.
—Una
pitillera... de plata... Véala.
—Pues
no parece que esto sea de plata... ¡Sí que la has atado bien!
Se
acercó a la lámpara (todas las ventanas estaban cerradas, a pesar del calor
asfixiante) y empezó a luchar por deshacer los nudos, dando la espalda a
Raskolnikof y olvidándose de él momentáneamente.
Raskolnikof
se desabrochó el gabán y sacó el hacha del nudo corredizo, pero la mantuvo
debajo del abrigo, empuñándola con la mano derecha. En las dos manos sentía una
tremenda debilidad y un embotamiento creciente. Temiendo estaba de que el hacha
se le cayese. De pronto, la cabeza empezó a darle vueltas.
—Pero
¿cómo demonio has atado esto? ¡Vaya un enredo! —exclamó la vieja, volviendo un
poco la cabeza hacia Raskolnikof.
No había que perder ni un segundo. Sacó
el hacha de debajo del abrigo, la levantó con las dos manos y, sin violencia,
con un movimiento casi maquinal, la dejó caer sobre la cabeza de la vieja.
Raskolnikof creyó que las fuerzas le
habían abandonado para siempre, pero notó que las recuperaba después de haber
dado el hachazo.
La vieja, como de costumbre, no llevaba
nada en la cabeza. Sus cabellos, grises, ralos, empapados en aceite, se
agrupaban en una pequeña trenza que hacía pensar en la cola de una rata, y que
un trozo de peine de asta mantenía fija en la nuca. Como era de escasa
estatura, el hacha la alcanzó en la parte anterior de la cabeza. La víctima
lanzó un débil grito y perdió el equilibrio. Lo único que tuvo tiempo de hacer
fue sujetarse la cabeza con las manos. En una de ellas tenía aún el paquetito.
Raskolnikof le dio con todas sus fuerzas dos nuevos hachazos en el mismo sitio,
y la sangre manó a borbotones, como de un recipiente que se hubiera volcado. El
cuerpo de la víctima se desplomó definitivamente. Raskolnikof retrocedió para
dejarlo caer. Luego se inclinó sobre la cara de la vieja. Ya no vivía. Sus ojos
estaban tan abiertos que parecían a punto de salírsele de las órbitas. Su
frente y todo su rostro estaban rígidos y desfigurados por las convulsiones de
la agonía.
Raskolnikof dejó el hacha en el suelo,
junto al cadáver, y empezó a registrar, procurando no mancharse de sangre, el
bolsillo derecho, aquel bolsillo de donde él había visto, en su última visita,
que la vieja sacaba las llaves. Conservaba plenamente la lucidez, no estaba
aturdido, no sentía vértigos. Más adelante recordó que en aquellos momentos
había procedido con gran atención y prudencia, que incluso había sido capaz de
poner sus cinco sentidos en evitar mancharse de sangre...
Pronto encontró las llaves, agrupadas
en aquel llavero de acero que él ya había visto. Corrió con las llaves al
dormitorio. Era una pieza de medianas dimensiones. A un lado había una gran
vitrina llena de figuras de santos; al otro, un gran lecho, perfectamente
limpio y protegido por una cubierta acolchada confeccionada con trozos de seda
de tamaño y color diferentes. Adosada a otra pared había una cómoda. Al
acercarse a ella le ocurrió algo extraño: apenas empezó a probar las llaves
para intentar abrir los cajones experimentó una sacudida. La tentación de
dejarlo todo y marcharse le asaltó de súbito. Pero estas vacilaciones sólo
duraron unos instantes. Era demasiado tarde para retroceder.
Y cuando sonreía, extrañado de haber
tenido semejante ocurrencia, otro pensamiento, una idea realmente inquietante,
se apoderó de su imaginación. Se dijo que acaso la vieja no hubiese muerto, que
tal vez volviese en sí... Dejó las llaves y la cómoda y corrió hacia el cuerpo
yaciente. Cogió el hacha, la levantó..., pero no llegó a dejarla caer: era
indudable que la vieja estaba muerta. Se inclinó sobre el cadáver para
examinarlo de cerca y observó que tenía el cráneo abierto. Iba a tocarlo con el
dedo, pero cambió de opinión, esta prueba era innecesaria. Sobre el entarimado
se había formado un charco de sangre.
En
esto, Raskolnikof vio un cordón en el cuello de la vieja y empezó a tirar de
él, pero era demasiado resistente y no se rompía. Además, estaba resbaladizo,
impregnado de sangre... Intentó sacarlo por la cabeza de la víctima; tampoco lo
consiguió, se enganchaba en alguna parte. Perdiendo la paciencia, pensó
utilizar el hacha: partiría el cordón descargando un hachazo sobre el cadáver.
Pero no se decidió a cometer esta atrocidad. Al fin, tras dos minutos de
tanteos, logró cortarlo, manchándose las manos de sangre pero sin tocar el
cuerpo de la muerta. Un instante después, el cordón estaba en sus manos. Como
había supuesto, era una bolsita lo que pendía del cuello de la vieja. También
colgaban del cordón una medallita esmaltada y dos cruces, una de madera de
ciprés y otra de cobre. La bolsita era de piel de camello, rezumaba grasa y
estaba repleta de dinero. Raskolnikof se la guardó en el bolsillo sin abrirla.
Arrojó las cruces sobre el cuerpo de la vieja y, esta vez cogiendo el hacha,
volvió precipitadamente al dormitorio.
Una impaciencia febril le impulsaba.
Cogió las llaves y reanudó la tarea. Pero sus tentativas de abrir los cajones
fueron infructuosas, no tanto a causa del temblor de sus manos como de los
continuos errores que cometía. Veía, por ejemplo, que una llave no se adaptaba
a una cerradura y se obstinaba en introducirla. De pronto se dijo que aquella
gran llave dentada que estaba con las otras pequeñas en el llavero no podía ser
de la cómoda (se acordaba de que ya lo había pensado en su visita anterior),
sino de algún cofrecillo, donde tal vez guardaba la vieja todos sus tesoros.
Se
separó, pues, de la cómoda y se echó en el suelo para mirar debajo de la cama,
pues sabía que era allí donde las viejas solían guardar sus riquezas. En
efecto, vio un arca bastante grande de más de un metro de longitud, tapizada de
tafilete rojo. La llave dentada se ajustaba perfectamente a la cerradura. Abierta
el arca, apareció un paño blanco que cubría todo el contenido. Debajo del paño
había una pelliza de piel de liebre con forro rojo. Bajo la piel, un vestido de
seda, y debajo de éste, un chal. Más abajo sólo había, al parecer, trozos de
tela. Se limpió la sangre de las manos en el forro rojo. «Como la sangre es roja,
se verá menos sobre el rojo». Súbitamente cambió de expresión y se dijo,
aterrado: «¡Qué insensatez, Señor! ¿Acabaré volviéndome loco?». Pero cuando
empezó a revolver los trozos de tela, de debajo de la piel salió un reloj de
oro. Entonces no dejó nada por mirar. Entre los retazos del fondo aparecieron
joyas, objetos empeñados, sin duda, que no habían sido retirados todavía:
pulseras, cadenas, pendientes, alfileres de corbata... Algunas de estas joyas
estaban en sus estuches; otras, cuidadosamente envueltas en papel de periódico
en doble y el envoltorio bien atado. No vaciló ni un segundo, introdujo la mano
y empezó a llenar los bolsillos de su pantalón y de su gabán sin abrir los
paquetes ni los estuches.
13. a. WALT WHITMAN: Canto a mí
mismo, «Digo que el alma no es más que el cuerpo…».
Digo que el alma no es más que el
cuerpo,
Digo que el cuerpo no es más que
el alma.
Nada, ni el mismo Dios, es más
grande para cada cual que su propio ser,
Digo que quienquiera que anda
doscientos metros sin simpatía,
marcha
envuelto en un sudario a sus propios funerales,
Y yo, vosotros, sin tener un
céntimo en el bolsillo
podemos
adquirir lo más precioso de la tierra,
Y mirar con los ojos u observar
una habichuela
en su vaina
confunde la ciencia de todos los tiempos,
Digo que no existe oficio ni
empleo en cuyo desempeño
el que se
obstina no pueda convertirse en un héroe,
Ni objeto, por vil o endeble que
parezca, que no pueda trocarse
en eje de la
rueda universal;
Y digo a cualquier hombre, a
cualquier mujer:
«¡Que vuestra
alma conserve su serenidad, el dominio de sí misma ante
un millón de
universos!».
13. b. E. A. POE: El gato negro.
No espero ni
pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a
escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia
evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy
a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en
poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de
episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado,
me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos.
Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que
barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca
mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y
mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que
temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la
infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que
abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla
para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me
permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo,
y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este
rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió
en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han
experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en
explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay
algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al
corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil
fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría
de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los
animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de
entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un
monito y un gato.
Este último
era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una
sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo
era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular
de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo
creyera seriamente y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón —tal
era el nombre del gato— se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo
yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho
impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra
amistad duró así varios años, en el curso de los cuales —enrojezco al
confesarlo— mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa
del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico,
irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a
hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias
personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi
carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia
Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de
maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando,
por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi
enfermedad, empero, se agravaba —pues, ¿qué enfermedad es comparable al
alcohol?—, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo
enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en
que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por
la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos,
pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se
apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la
raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que
diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando
del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre
animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me
abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la
razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la
orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el
crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a
interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en
vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato,
entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo
presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba,
como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado
al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme
agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había
querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y
entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad.
La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro
estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos
primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles,
uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha
sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o
malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una
tendencia permanente que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia
a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu
de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable
anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia
naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente,
a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana,
obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama
de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más
amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me
había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para
matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado
mortal que comprometería mi alma hasta llevarla —si ello fuera posible— más
allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más
terrible.
La noche de
aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de:
«¡Incendio!». Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba
ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un
sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y
desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré
en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre
y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero
dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar
las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie
era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y
contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había
quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente
aplicación. Una densa muchedumbre se había reunido frente a la pared y varias
personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las
palabras «¡extraño!», «¡curioso!» y otras similares excitaron mi curiosidad. Al
aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve,
aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez
verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición —ya
que no podía considerarla otra cosa— me sentí dominado por el asombro y el
terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al
gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la
multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la
soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían
tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes
comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya
cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la
imagen que acababa de ver.
Si bien en
esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño
episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos
meses no pude librarme del fantasma del gato y en todo ese tiempo dominó mi
espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento.
Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros
que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que
pudiera ocupar su lugar.
Una noche en
que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame reclamó mi
atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que
constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había
estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la
presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano.
Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a
éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo,
mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le
cubría casi todo el pecho.
Al sentirse
acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi
mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el
animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al
tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había
visto antes ni sabía nada de él.
Continué
acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció
dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez
para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de
inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte,
pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo
contrario de lo que había anticipado, pero —sin que pueda decir cómo ni por
qué— su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el
sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio.
Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi
crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve
de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente —muy
gradualmente— llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su
detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin
duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de
haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta
circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como
ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez
habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más
puros.
El cariño del
gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis
pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera
que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas,
prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis
pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en
mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba
aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer
crimen, pero sobre todo —quiero confesarlo ahora mismo— por un espantoso temor
al animal.
Aquel temor no
era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible
definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta
celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el
espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más
insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había
llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado
y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había
matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido
al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan
imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como
fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión.
Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía
y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme;
representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo!
¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la
muerte!
Me sentí entonces
más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo
semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir
tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios!
¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día,
aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a
hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa
en mi rostro y su terrible peso —pesadilla encarnada de la que no me era
posible desprenderme— apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio
de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo
los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad, los más tenebrosos, los
más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta
convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera
humanidad, y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y
paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que
me abandonaba.
Cierto día,
para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde
nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la
empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó
hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores
que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera
matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi
mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia
más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin
un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este
espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de
ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como
de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos
proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y
quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano.
Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en
un cajón, como si se tratara de una mercadería común y llamar a un mozo de
cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el
mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice
que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se
adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y
estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la
atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía el
saliente de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de
manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar
los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como
antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me
equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una
palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna,
lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su
forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un
enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo
enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La
pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el
menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije:
«Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano».
Mi paso
siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al
final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido
ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto
animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de
aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el
profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo
a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su
llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun
con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el
segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como
un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya
no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad y la culpa de mi
negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a
las que no me costó mucho responder. Incluso hubo un registro en la casa; pero,
naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía
asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de
policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa
inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más
leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No
dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez,
bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón
latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de
un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba
tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente
satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado
grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra
como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
—Caballeros —dije, por fin, cuando el grupo
subía la escalera—, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo
felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa
está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con
naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de
excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?...
tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias
bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la
pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi
corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las
garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una
voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al
comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta
convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un
aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo
puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su
agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería
locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un
instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror.
Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza.
El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie
ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y
el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me
había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo.
¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
14. a. CHARLES BAUDELAIRE: «La cabellera», en verso y en prosa o «El
albatros».
¡Oh vellón que te encrespas hasta
encima del cuello!
¡Oh bucles! ¡Oh perfume de
indolencia cargado!
Para llenar, ¡oh, éxtasis!, hoy
esta alcoba oscura
de recuerdos que duermen en esta
cabellera,
¡como un pañuelo quiero yo
agitarla en el aire!
La languidez de Asia, los ardores
de África,
todo un mundo lejano, ausente,
casi muerto,
vive, ¡bosque aromático!, en tus
profundidades.
Igual que otros espíritus en la
música bogan,
el mío, ¡oh dulce amor!, en tu
perfume nada.
Me iré lejos, a donde, llenos de
savia, el árbol
y el hombre se extasían, bajo
climas ardientes;
¡oh fuertes trenzas, sed la ola
que me lleve!
Contiene tú, mar de ébano, un
deslumbrante sueño
de velas, de remeros, de
oriflamas, de mástiles:
Un puerto rumoroso en que bebe mi
alma
a oleadas aromas, sonidos y
colores;
y en donde los bajeles, flotando
en muaré y oro,
abren sus vastos brazos para
abrazar la gloria
de un cielo puro donde vibra el
calor eterno.
Hundiré mi cabeza, de embriaguez
amorosa
en este negro océano donde el
otro se encierra;
y mi sutil espíritu que mece el
balanceo
sabrá cómo encontraros, ¡oh
pereza fecunda!
¡Infinitos arrullos del ocio
embalsamado!
Pelo azul, pabellón de extendidas
tinieblas,
del cielo inmenso y curvo, el
azur me devuelves;
sobre la pelusilla de tus mechas
rizadas
me embriago ardientemente con el
mezclado aroma
del aceite de coco, del almizcle
y la brea.
¡Largo tiempo! ¡Por siempre! Mi
mano en tu melena
sembrará los rubíes, las perlas,
los zafiros,
para que nunca sorda tú seas a
mis ansias!
Pues, ¿no eres tú el oasis en que
sueño, y el odre
del que aspiro a oleadas el vino
del recuerdo?
XVII
Un hemisferio en una cabellera
Déjame respirar mucho tiempo, mucho tiempo,
el olor de tus cabellos; sumergir en ellos el rostro, como hombre sediento en
agua de manantial, y agitarlos con mi mano, como pañuelo odorífero, para
sacudir recuerdos al aire.
¡Si pudieras saber todo lo que veo! ¡Todo
lo que siento! ¡Todo lo que oigo en tus cabellos! Mi alma viaja en el perfume
como el alma de los demás hombres en la música.
Tus cabellos contienen todo un ensueño,
lleno de velámenes y de mástiles; contienen vastos mares, cuyos monzones me
llevan a climas de encanto, en que el espacio es más azul y más profundo, en
que la atmósfera está perfumada por los frutos, por las hojas y por la piel
humana.
En el océano de tu cabellera entreveo un
puerto en que pululan cantares melancólicos, hombres vigorosos de toda nación y
navíos de toda forma, que recortan sus arquitecturas finas y complicadas en un
cielo inmenso en que se repantiga el eterno calor.
En las caricias de tu cabellera vuelvo a
encontrar las languideces de las largas horas pasadas en un diván, en la cámara
de un hermoso navío, mecidas por el balanceo imperceptible del puerto, entre
macetas y jarros refrescantes.
En el ardiente hogar de tu cabellera
respiro el olor del tabaco mezclado con opio y azúcar; en la noche de tu
cabellera veo resplandecer lo infinito del azul tropical; en las orillas
vellosas de tu cabellera me emborracho con los olores combinados del algodón,
del almizcle y del aceite de coco.
Déjame morder mucho tiempo tus trenzas,
pesadas y negras. Cuando mordisqueo tus cabellos elásticos y rebeldes, me
parece que como recuerdos.
«El albatros»
Por divertirse, a veces, los marineros cogen
algún albatros, vastos pájaros de los mares,
que siguen, indolentes compañeros de ruta,
la nave que en amargos abismos se desliza.
Apenas los colocan en cubierta, esos reyes
del azul, desdichados y avergonzados, dejan
sus grandes alas blancas, desconsoladamente,
arrastrar como remos colgando del costado.
¡Aquel viajero alado qué torpe es y qué
débil!
¡Él, tan bello hace poco, qué risible y qué
feo!
¡Uno con una pipa le golpea en el pico,
cojo el otro, al tullido que antes volaba,
imita!
Se parece el Poeta al señor de las nubes
que ríe del arquero y habita en la tormenta;
exiliado en la tierra, en medio de abucheos,
caminar no le dejan sus alas de gigante.
14. b. PAUL VERLAINE:
«Arte poética».
¡Ante todo la música, con
primacía del verso impar,
más suelto y más libre en su vuelo,
sin ningún peso o afectación.
Precisas elegir palabras
con su corona de vaguedad:
hermosa es la canción gris
que junta lo Ambiguo y lo Preciso.
Es como hermosos ojos tras un velo,
con la luz temblante del mediodía,
como un cielo de suave otoño
con aleteo azul de estrellas claras!
Ansiamos además Matices,
¡no el Color sino lo Matizado!
¡Sólo así se armonizan sueños con sueños
y flautas con caracolas!
¡Huye siempre de chistes torpes,
de Burlas crueles y de Risas impuras
que al mismo Azur hacen llorar,
huye del aderezo en la bazofia!
¡Estrangula a la elocuencia!
Y bien harías, con energía,
en aplacar la Rima,
si la descuidas, ¿adónde te llevará?
¿Quién dirá el daño de la Rima?
¿Qué niño sordo o qué negro alocado
nos forjaron esa bisutería
tan falsa y hueca bajo la lima?
¡Música, ahora y siempre!
Preocúpate del verso y de sus alas,
y que se les vea irse desde su alma
hacia otros cielos, a otros amores.
Que en los crispados vientos del día
sea tu canto la buena nueva esparcida,
que a menta y a tomillo huela…
Lo demás es sólo literatura.
primacía del verso impar,
más suelto y más libre en su vuelo,
sin ningún peso o afectación.
Precisas elegir palabras
con su corona de vaguedad:
hermosa es la canción gris
que junta lo Ambiguo y lo Preciso.
Es como hermosos ojos tras un velo,
con la luz temblante del mediodía,
como un cielo de suave otoño
con aleteo azul de estrellas claras!
Ansiamos además Matices,
¡no el Color sino lo Matizado!
¡Sólo así se armonizan sueños con sueños
y flautas con caracolas!
¡Huye siempre de chistes torpes,
de Burlas crueles y de Risas impuras
que al mismo Azur hacen llorar,
huye del aderezo en la bazofia!
¡Estrangula a la elocuencia!
Y bien harías, con energía,
en aplacar la Rima,
si la descuidas, ¿adónde te llevará?
¿Quién dirá el daño de la Rima?
¿Qué niño sordo o qué negro alocado
nos forjaron esa bisutería
tan falsa y hueca bajo la lima?
¡Música, ahora y siempre!
Preocúpate del verso y de sus alas,
y que se les vea irse desde su alma
hacia otros cielos, a otros amores.
Que en los crispados vientos del día
sea tu canto la buena nueva esparcida,
que a menta y a tomillo huela…
Lo demás es sólo literatura.
15. a. HENRIK IBSEN: Casa de
muñecas, «Escena final».
NORA: […] (Helmer saca unas llaves
del bolsillo y pasa al recibidor). ¿Qué vas a hacer, Torvaldo?
HELMER: Desocupar el buzón; está atestado y no van a caber los
periódicos mañana por la mañana...
NORA: ¿Vas a trabajar esta noche?
HELMER: De ningún modo... ¿Qué es esto? Han andado en la cerradura.
NORA: ¿En la cerradura?
HELMER: Sin duda. ¿Qué significa esto? No puedo creer que las
muchachas... Aquí hay un trozo de aguja de cabello. Nora, es una de las tuyas.
NORA (Con viveza): Quizá los
niños...
HELMER: Es preciso que les quites esa costumbre. ¡Hum! Vamos, ya está
abierto de todos modos. (Saca el
contenido del buzón y llama). ¡Elena!... ¡Elena! Apague usted la luz de la
entrada. (Entra con las cartas en la mano
y cierra la puerta del recibidor). Mira, ¿ves cuántas? (Examina los sobres). ¿Qué es esto?
NORA (En la ventana): ¡Esa
carta! ¡No, no, Torvaldo!
HELMER: Dos tarjetas de visita.... de Rank.
NORA: ¿Del doctor?
HELMER (Mirándolas): Rank,
doctor en medicina. Estaban sobre las cartas.... Las habrá depositado en el
buzón al salir.
NORA: ¿Tienen algo escrito?
HELMER: Hay una cruz grande encima del nombre. Mira. ¡Qué broma de tan
mal gusto! Es como si diera parte de su muerte.
NORA: Es lo que hace efectivamente.
HELMER: ¿Qué? ¿Qué sabes? ¿Te ha dicho algo?
NORA: Sí. Las tarjetas significan que se ha despedido de nosotros para siempre.
Va a encerrarse a morir.
HELMER: ¡Pobre amigo mío! Ya sabía que no había de vivir mucho tiempo,
pero tan pronto... Y va a ocultarse como un animal herido.
NORA: Si ha de ocurrir, vale más que sea en silencio. ¿Verdad, Torvaldo?
HELMER (Paseando): Era como de
la familia. No puedo aceptar la idea de su pérdida. Con sus padecimientos y su
genio retraído, constituía como el fondo de sombra en el cuadro soleado de
nuestra felicidad.... En fin, quizá sea preferible... Al menos para él. (Se detiene). Y acaso también para
nosotros, Nora. Ahora estamos consagrados exclusivamente el uno al otro. (La abraza). ¡Ah! Mujercita adorada.
Nunca te estrecharé bastante. Mira, Nora.... quisiera que te amenazara algún peligro
para poder exponer mi vida, para dar mi sangre, para arriesgarlo todo, todo por
protegerte.
NORA (Desprendiéndose, con voz
firme y resuelta): Lee las cartas, Torvaldo.
HELMER: No, no, esta noche no... Deseo quedarme contigo, con mi
idolatrada mujercita.
NORA: ¿Con la idea de la muerte de tu amigo?...
HELMER: Tienes razón. A los dos nos ha afectado. Se ha interpuesto entre
nosotros la idea de la muerte y de la disolución. Tenemos que hacer algo por
olvidarla. Hasta entonces... Nos retiraremos cada uno a nuestro aposento.
NORA (Arrojándose a su cuello):
¡Buenas noches, Torvaldo...., buenas noches!
HELMER (Besándola en la frente):
¡Buenas noches, avecilla cantora! Duerme en paz. Voy a leer las cartas. (Pasa a su habitación llevándose las cartas y
cierra la puerta).
NORA (Tanteando alrededor de sí,
con ojos extraviados, toma el dominó de Helmer y se cubre con él, diciendo con
voz breve, incoherente v sacudida): ¡No volver a verlo jamás! ¡Jamás,
jamás, jamás! ¡Y los niños..., no volver a verlos tampoco!... ¡Oh! Aquella agua
helada negra..., aquel abismo..., aquel abismo sin fondo... ¡Ah! ¡Si siquiera
hubiese pasado ya!... Ahora la toma, la lee. No, no, todavía no. ¡Adiós,
Torvaldo!... ¡Adiós, hijos! (Se precipita
hacia la puerta; pero, en el mismo momento, Helmer abre violentamente la de su
habitación y aparece con una carta en la mano).
HELMER: ¡Nora!
NORA (Lanzando un grito
penetrante): ¡Ah!
HELMER: ¿Qué significa?... ¿Sabes lo que dice esta carta?
NORA: Sí, lo sé. ¡Deja que me vaya! ¡Déjame salir!
HELMER (Deteniéndola): ¿Dónde
vas?
NORA (Tratando de desasirse):
No debes salvarme, Torvaldo.
HELMER (Retrocediendo):
¡Entonces, es cierto! ¿Dice la verdad esta carta? ¡Qué horror! No, no es
posible, no puede ser.
NORA: Es la verdad. Te he amado por sobre todas las cosas en el mundo.
HELMER: ¡Eh! Dejémonos de tonterías.
NORA (Dando un paso hacia él):
¡Torvaldo!...
HELMER: ¡Desgraciada! ¿Qué has tenido valor de hacer?
NORA: Déjame salir. Tú no has de llevar el peso de mi falta, tú no has
de responder por mí.
HELMER: ¡Basta de comedias! (Cierra
la puerta del recibidor). Te quedarás ahí, y me darás cuenta de tus actos.
¿Comprendes lo que has hecho? Di, ¿lo comprendes?
NORA (Le mira con expresión
creciente de rigidez y dice con voz opaca): Sí, ahora empiezo a comprender la
gravedad de las cosas.
HELMER (Paseándose agitado):
¡Oh! Terrible despertar. ¡Durante ocho años.... ella, mi alegría y mi
orgullo..., una hipócrita, una embustera!... Todavía peor: ¡una criminal! ¡Qué
abismo de deformidad! ¡Qué horror! (Deteniéndose
ante Nora, que continúa muda, la mira fijamente). Yo habría debido
presentir que iba a ocurrir alguna cosa de esta índole. Habría debido preverlo.
Con la ligereza de principios de tu padre...; tú has heredado esos principios.
¡Falta de religión, falta de moral, falta de todo sentimiento del deber!...
¡Oh! Bien castigado estoy por haber tendido un velo sobre su conducta. Lo hice
por ti, y éste es el pago que me das.
NORA: Sí, así es.
HELMER: Has destruido mi felicidad, aniquilado mi porvenir. No puedo
pensarlo sin estremecerme. Te has puesto a merced de un hombre sin escrúpulos,
que puede hacer de mí cuanto le plazca, pedirme lo que quiera, disponer y
mandar lo que guste sin que me atreva a respirar. Así quedaré reducido a la
impotencia, echado a pique por la ligereza de una mujer.
NORA: Cuando yo haya abandonado este mundo, estarás libre.
HELMER: ¡Ah! Déjate de expresiones huecas. Tu padre tenía también una
lista de ellas. ¿Qué ganaría yo con que tú abandonaras el mundo, como dices?
Nada. A pesar de eso, podría trascender el caso, y quizá se sospechara que yo
había sido cómplice de tu criminal acción. Podría creerse que fui el
instigador, el que te indujo a hacerlo. Y esto te lo debo a ti; a ti, a quien
he llevado en brazos a través de toda nuestra vida conyugal. ¿Comprendes ahora
la gravedad de lo que has hecho?
NORA (Tranquila y fría): Sí.
HELMER: Esto es tan increíble, que no vuelvo de mi asombro; pero hay que
tomar un partido. (Pausa). Quítate
ese dominó. ¡Que te lo quites, digo! (Pausa).
Tengo que complacerlo de una o de otra manera. Se trata de ahogar el asunto a
todo trance. Y, en cuanto a nosotros, como si nada hubiese cambiado. Por
supuesto, hablo sólo de las apariencias, y, por consiguiente, seguirás viviendo
aquí, lógicamente; pero te está prohibido educar a los niños..., no me atrevo a
confiártelos. ¡Ah! Tener que hablar de este modo a quien tanto he amado y a
quien todavía... En fin, todo pasó, no hay más remedio. En lo sucesivo no hay
que pensar ya en la felicidad, sino sólo en salvar restos, ruinas, apariencias...
(Llaman a la puerta. Helmer se estremece).
¿Qué es esto? ¡Tan tarde! ¿Será ya...? ¿Habrá ese hombre...? ¡Escóndete, Nora!
Di que estás enferma. (Nora no se mueve.
Helmer va a abrir la puerta).
ELENA (A medio vestir en el
recibidor): Una carta para la señora.
HELMER: Démela. (Toma la carta y
cierra la puerta). Sí, es de él; pero no la tendrás. Quiero leerla yo.
NORA: Léela.
HELMER (Aproximándose a la
lámpara): Apenas me atrevo. Quizá seamos víctimas uno y otro. No, es
preciso que yo sepa. (Abre
apresuradamente la carta, recorre algunas líneas, examina un papel adjunto y
lanza una exclamación de alegría). ¡Nora! (Nora interroga con la mirada). ¡Nora!... ¡No, tengo que leerlo
otra vez! ... ¡Sí, eso! ¡Estoy salvado! ¡Nora, estoy salvado!
NORA: ¿Y yo?
HELMER: Tú también, naturalmente. Nos hemos salvado los dos. Mira. Te
devuelve el recibo. Dice que lamenta, que se arrepiente..., un suceso feliz que
acaba de cambiar su existencia... ¡Eh! Poco importa lo que escribe. ¡Estamos
salvados, Nora! Ya nadie puede inferirte el menor daño. ¡Ah! Nora, Nora.... no,
destruyamos ante todo estas abominaciones. Déjame ver... (Dirige una mirada al recibidor). No, no quiero ya ver nada;
supondré que he tenido una pesadilla, y se acabó. (Rompe las dos cartas y el recibo, lo arroja todo a la chimenea y
contempla cómo arden los pedazos). ¡Ya! Todo ha desaparecido. Decía que
desde las vísperas de Navidad tú... ¡Oh! ¡Qué tres días de prueba has debido
pasar, Nora!
NORA: Durante estos tres días he sostenido una lucha violenta.
HELMER: Y te has desesperado; no veías más camino que... Olvidaremos por
completo todos estos sinsabores. Vamos a celebrar nuestra liberación repitiendo
continuamente: se ha concluido, se ha concluido. Pero óyeme, Nora, parece que
no comprendes: se ha concluido. ¡Vamos! ¿Qué significa esa seriedad? ¡Oh!
Pobrecilla Nora, ya comprendo... No aciertas a creer que te perdono. Pues
créelo, Nora, te lo juro; estás completamente perdonada. Sé bien que todo lo
hiciste por amor a mí
NORA: Es verdad.
HELMER: Me has amado como una buena esposa debe amar a su marido, pero
flaqueabas en la elección de los medios. ¿Crees tú que yo te quiero menos
porque no puedas guiarte a ti misma? No, no, confía en mí: no te faltará ayuda
y dirección. No sería yo hombre si tu capacidad de mujer no te hiciera
doblemente seductora a mis ojos. Olvida los reproches que te dirigí en los
primeros momentos de terror, cuando creía que todo iba a desplomarse sobre mí.
Te he perdonado, Nora, te juro que te he perdonado.
NORA: ¡Gracias por el perdón! (Se
va por la puerta de la derecha).
HELMER: No, quédate aquí... (La
sigue con los ojos). ¿Por qué te diriges a la alcoba?
NORA (Dentro): Voy a quitarme
el traje de máscaras.
HELMER (Cerca de la puerta, que ha
quedado abierta): Bien, descansa, procura tranquilizarte, reponerte de esta
alarma, pajarillo alborotado. Reposa en paz, yo tengo grandes alas para
cobijarte. (Andando sin alejarse de la
puerta). ¡Oh! Qué tranquilo y delicioso hogar el nuestro, Nora. Aquí estás
segura; te guardaré como si fueras una paloma recogida por mí después de
sacarla sana y salva de las garras del buitre. Sabré tranquilizar tu pobre
corazón palpitante. Lo conseguiré poco a poco; créeme, Nora. Mañana verás todo
de otra manera. Todo seguirá como antes. No necesitaré decirte a cada momento
que te he perdonado, porque tú misma lo comprenderás indudablemente. ¿Cómo
puedes creer que vaya a rechazarte ni a hacer cargos siquiera? ¡Ah! Tú no sabes
lo que es un corazón que ama, Nora. ¡Es tan dulce, es tan grato para la
conciencia de un hombre perdonar sinceramente! No es ya a su esposa lo único
que ve en el ser perdonado, sino también a su hija. Así te trataré en el
porvenir, criatura extraviada, sin brújula. No te preocupes por nada, Nora, sé
franca conmigo nada más, y yo seré tu voluntad y tu conciencia. ¡Calla! ¿No te
has acostado? ¿Te has vuelto a vestir?
NORA (Con su ropa habitual):
Sí, Torvaldo, he vuelto a vestirme.
HELMER: ¿Y para qué?
NORA: No
pienso dormir esta noche.
HELMER:
Pero, querida Nora...
NORA (Mirando el reloj): No es
tarde todavía. Siéntate, Torvaldo, tenemos que hablar (Se sienta junto a la mesa).
HELMER: Nora..., ¿qué significa esto? ¿Por qué estás tan seria?
NORA: Siéntate. La conversación será larga. Tenemos mucho que decirnos.
HELMER (Sentándose frente a ella):
Me tienes intranquilo, Nora. No te comprendo.
NORA: Dices bien; no me comprendes. Ni yo tampoco te he comprendido a ti
hasta... esta noche. No me interrumpas. Oye lo que te digo... Tenemos que
ajustar nuestras cuentas.
HELMER: ¿En qué sentido?
NORA (Después de una pausa):
Estamos uno frente al otro. ¿No te llama la atención una cosa?
HELMER: ¿Qué quieres decir?
NORA: Hace ocho años que nos casamos. Piensa un momento: ¿no es ahora la
primera vez que nosotros dos, marido y mujer, hablamos a solas seriamente?
HELMER: Seriamente, sí..., pero ¿qué?
NORA: Ocho años han pasado.... y más todavía desde que nos conocemos, y
jamás se ha cruzado entre nosotros una palabra seria respecto de un asunto
grave.
HELMER: ¿Iba a hacerte partícipe de mis preocupaciones, sabiendo que no
podías quitármelas?
NORA: No hablo de preocupaciones. Lo que quiero decir es que jamás hemos
tratado de mirar en común al fondo de las cosas.
HELMER: Pero veamos, querida Nora, ¿era esa preocupación apropiada para
ti?
NORA: ¡Este es precisamente el caso! Tú no me has comprendido nunca...
Han sido muy injustos conmigo, papá primero, y tú después.
HELMER: ¿Qué? ¡Nosotros dos!... Pero ¿hay alguien que te haya amado más
que nosotros?
NORA (Moviendo la cabeza):
Jamás me amaron. Les parecía agradable estar en adoración delante de mí, ni más
ni menos.
HELMER: Vamos a ver, Nora, ¿qué significa este lenguaje?
NORA: Lo que te digo, Torvaldo. Cuando estaba al lado de papá, él me
exponía sus ideas, y yo las seguía. Si tenía otras distintas, las ocultaba;
porque no le hubiera gustado. Me llamaba su muñequita, y jugaba conmigo como yo
con mis muñecas. Después vine a tu casa.
HELMER: Empleas una frase singular para hablar de nuestro matrimonio.
NORA (Sin variar de tono):
Quiero decir que de manos de papá pasé a las tuyas. Tú lo arreglaste todo a tu
gusto, y yo participaba de tu gusto, o lo daba a entender; no puedo asegurarlo,
quizá lo uno y lo otro. Ahora, mirando hacia atrás, me parece que he vivido
aquí como los pobres.... al día. He vivido de las piruetas que hacía para
recrearte, Torvaldo. Eso entraba en tus fines. Tú y papá han sido muy culpables
conmigo, y ustedes tienen la culpa de que yo no sirva para nada.
HELMER: Eres incomprensible e ingrata, Nora. ¿No has sido feliz a mi
lado?
NORA: ¡No! Creía serlo, pero no lo he sido jamás.
HELMER: ¡Que
no..., que no has sido feliz!
NORA: No,
estaba alegre y nada más. Eras amable conmigo.... pero nuestra casa sólo era un
salón de recreo. He sido una muñeca grande en tu casa, como fui muñeca en casa
de papá. Y nuestros hijos, a su vez, han sido mis muñecas. A mí me hacía gracia
verte jugar conmigo, como a los niños les divertía verme jugar con ellos. Esto
es lo que ha sido nuestra unión, Torvaldo.
HELMER: Hay
algo de cierto en lo que dices... aunque exageras mucho. Pero, en lo sucesivo,
cambiará todo. Ha pasado el tiempo de recreo; ahora viene el de la educación.
NORA: ¿La
educación de quién? ¿La mía o la de los niños?
HELMER: La
tuya y la de los niños, querida Nora.
NORA: ¡Ay!
Torvaldo. No eres capaz de educarme, de hacer de mí la verdadera esposa que
necesitas.
HELMER: ¿Y
eres tú quien lo dice?
NORA: Y en
cuanto a mí.... ¿qué preparación tengo para educar a los niños?
HELMER:
¡Nora!
NORA: ¿No lo
has dicho tú hace poco?... ¿No has dicho que es una tarea que no te atreves a
confiarme?
HELMER: Lo
he dicho en un momento de irritación. ¿Ahora vas a insistir en eso?
NORA: ¡Dios
mío! Lo dijiste bien claramente. Es una tarea superior a mis fuerzas. Hay otra
que debo atender desde luego, y quiero pensar, ante todo, en educarme a mí
misma. Tú no eres hombre capaz de facilitarme este trabajo y necesito
emprenderlo yo sola. Por eso voy a dejarte.
HELMER (Levantándose de un salto.): ¡Qué! ¿Qué dices?
NORA:
Necesito estar sola para estudiarme a mí misma y a cuanto me rodea; así es que
no puedo permanecer a tu lado.
HELMER:
¡Nora! ¡Nora!
NORA: Quiero
marcharme en seguida. No me faltará albergue para esta noche en casa de
Cristina.
HELMER: ¡Has
perdido el juicio! No tienes derecho a marcharte. Te lo prohíbo.
NORA: Tú no
puedes prohibirme nada de aquí en adelante. Me llevo todo lo mío. De ti no
quiero recibir nada ahora ni nunca.
HELMER: Pero
¿qué locura es ésta?
NORA: Mañana
salgo para mi país... Allí podré vivir mejor.
HELMER: ¡Qué
ciega estás, pobre criatura sin experiencia!
NORA: Ya
procuraré adquirir experiencia, Torvaldo.
HELMER:
¡Abandonar tu hogar, tu esposo, tus hijos!... ¿No piensas en lo que se dirá?
NORA: No
puedo pensar en esas pequeñeces. Sólo sé que para mí es indispensable.
HELMER: ¡Ah!
¡Es irritante! ¿De modo que traicionarás los deberes más sagrados?
NORA: ¿A qué
llamas tú mis deberes más sagrados?
HELMER:
¿Necesitas que te lo diga? ¿No son tus deberes para con tu marido y tus hijos?
NORA: Tengo
otros no menos sagrados.
HELMER: No
los tienes. ¿Qué deberes son ésos?
NORA: Mis
deberes para conmigo misma.
HELMER:
Antes que nada, eres esposa y madre.
NORA: No
creo ya en eso. Ante todo soy un ser humano con los mismos títulos que tú...,
o, por lo menos, debo tratar de serlo. Sé que la mayoría de los hombres te
darán la razón, Torvaldo, y que esas ideas están impresas en los libros; pero
ahora no puedo pensar en lo que dicen los hombres y en lo que se imprime en los
libros. Necesito formarme mi idea respecto de esto y procurar darme cuenta de
todo.
HELMER: ¡Qué! ¿No comprendes cuál es tu puesto en el hogar? ¿No tienes
un guía infalible en estas cuestiones? ¿No tienes la religión?
NORA: ¡Ay! Torvaldo. No sé exactamente qué es la religión.
HELMER: ¿Que no sabes qué es?
NORA: Sólo sé lo que me dijo el pastor Hansen al prepararme para la
confirmación. La religión es esto, aquello y lo de más allá. Cuando esté sola y
libre, examinaré esa cuestión como una de tantas, y veré si el pastor decía la
verdad, o, por lo menos, si lo que me dijo era verdad respecto de mí.
HELMER: ¡Oh! ¡Es inaudito en una mujer tan joven! Pero si no puede
guiarte la religión, déjame al menos sondear tu conciencia. Porque ¿supongo que
tendrás al menos sentido moral? ¿O es que tampoco tienes eso? Responde.
NORA: ¿Qué quieres, Torvaldo? Me es difícil contestarte. Lo ignoro. No
veo claro nada de eso. No sé más que una cosa y es que mis ideas son
completamente distintas de las tuyas, que las leyes no son las que yo creía, y,
en cuanto a que esas leyes sean justas, no me cabe en la cabeza. ¡No tener
derecho una mujer a evitar una preocupación a su padre anciano y moribundo, ni
a salvar la vida a su esposo! ¡Eso no es posible!
HELMER: Hablas como una chiquilla. No comprendes nada de la sociedad de
que formas parte.
NORA: No, no comprendo nada; pero quiero comprenderlo y averiguar de
parte de quién está la razón: si de la sociedad o de mí.
HELMER: Tú estás enferma, Nora, tienes fiebre, y hasta casi creo que no
estás en tu juicio.
NORA: Por lo contrario, esta noche estoy más despejada y segura de mí que
nunca.
HELMER: ¿Y con esa seguridad y esa lucidez abandonas a tu marido y a tus
hijos?
NORA: Sí.
HELMER: Eso no tiene más que una explicación.
NORA: ¿Qué explicación?
HELMER: ¡Ya no me amas!
NORA: Así es; en efecto, ésa es la razón de todo.
HELMER: ¡Nora!... ¿Y me lo dices?
NORA: Lo siento, Torvaldo, porque has sido siempre muy bueno conmigo...
Pero ¿qué he de hacerle? No te amo ya.
HELMER (Esforzándose por
permanecer sereno): De eso, por supuesto, ¿también estás completamente
convencida?
NORA: Absolutamente. Y por eso no quiero estar más aquí.
HELMER: ¿Y puedes explicarme cómo he perdido tu amor?
NORA: Muy sencillo. Ha sido esta misma noche, al ver que no se realizaba
el prodigio esperado. Entonces he comprendido que no eras el hombre que yo
creía.
HELMER: Explícate. No entiendo....
NORA: Durante ocho años he esperado con paciencia, porque sabía de
sobra, Dios mío, que los prodigios no son cosas que ocurren diariamente. Llegó
al fin el momento de angustia y me dije con certidumbre: ahora va a realizarse
el prodigio. Mientras la carta de Krogstad estuvo en el buzón, no creí ni por
un momento que pudieras doblegarte a las exigencias de ese hombre, sino que,
por lo contrario, le dirías: «Dígaselo a todo el mundo». Y cuando eso hubiera
ocurrido...
HELMER: ¡Ah, sí!... ¿Cuando yo hubiera entregado a mi esposa a la vergüenza
y al menosprecio...?
NORA: Cuando eso hubiera ocurrido, yo estaba completamente segura de que
responderías a todo diciendo: «Yo soy culpable».
HELMER: ¡Nora!
NORA: Vas a decir que yo no hubiera aceptado semejante sacrificio. Es
cierto. Pero ¿de qué hubiese servido mi afirmación al lado de la tuya?... ¡Pues
bien!, ése era el prodigio que esperaba con terror, y, para evitarlo, iba a
morir.
HELMER: Nora, con placer hubiese trabajado por ti día y noche, y hubiese
soportado toda clase de privaciones y de penalidades; pero no hay nadie que
sacrifique su honor por el ser amado.
NORA: Lo han hecho millares de mujeres.
HELMER: ¡Eh! Piensas como una niña, y hablas del mismo modo.
NORA: Es posible, pero tú no piensas ni hablas como el hombre a quien yo
puedo seguir. Ya tranquilizado, no en cuanto al peligro que me amenazaba, sino
al que corrías tú..., todo lo olvidaste, y vuelvo a ser tu avecilla cantora, la
muñequita que estabas dispuesto a llevar en brazos como antes, y con más
precauciones que nunca al descubrir que soy más frágil. (Levantándose). Escucha, Torvaldo: en aquel momento me pareció que
había vivido ocho años en esta casa con un extraño, y que había tenido tres
hijos con él... ¡Ah! ¡No quiero pensarlo siquiera! Tengo tentación de
desgarrarme a mí misma en mil pedazos.
HELMER (Sordamente): Lo
comprendo, el hecho es indudable. Se ha abierto entre nosotros un abismo. Pero
di si no puede repararse, Nora.
NORA: Como yo soy ahora, no puedo ser tu esposa.
HELMER: Yo puedo transformarme.
NORA: Quizá..., si te quitan tu muñeca.
HELMER: ¡Separarse..., separarse de ti! No, no, Nora, no puedo
resignarme a la separación.
NORA (Dirigiéndose hacia la puerta
de la derecha): Razón de más para concluir. (Se va y vuelve con el abrigo, el sombrero y una pequeña maleta de
viaje, que deja sobre una silla cerca de la mesa).
HELMER: Nora, todavía no, todavía no. Espera a mañana.
NORA (Poniéndose el abrigo):
No puedo pasar la noche bajo el techo de un extraño.
HELMER: ¿Pero no podemos seguir viviendo juntos como hermanos?
NORA (Poniéndose el sombrero):
Semejante tipo de vida no duraría mucho. (Poniéndose
el chal sobre los hombros). Adiós, Torvaldo. No quiero ver a los niños. Sé
que están en mejores manos que las mías. En mi situación actual... no puedo ser
una madre para ellos.
HELMER: Pero ¿algún día, Nora..., un día?
NORA: Nada puedo decirte, porque ignoro lo que será de mí.
HELMER: Pero sea como sea, eres mi esposa.
NORA: Cuando una mujer abandona el domicilio conyugal, como yo lo
abandono, las leyes, según dicen, eximen al marido de toda obligación con
respecto a ella. De cualquier modo te eximo, porque no es justo que tú quedes
encadenado, no estándolo yo. Absoluta libertad por ambas partes. Toma, aquí
tienes tu anillo. Devuélveme el mío.
HELMER: ¿También eso?
NORA: Sí.
HELMER: Toma.
NORA: Gracias. Ahora todo ha concluido. Ahí dejo las llaves. En lo que
respecta a la casa, la doncella está enterada de todo... mejor que yo. Mañana,
después de mi marcha, vendrá Cristina a guardar en un baúl cuanto traje al
venir aquí, pues deseo que se me envíe.
HELMER: ¡Todo ha concluido! ¿No pensarás en mí jamás, Nora?
NORA: Seguramente que pensaré con frecuencia en ti y en los niños y en
la casa.
HELMER: ¿Puedo escribirte, Nora?
NORA: ¡No, jamás! Te lo prohíbo.
HELMER: ¡Oh! Pero puedo enviarte...
NORA: Nada, nada.
HELMER: Ayudarte, si lo necesitas.
NORA: ¡No! No puedo aceptar nada de un extraño.
HELMER: Nora..., ¿ya no seré más que un extraño para ti?
NORA (Tomando la maleta de viaje):
¡Ah! Torvaldo. Se necesitaría que se realizara el mayor de los milagros.
HELMER: Di cuál.
NORA: Necesitaríamos transformarnos los dos hasta el extremo de... ¡Ay!
Torvaldo. No creo ya en milagros.
HELMER: Pues yo sí quiero creer. Di: ¿deberíamos transformarnos los dos
hasta el extremo de ...?
NORA: Hasta el extremo de que nuestra unión fuera un verdadero
matrimonio. ¡Adiós! (Se oye cerrar la
puerta de la casa).
HELMER (Dejándose caer en una
silla cerca de la puerta y ocultándose el rostro con las manos): ¡Nora,
Nora! (Levanta la cabeza y mira en
derredor suyo). ¡Se ha ido! ¡No verla más!... (Con vislumbre de esperanza.). ¡El mayor de los milagros! (Se va).
15. b. ALFRED JARRY: Ubú rey, «Acto II».
15. b. ALFRED JARRY: Ubú rey, «Acto II».
ESCENA VI
(PADRE UBÚ, MADRE UBÚ, CAPITÁN BORDURA)
En el palacio
del REY.
PADRE UBÚ: ¡No, no quiero! ¿Deseas que me arruine por esos
torpes?
CAPITÁN BORDURA: Comportaos, Padre Ubú. ¿No veis que el
pueblo espera las dádivas de la fausta entronización?
MADRE UBÚ: Si no ordenas distribuir alimentos y oro, estarás
derrocado antes de dos horas.
PADRE UBÚ: ¡Alimentos sí, oro no! Sacrificad tres caballos
viejos. Será suficiente para esos marranos.
MADRE UBÚ: ¡Marrano tú! ¿De dónde habrá salido animal como
éste?
PADRE UBÚ: Te lo repetiré. Quiero hacerme rico. No soltaré
ni un céntimo.
MADRE UBÚ: Pero si tienes en las manos todos los tesoros
de Polonia…
CAPITÁN BORDURA: Sí. En la capilla, por ejemplo, se guarda
un inmenso tesoro. Repartámoslo.
PADRE UBÚ: ¡Miserable! ¡Pobre de ti si se te ocurre…!
CAPITÁN BORDURA: ¡Pero, Padre Ubú! Si no distribuyes algo,
el pueblo se negará a pagar impuestos.
PADRE UBÚ: ¿Es cierto eso?
MADRE UBÚ: ¡Sí! ¡Sí!
PADRE UBÚ: En ese caso, consiento. Repartid tres millones
y cocinad ciento cincuenta bueyes y corderos. Después de todo, a mí también me
tocará algo… (Salen.)
ESCENA VII
(PADRE UBÚ
CORONADO, MADRE UBÚ, CAPITÁN BORDURA, LACAYOS)
El patio de palacio, repleto de gente. Los
lacayos aparecen cargados de carne.
EL PUEBLO: ¡Viva el
rey! ¡Viva el rey! ¡Hurra!
PADRE UBÚ: (Arrojando oro.) Tomad para vosotros. La
idea no me agradaba mucho, ¿sabéis?, pero la Madre Ubú se ha empeñado.
Prometedme, al menos, pagar los impuestos sin demora.
TODOS: ¡Sí, sí!
CAPITÁN BORDURA:
Mira, Madre Ubú, cómo se disputan el oro. ¡Menuda rebatiña!
MADRE UBÚ: Verdaderamente
horrible. ¡Aggg! ¡A uno le han partido el cráneo!
PADRE UBÚ: Bonito
espectáculo… ¡Que me traigan más cajas de oro!
CAPITÁN BORDURA: ¿Y
si organizamos una carrera?
PADRE UBÚ: ¡Buena
idea…! (Al pueblo.) ¿Veis esta caja,
amigos míos? Contiene trescientos mil francos de oro en moneda polaca de buena
ley. Los que quieran participar, que se coloquen en el extremo del patio.
Echaréis a correr cuando agite mi pañuelo, y el que llegue primero hasta aquí,
se la llevará. Entre los demás participantes repartiremos, como consolación, el
contenido de esta otra caja.
TODOS: ¡Bravo!
¡Viva el Padre Ubú! ¡Qué magnífico rey! ¡No se veían estas cosas en tiempos de
Venceslao!
PADRE UBÚ: (A la MADRE UBÚ, con alegría.) ¿Oyes lo que dicen?
La multitud va a colocarse en el punto de
partida, en un extremo del patio.
PADRE UBÚ:
¿Preparados…?
TODOS: ¡Sí! ¡Sí!
PADRE UBÚ: A la
una, a las dos y… ¡a las tres! ¡A correr! (Se
ponen en marcha atropellándose unos a otros. Gran griterío y tumulto.)
CAPITÁN BORDURA:
¡Ya llegan! ¡Ya llegan!
PADRE UBÚ: ¡Eh! ¡El
primero pierde terreno!
MADRE UBÚ: ¡No! ¡Lo
ha recuperado!
CAPITÁN BORDURA:
¡Oh! ¡Le alcanzan! ¡Le alcanzan! ¡Le están pasando! (El que venía en segundo lugar llega el primero.)
TODOS: ¡Viva Miguel
Federovitch! ¡Viva Miguel Federovitch!
MIGUEL FEDEROVITCH:
Sire, verdaderamente no sé cómo agradecer a Vuestra Majestad…
PADRE UBÚ: ¡Os
invito a comer, amigos míos! ¡Las puertas de palacio se abren hoy para
vosotros! ¡Haced los honores a mi mesa!
EL PUEBLO:
¡Adentro, adentro! ¡Viva el Padre Ubú, el más señorial de todos los soberanos!
Entran en palacio. Se escucha el ruido de
una orgía que se prolonga hasta el día siguiente. Cae el telón.
16. a. ÓSCAR WILDE:
El retrato de Dorian Gray, «Capítulo
II».
Dorian Gray frunció el ceño y apartó la
cabeza. Le era imposible dejar de mirar con buenos ojos a aquel joven alto y
elegante que tenía al lado. Su rostro moreno y romántico y su aire cansado le
interesaban. Había algo en su voz, grave y lánguida, absolutamente fascinante.
Sus manos blancas, tranquilas, que tenían incluso algo de flores, poseían un
curioso encanto. Se movían, cuando lord Henry hablaba, de manera musical, y parecían
poseer un lenguaje propio. Pero lord Henry le asustaba, y se avergonzaba de
sentir miedo. ¿Cómo era que un extraño le había hecho descubrirse a sí mismo?
Conocía a Hallward desde hacía meses, pero la amistad entre ambos no lo había
cambiado. De repente, sin embargo, se había cruzado con alguien que parecía
descubrirle el misterio de la existencia. Aunque, de todos modos, ¿qué motivo
había para sentir miedo? Él no era un colegial ni una muchachita. Era absurdo
asustarse.
–Sentémonos a la sombra –dijo lord Henry–.
Parker nos ha traído las bebidas, y si se queda usted más tiempo bajo este sol
de justicia se le echará a perder la tez y Basil nunca lo volverá a retratar.
No debe permitir que el sol lo queme. Sería muy poco favorecedor.
–¿Qué importancia tiene eso? –exclamó Dorian
Gray, riendo, mientras se sentaba en un banco al fondo del jardín.
–Toda la importancia del mundo, señor Gray.
–¿Por qué?
–Porque posee usted la más maravillosa
juventud, y la juventud es lo más precioso que se puede poseer.
–No lo siento yo así, lord Henry.
–No; no lo siente ahora. Pero algún día,
cuando sea viejo y feo y esté lleno de arrugas, cuando los pensamientos le
hayan marcado la frente con sus pliegues y la pasión le haya quemado los labios
con sus odiosas brasas, lo sentirá, y lo sentirá terriblemente. Ahora,
dondequiera que vaya, seduce a todo el mundo. ¿Será siempre así?… Posee usted
un rostro extraordinariamente agraciado, señor Gray. No frunza el ceño. Es
cierto. Y la belleza es una manifestación de genio; está incluso por
encima del genio, puesto que no necesita explicación. Es uno de los grandes
dones de la naturaleza, como la luz del sol, o la primavera, o el reflejo en
aguas oscuras de esa concha de plata a la que llamamos luna. No admite
discusión. Tiene un derecho divino de soberanía. Convierte en príncipes a
quienes la poseen. ¿Se sonríe? ¡Ah! Cuando la haya perdido no sonreirá… La
gente dice a veces que la belleza es sólo superficial. Tal vez. Pero, al menos,
no es tan superficial como el pensamiento. Para mí la belleza es la
maravilla de las maravillas. Tan sólo las personas superficiales no juzgan por
las apariencias. El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo que no se
ve… Sí, señor Gray, los dioses han sido buenos con usted. Pero lo que los
dioses dan, también lo quitan, y muy pronto. Sólo dispone de unos pocos años en
los que vivir de verdad, perfectamente y con plenitud. Cuando se le acabe la
juventud desaparecerá la belleza, y entonces descubrirá de repente que ya no le
quedan más triunfos, o habrá de contentarse con unos triunfos insignificantes
que el recuerdo de su pasado esplendor hará más amargos que las derrotas. Cada
mes que expira lo acerca un poco más a algo terrible. El tiempo tiene celos de
usted, y lucha contra sus lirios y sus rosas. Se volverá cetrino, se le
hundirán las mejillas y sus ojos perderán el brillo. Sufrirá horriblemente…
¡Ah! Disfrute plenamente de la juventud mientras la posee. No despilfarre el
oro de sus días escuchando a gente aburrida, tratando de redimir a los
fracasados sin esperanza, ni entregando su vida a los ignorantes, los anodinos
y los vulgares. Ésos son los objetivos enfermizos, las falsas ideas de nuestra
época. ¡Viva! ¡Viva la vida maravillosa que le pertenece! No deje que nada se
pierda. Esté siempre a la busca de nuevas sensaciones. No tenga miedo de nada…
Un nuevo hedonismo: eso es lo que nuestro siglo necesita. Usted puede ser su
símbolo visible. Dada su personalidad, no hay nada que no pueda hacer. El mundo
le pertenece durante una temporada… En el momento en que lo he visto he
comprendido que no se daba usted cuenta en absoluto de lo que realmente es, de
lo que realmente puede ser. Había en usted tantas cosas que me encantaban que
he sentido la necesidad de hablarle un poco de usted. He pensado en la tragedia
que sería malgastar lo que posee. Porque su juventud no durará mucho, demasiado
poco, a decir verdad. Las flores sencillas del campo se marchitan, pero
florecen de nuevo. Las flores del codeso serán tan amarillas el próximo junio
como ahora. Dentro de un mes habrá estrellas moradas en las clemátides y, año
tras año, la verde noche de sus hojas sostendrá sus flores moradas. Pero
nosotros nunca recuperamos nuestra juventud. El pulso alegre que late en
nosotros cuando tenemos veinte años se vuelve perezoso con el paso del tiempo.
Nos fallan las extremidades, nuestros sentidos se deterioran. Nos convertimos
en espantosas marionetas, obsesionados por el recuerdo de las pasiones que nos
asustaron en demasía, y el de las exquisitas tentaciones a las que no tuvimos
el valor de sucumbir. ¡Juventud! ¡Juventud! ¡No hay absolutamente nada en el
mundo excepto la juventud!
16. b. RAINER MARIA RILKE: « Me
asustan las palabras de los hombres…».
Me asustan las palabras de los hombres.
Lo saben decir todo tan claro:
esto se llama perro, y eso, casa,
y el principio está aquí, y ahí está el fin.
Me asusta su modo de decir, su juego en
broma;
saben todo lo que es y lo que ha sido;
no hay montaña alguna que pueda
sorprenderlos;
su finca y su jardín lindan con Dios.
Pero quiero avisaros y oponerme: quedaos
lejos.
Me gusta tanto cómo cantan las cosas.
Si las tocáis vosotros, quedan quietas y
mudas.
Vosotros me matáis todas las cosas.
17 .a. MARCEL PROUST: Por el
camino de Swann.
Parte I, «Uno»
[…] Y muy pronto, abrumado por el
triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por
venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un
trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas
del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo
extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me
aisló, sin noción de lo que le causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la
vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria,
todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa;
pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo.
Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme
aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y
del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza.
¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo
trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un
poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va
aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en
mí.
[…]
Y de pronto el
recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía
Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los
domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la
hora de misa) cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena
no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había
visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de
aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de
esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada
y todo se va disgregando!; las formas externas —también aquélla tan grasamente
sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos—, adormecidas o
anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la
conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han
muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos,
más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor
perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de
todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del
recuerdo.
17. b. JAMES JOYCE: Ulises, final del monólogo de Molly
Bloom[10].
[…] estábamos tumbados entre los
rododendros en Howth Head con su traje gris tweed y su sombrero de paja yo le
hice que se me declarara sí primero le di el pedazo de galleta de anís
sacándomelo de la boca y era año bisiesto como ahora sí hace 16 años Dios mío
después de ese beso largo casi perdí el aliento sí dijo que yo era una flor de
la montaña sí eso somos todas flores un cuerpo de mujer sí ésa fue la única
verdad que dijo en su vida y el sol brilla para ti hoy sí eso fue lo que me
gustó porque vi que entendía o sentía lo que es una mujer y yo sabía que siempre
haría de él lo que quisiera y le di todo el gusto que pude animándole hasta que
me lo pidió para decir sí y al principio yo no quise contestar sólo miré a lo
lejos al mar y al cielo estaba pensando en tantas cosas que él no sabía que
Mulvey y el señor Stanhope y Hester y papá y el viejo capitán Groves y los
marineros jugando a los pájaros volando y a la pidola como lo llamaban ellos en
el muelle y el centinela delante de la casa del gobernador con la cosa
alrededor del casco blando pobre diablo medio asado y las chicas españolas
riéndose con sus mantillas y sus peinetas altas y las subastas por la mañana
los griegos y los judíos y los árabes y no sé quién demonios más de todos los
extremos de Europa y Duke Street y el mercado de aves todas cacareando junto a
Larby Sharon y los pobres burros resbalando medio dormidos y los vagos con sus
capas dormidos a la sombra de las escaleras y las grandes ruedas de los carros
de los toros y el viejo castillo de miles de años sí y esos moros tan guapos
todos de blanco y los turbantes como reyes pidiéndote que te sentaras en su
poco de tienda y Ronda con las viejas ventanas de las posadas 2 ojos atisbando una celosía escondidos para que su amante
besara las rejas y las tabernas medio abiertas de noche y las castañuelas y la
noche que perdimos el barco en Algeciras el vigilante dando vueltas por ahí sereno con su farol y ah ese tremendo
torrente allá en lo hondo ah y el mar el mar carmesí a veces como el fuego y
las estupendas puestas de sol y las higueras en los jardines de la Alameda sí y
todas esas callejuelas raras y casas rosas y azules y amarillas y las rosaledas
y el jazmín y los geranios y los cactus y Gibraltar de niña donde yo era una
Flor de la montaña sí cuando me ponía la rosa en el pelo como las chicas andaluzas
o me pongo una roja sí y cómo me besó al pie de la muralla mora y yo pensé
bueno igual da él que otro y luego le pedí con los ojos que lo volviera a pedir
sí y entonces me pidió si quería yo decir sí mi flor de la montaña y primero le
rodeé con los brazos sí y le atraje encima de mí para que él me pudiera sentir
los pechos todos perfume sí y el corazón le corría como loco y sí dije sí
quiero Sí.
18. a. GUILLAUME APOLLINAIRE: «Caligrama».

18. b. FRANZ KAFKA: La Metamorfosis.
«Capítulo I»
Cuando
Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se
encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado
sobre su espalda dura y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza,
veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco,
sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse la colcha, a punto ya de
resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con
el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.
—¿Qué me ha ocurrido? —pensó.
No era un
sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo pequeña,
permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por encima de la
mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños
desempaquetados —Samsa era viajante de
comercio— estaba colgado aquel cuadro que hacía poco había recortado de una
revista y había colocado en un bonito marco dorado. Representaba a una dama
ataviada con un sombrero y una boa de piel, que estaba allí, sentada muy
erguida y levantaba hacia el observador un pesado manguito de piel, en el cual
había desaparecido su antebrazo.
La mirada de
Gregorio se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso —se oían
caer gotas de lluvia sobre la chapa del alféizar de la ventana— lo ponía muy
melancólico.
—¿Qué pasaría
—pensó— si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?
Pero esto era
algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir del lado
derecho y en su estado actual no podía ponerse de ese lado. Aunque se lanzase
con mucha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a balancear
sobre la espalda. Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener que ver
las patas que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a notar
en el costado un dolor leve y sordo que antes nunca había sentido.
—¡Dios mío!
—pensó— ¡Qué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también de viaje.
Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo almacén de la
ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar al tanto de
las conexiones de tren, la comida mala y a deshora, una relación humana
constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser cordial. ¡Que
se vaya todo al diablo!
Sintió sobre
el vientre un leve picor. Con la espalda se deslizó lentamente más cerca de la
cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con que la
parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos
que no sabía a qué se debían. Quiso palpar esa parte con una pata, pero
inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos. Se deslizó de
nuevo a su posición inicial.
—Esto de
levantarse pronto —pensó— hace a uno desvariar. El hombre tiene que dormir.
Otros viajantes viven como pachás. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana
vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido, estos
señores todavía están sentados tomando el desayuno. Eso podría intentar yo con
mi jefe, pero en ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo demás,
si no sería lo mejor para mí. Si no tuviera que dominarme por mis padres, ya me
habría despedido hace tiempo. Me habría presentado ante el jefe y le habría
dicho mi opinión con toda mi alma. ¡Se habría caído de la mesa! Sí que es una
extraña costumbre la de sentarse sobre la mesa y, desde esa altura, hablar
hacia abajo con el empleado que, además, por culpa de la sordera del jefe,
tiene que acercarse mucho. Bueno, la esperanza todavía no está perdida del
todo. Si alguna vez tengo el dinero suficiente para pagar las deudas que mis padres
tienen con él —puedo tardar todavía entre cinco y seis años— lo hago con toda
seguridad. Entonces habrá llegado el gran momento; ahora, por lo pronto, tengo
que levantarme porque el tren sale a las cinco.
Miró hacia el
despertador que hacía tic tac sobre el armario.
—¡Dios del
cielo! —pensó.
Eran las seis
y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante, ya había pasado
incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. ¿Es que no habría sonado el
despertador? Desde la cama se veía que estaba correctamente puesto a las
cuatro, seguro que también había sonado. Sí, pero... ¿era posible seguir
durmiendo tan tranquilo con ese ruido que hacía temblar los muebles? Bueno,
tampoco había dormido tranquilo, pero quizá tanto más profundamente. ¿Qué iba a
hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete, para cogerlo tendría que
haberse dado una prisa loca. El muestrario todavía no estaba empaquetado y él
mismo no se encontraba especialmente espabilado y ágil. Incluso si consiguiese
coger el tren, no se podía evitar una reprimenda del jefe, porque el mozo de
los recados habría esperado en el tren de las cinco y ya hacía tiempo que
habría dado parte de su descuido. Era un esclavo del jefe, sin agallas ni juicio.
¿Qué pasaría si dijese que estaba enfermo? Pero esto sería sumamente
desagradable y sospechoso, porque Gregorio no había estado enfermo ni una sola
vez durante los cinco años de servicio. Seguramente aparecería el jefe con el
médico del seguro, haría reproches a sus padres por tener un hijo tan vago y se
salvaría de todas las objeciones remitiéndose al médico del seguro, para el que
sólo existen hombres totalmente sanos, aunque con aversión al trabajo. ¿Y es
que en este caso no tendría un poco de razón? Gregorio, a excepción de una
modorra realmente superflua después del largo sueño, se encontraba bastante
bien e incluso tenía mucha hambre.
Mientras
reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a abandonar
la cama —en este mismo instante el despertador daba las siete menos cuarto—,
llamaron cautelosamente a la puerta que estaba a la cabecera de su cama.
—Gregorio
—dijo la voz de su madre—, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de
viaje?
¡Qué dulce
voz! Gregorio se asustó, en cambio, al contestar. Escuchó una voz que,
evidentemente, era la suya, pero salía mezclada con un doloroso e irreprimible
silbido, en el cual, las palabras, al principio claras, luego se trababan,
resonando de modo que no estaba seguro de haberlas oído. Gregorio querría haber
contestado detalladamente y explicarlo todo, pero en estas circunstancias se
limitó a decir:
—Sí, sí.
Gracias, madre. Ya me levanto.
Probablemente
a causa de la puerta de madera no se notaba desde fuera el cambio en la voz de
Gregorio, porque la madre se tranquilizó con esta respuesta y se marchó de
allí. Pero merced a la breve conversación, los otros miembros de la familia se
habían dado cuenta de que Gregorio, en contra de todo lo esperado, estaba
todavía en casa. Llegó el padre a su vez, y golpeando ligeramente a la puerta,
llamó:
—¡Gregorio,
Gregorio! —gritó— ¿Qué ocurre? —Tras unos instantes insistió de nuevo con voz
más grave—: ¡Gregorio, Gregorio!
Desde la otra
puerta lateral se lamentaba en voz baja la hermana.
—Gregorio, ¿no
te encuentras bien?, ¿necesitas algo?
—Ya estoy
preparado —contestó Gregorio a ambos a un tiempo con una pronunciación lo más
cuidadosa posible. Haciendo largas pausas entre las palabras, se esforzó por
despojar a su voz de todo lo que pudiese llamar la atención. El padre volvió a
su desayuno, pero la hermana susurró:
—Gregorio,
abre, te lo suplico —pero Gregorio no tenía ni la menor intención de abrir, más
bien elogió la precaución de cerrar las puertas que había adquirido durante sus
viajes y esto incluso en casa.
Al principio
tenía la intención de levantarse tranquilamente, sin ser molestado, vestirse y,
sobre todo, desayunar. Después pensaría en todo lo demás, porque en la cama,
eso ya lo veía, no llegaría con sus cavilaciones a una conclusión sensata.
Recordó que ya en varias ocasiones había sentido en la cama algún leve dolor,
quizá producido por estar mal tumbado, dolor que al levantarse había resultado
ser sólo fruto de su imaginación y tenía curiosidad por ver cómo se iban
desvaneciendo paulatinamente sus fantasías de hoy. No dudaba en absoluto de que
el cambio de voz no era otra cosa que el síntoma de un buen resfriado, la
enfermedad profesional de los viajantes.
Tirar la
colcha era muy sencillo, sólo necesitaba inflarse un poco y caería por sí sola,
pero el resto sería difícil, especialmente porque él era muy ancho. Hubiera
necesitado brazos y manos para incorporarse, pero en su lugar tenía muchas
patitas que, sin interrupción, se hallaban en el más dispar de los movimientos
y que, además, no podía dominar. Si quería doblar alguna de ellas, entonces era
la primera la que se estiraba, y si por fin lograba realizar con esta pata lo
que quería, entonces todas las demás se movían, como liberadas, con una
agitación grande y dolorosa.
—No hay que
permanecer en la cama inútilmente —se decía Gregorio.
Quería salir
de la cama en primer lugar con la parte inferior de su cuerpo, pero esta parte
inferior —que, por cierto, no había visto todavía y que no podía imaginar
exactamente— demostró ser difícil de mover. El movimiento se producía muy
despacio y cuando, finalmente, casi furioso, se lanzó hacia delante con toda su
fuerza sin pensar en las consecuencias, calculó mal la dirección. Se golpeó
fuertemente con la pata trasera de la cama y el dolor punzante que sintió le
enseñó que precisamente la parte inferior de su cuerpo era quizá en estos
momentos la más sensible. Así pues, intentó en primer lugar sacar de la cama la
parte superior del cuerpo y volvió la cabeza con cuidado hacia el borde de la
cama. Lo logró con facilidad y, a pesar de su anchura y su peso, el cuerpo
siguió finalmente con lentitud el giro de la cabeza. Pero al verse con ésta
colgando en el aire fuera de la cama, le entró miedo de continuar avanzando de
ese modo porque, si se dejaba caer en esta posición, tenía que ocurrir
realmente un milagro para que la cabeza no resultase herida, y precisamente
ahora no podía de ningún modo perder la cabeza. Antes prefería quedarse en la
cama.
Pero como,
jadeando después de semejante esfuerzo, seguía allí tumbado igual que antes, y
veía sus patitas de nuevo luchando entre sí, quizá con más fuerza aún, y no
encontraba posibilidad de poner sosiego y orden a este atropello, se decía otra
vez que de ningún modo podía permanecer en la cama y que lo más sensato era
sacrificarlo todo, si es que con ello existía la más mínima esperanza de
liberarse de ella. Pero al mismo tiempo no olvidaba recordar de vez en cuando
que reflexionar serena, muy serenamente, es mejor que tomar decisiones
desesperadas. En tales momentos dirigía sus ojos lo más agudamente posible
hacia la ventana, pero, por desgracia, poco optimismo y ánimo se podían sacar
del espectáculo de la niebla matinal, que ocultaba incluso el otro lado de la
estrecha calle.
—Las siete ya
—se dijo cuando sonó de nuevo el despertador—, las siete ya y todavía semejante
niebla.
Durante un
instante permaneció tumbado, tranquilo, respirando débilmente, como si esperase
del absoluto silencio el regreso del estado real y cotidiano. Pero después
pensó:
—Antes de que
den las siete y cuarto tengo que haber salido de la cama del todo, como sea.
Por lo demás, para entonces habrá venido alguien del almacén a preguntar por
mí, porque el almacén se abre antes de las siete.
Y entonces, de
forma totalmente regular, comenzó a balancear su cuerpo, cuan largo era, hacia
fuera de la cama. Si se dejaba caer de ella de esta forma, la cabeza, que
pretendía levantar con fuerza en la caída, permanecería probablemente ilesa. La
espalda parecía ser fuerte, seguramente no le pasaría nada al caer sobre la
alfombra. Lo más difícil, a su modo de ver, era tener cuidado con el ruido que
se produciría, y que posiblemente provocaría al otro lado de todas las puertas,
si no temor, al menos preocupación. En todo caso había que intentarlo.
Cuando Gregorio
ya sobresalía a medias de la cama —el nuevo método era más un juego que un
esfuerzo, sólo tenía que balancearse a empujones— se le ocurrió lo fácil que
sería si alguien viniese en su ayuda. Dos personas fuertes —pensaba en su padre
y en la criada— hubiesen sido más que suficientes. Sólo tendrían que introducir
sus brazos por debajo de su abombada espalda, desenfundarlo así de la cama,
agacharse con el peso y después solamente tendrían que haber soportado que
diese con cuidado una vuelta impetuosa en el suelo, sobre el cual, seguramente,
las patitas adquirirían su razón de ser. Bueno, aparte de que las puertas
estaban cerradas, ¿debía de verdad pedir ayuda? A pesar de la necesidad, no
pudo reprimir una sonrisa al concebir tales pensamientos.
Ya había llegado
el punto en el que, al balancearse con más fuerza, apenas podía guardar el
equilibrio y pronto tendría que decidirse definitivamente, porque dentro de
cinco minutos serían las siete y cuarto. En ese momento sonó el timbre de la
puerta de la calle.
—Seguro que es
alguien del almacén —se dijo, y casi se quedó petrificado mientras sus patitas
bailaban aún más deprisa. Durante un momento todo permaneció en silencio.
—No
abren—pensó Gregorio, confundido por alguna absurda esperanza.
Pero entonces,
como siempre, la criada se dirigió, con naturalidad y con paso firme, hacia la
puerta y abrió. Gregorio solamente necesitó escuchar el primer saludo del
visitante y ya sabía quién era: el apoderado en persona. ¿Por qué había sido
condenado Gregorio a prestar sus servicios en una empresa en la que al más
mínimo descuido se concebía inmediatamente la mayor sospecha? ¿Es que todos los
empleados, sin excepción, eran unos bribones? ¿Es que no había entre ellos un
hombre leal y adicto a quien, simplemente porque no hubiese aprovechado para el
almacén un par de horas de la mañana, se lo comiesen los remordimientos y
francamente no estuviese en condiciones de abandonar la cama? ¿Es que no era de
verdad suficiente mandar a preguntar a un aprendiz si es que este «pregunteo»
era necesario? ¿Tenía que venir el apoderado en persona y había con ello que
mostrar a toda una familia inocente que la investigación de este sospechoso
asunto únicamente podía ser confiada al juicio del apoderado? Y, más como
consecuencia de la irritación a la que le condujeron estos pensamientos que
como consecuencia de una auténtica decisión, se lanzó de la cama con toda su
fuerza. Se produjo un golpe fuerte, pero no fue un auténtico ruido. La caída
fue amortiguada un poco por la alfombra y además la espalda era más elástica de
lo que Gregorio había pensado; a ello se debió el sonido sordo y poco
aparatoso. Solamente no había mantenido la cabeza con el cuidado necesario y se
la había golpeado, la giró y la restregó contra la alfombra de rabia y dolor.
—Ahí dentro se
ha caído algo —dijo el apoderado en la habitación contigua de la izquierda.
Gregorio
intentó imaginarse si quizá alguna vez no pudiese ocurrirle al apoderado algo
parecido a lo que le ocurría hoy a él. Había al menos que admitir la
posibilidad. Pero, como cruda respuesta a esta pregunta, el apoderado dio ahora
un par de pasos firmes en la habitación contigua e hizo crujir sus botas de
charol. Desde la habitación de la derecha, la hermana, para advertir a
Gregorio, susurró:
—Gregorio, el
apoderado está aquí.
—Ya lo sé —se
dijo Gregorio para sus adentros, pero no se atrevió a alzar la voz tan alto que
la hermana pudiera haberlo oído.
—Gregorio
—dijo entonces el padre desde la habitación de la derecha—, el señor apoderado
ha venido y desea saber por qué no has salido de viaje en el primer tren. No
sabemos qué debemos decirle, además desea también hablar personalmente contigo,
así es que, por favor, abre la puerta. El señor ya tendrá la bondad de perdonar
el desorden en la habitación.
—Buenos días,
señor Samsa —interrumpió el apoderado amablemente.
—No se
encuentra bien —dijo la madre al apoderado mientras el padre hablaba ante la
puerta—. No se encuentra bien, créame usted, señor apoderado. ¡Cómo si no iba
Gregorio a perder un tren! El chico no tiene en la cabeza nada más que el
negocio. A mí casi me disgusta que nunca salga por la tarde. Ahora, por
ejemplo, ha estado ocho días en la ciudad; pues bien, ni una sola noche ha
salido de casa. Se sienta con nosotros a la mesa y lee tranquilamente el
periódico o estudia horarios de trenes. Para él es ya una distracción hacer
trabajos de carpintería. Por ejemplo, en dos o tres tardes ha tallado un
pequeño marco. Se asombrará usted de lo bonito que es. Está colgado ahí dentro,
en la habitación. En cuanto abra Gregorio lo verá usted enseguida. Por cierto,
que me alegro de que esté usted aquí, señor apoderado, nosotros solos no
habríamos conseguido que Gregorio abriese la puerta. Es muy testarudo y seguro
que no se encuentra bien a pesar de que lo ha negado esta mañana.
—Voy enseguida
—dijo Gregorio, lentamente y con precaución, sin moverse para no perderse una
palabra de la conversación.
—De otro modo,
señora, tampoco puedo explicármelo yo —dijo el apoderado—. Espero que no se
trate de nada serio, si bien tengo que decir, por otra parte, que nosotros, los
comerciantes, por suerte o por desgracia, según se mire, tenemos sencillamente
que sobreponernos a una ligera indisposición por consideración a los negocios.
—Vamos, ¿puede
pasar el apoderado a tu habitación? —preguntó impaciente el padre.
—No —dijo
Gregorio.
En la
habitación de la izquierda se hizo un penoso silencio, en la habitación de la
derecha comenzó a sollozar la hermana.
¿Por qué no se
iba la hermana con los otros? Seguramente acababa de levantarse de la cama y
todavía no había empezado a vestirse; y ¿por qué lloraba? ¿Porque él no se
levantaba y dejaba entrar al apoderado?, ¿porque estaba en peligro de perder el
trabajo y entonces el jefe perseguiría otra vez a sus padres con las viejas
deudas? Éstas eran, de momento, preocupaciones innecesarias. Gregorio todavía
estaba aquí y no pensaba de ningún modo abandonar a su familia. De momento
yacía en la alfombra y nadie que hubiese tenido conocimiento de su estado
hubiese exigido seriamente de él que dejase entrar al apoderado. Pero por esta
pequeña descortesía, para la que más tarde se encontraría con facilidad una
disculpa apropiada, no podía Gregorio ser despedido inmediatamente. Y a
Gregorio le parecía que sería mucho más sensato dejarlo tranquilo en lugar de
molestarlo con lloros e intentos de persuasión. Pero la verdad es que era la
incertidumbre la que empujaba a los otros a perdonar su comportamiento.
—Señor Samsa
—exclamó entonces el apoderado levantando la voz—, ¿qué ocurre? Se atrinchera
usted en su habitación, contesta solamente con sí o no, preocupa usted grave e
inútilmente a sus padres y, dicho sea de paso, falta usted a sus deberes de una
forma verdaderamente inaudita. Hablo aquí en nombre de sus padres y de su jefe
y le exijo seriamente una explicación clara e inmediata. Estoy asombrado, estoy
asombrado. Yo le tenía a usted por un hombre formal y sensato y ahora, de
repente, parece que quiere usted empezar a hacer alarde de extravagancias
extrañas. El jefe me insinuó esta mañana una posible explicación a su demora.
Se refería al cobro que se le ha confiado desde hace poco tiempo. Yo realmente
di casi mi palabra de honor de que esta explicación no podía ser cierta. Pero
en este momento veo su incomprensible obstinación y pierdo todo el deseo de dar
la cara en lo más mínimo por usted. Su posición no es, en absoluto, la más segura.
En principio tenía la intención de decirle todo esto a solas, pero ya que me
hace usted perder mi tiempo inútilmente no veo la razón de que no se enteren
también sus señores padres. Su rendimiento en los últimos tiempos ha sido muy
poco satisfactorio, cierto que no es la época del año apropiada para hacer
grandes negocios, eso lo reconocemos, pero una época del año para no hacer
negocios no existe, señor Samsa, no debe existir.
—Señor
apoderado —gritó Gregorio, fuera de sí, y en su irritación olvidó todo lo
demás—, abriré inmediatamente la puerta. Una ligera indisposición, un mareo, me
han impedido levantarme. Todavía estoy en la cama, pero ahora ya estoy otra vez
despejado. Ahora mismo me levanto de la cama. ¡Un poco de paciencia! Todavía no
me encuentro tan bien como creía, pero ya estoy mejor. ¡Cómo puede atacar a una
persona una cosa así! Ayer por la tarde me encontraba bastante bien, mis padres
lo saben o, mejor dicho, ya ayer por la tarde tuve un pequeño presentimiento,
tendría que habérseme notado. ¡Por qué no lo avisé en el almacén! Pero lo
cierto es que siempre se piensa que se superará la enfermedad sin tener que
quedarse. ¡Señor apoderado, tenga consideración con mis padres! No hay motivo
alguno para todos los reproches que me hace usted. Nunca se me dijo una palabra
de todo eso; quizá no haya leído los últimos pedidos que he enviado. Por
cierto, en el tren de las ocho salgo de viaje, las pocas horas de sosiego me
han dado fuerza. No se entretenga usted señor apoderado, yo mismo estaré enseguida
en el almacén, tenga usted la bondad de decirlo y de saludar de mi parte al
jefe.
Y mientras
Gregorio farfullaba atropelladamente todo esto, y apenas sabía lo que decía, se
había acercado un poco al armario, seguramente como consecuencia del ejercicio
ya practicado en la cama e intentaba ahora levantarse apoyado en él. Quería de
verdad abrir la puerta, deseaba sinceramente dejarse ver y hablar con el
apoderado. Estaba deseoso de saber lo que los otros, que tanto deseaban verle,
dirían ante su presencia. Si se asustaban, Gregorio no tendría ya
responsabilidad alguna y podría estar tranquilo, pero si se quedaban tan
tranquilos tampoco tendría motivo para excitarse y, de hecho, podría, si se
daba prisa, estar a las ocho en la estación. Al principio se resbaló varias
veces del liso armario, pero finalmente se dio con fuerza un último impulso y
permaneció erguido. Ya no prestaba atención alguna a los dolores de vientre,
aunque eran muy agudos. Entonces se dejó caer contra el respaldo de una silla
cercana, a cuyos bordes se agarró fuertemente con sus patitas. Con esto había
conseguido el dominio sobre sí y enmudeció porque ahora podía escuchar al
apoderado.
—¿Han
entendido ustedes una sola palabra? —preguntó el apoderado a los padres— ¿O es
que nos toma por tontos?
—¡Por el amor
de Dios! —exclamó la madre entre sollozos— Quizá esté gravemente enfermo y
nosotros lo atormentamos. ¡Greta! ¡Greta! —gritó después.
—¿Qué, madre?
—dijo la hermana desde el otro lado, comunicándose a través de la habitación de
Gregorio.
—Tienes que ir
inmediatamente al médico, Gregorio está enfermo. Rápido, a buscar al médico.
¿Has oído cómo hablaba ahora?
—Es una voz de
animal —dijo el apoderado en un tono de voz extremadamente bajo comparado con
los gritos de la madre.
—¡Ana! ¡Ana! —llamó
el padre en dirección a la cocina a través de la antesala y dando palmadas—.
¡Ve a buscar inmediatamente un cerrajero!
Ya se sentía
el rumor de las faldas de las dos muchachas que salían corriendo —¿cómo se
habría vestido su hermana tan deprisa?— y ya se oía abrir de golpe la puerta
del piso. No se oyó cerrar, seguramente habían dejado la puerta abierta como
suele ocurrir en las casas en las que ha ocurrido una gran desgracia.
Pero Gregorio
ya estaba mucho más tranquilo. Así es que ya no se entendían sus palabras a
pesar de que a él le habían parecido lo suficientemente claras, más claras que
antes, sin duda, como consecuencia de que el oído se le iba acostumbrando. En
todo caso ya creían los demás en el hecho de que algo andaba mal respecto a Gregorio,
y estaban dispuestos a prestarle ayuda. La decisión y seguridad con que fueron
tomadas las primeras disposiciones le sentaron bien. De nuevo se consideró
incluido en el círculo humano y esperaba de ambos, del médico y del cerrajero,
sin distinguirlos del todo entre sí, excelentes y sorprendentes resultados. Con
el fin de tener una voz lo más clara posible en las decisivas conversaciones
que se avecinaban, tosió un poco, esforzándose, sin embargo, por hacerlo con
mucha moderación, porque posiblemente incluso ese ruido sonaba de una forma
distinta a la voz humana, hecho que no confiaba poder distinguir él mismo.
Mientras tanto, en la habitación contigua reinaba el silencio. Quizás los
padres estaban sentados a la mesa con el apoderado y cuchicheaban, quizá todos
estaban arrimados a la puerta y escuchaban.
Gregorio se
acercó lentamente a la puerta con la ayuda de la silla, allí la soltó, se
arrojó contra la puerta, se mantuvo erguido sobre ella —las callosidades de sus
patitas estaban provistas de una sustancia pegajosa— y descansó así durante un
momento del esfuerzo realizado. A continuación comenzó a girar con la boca la
llave, que estaba dentro de la cerradura. Por desgracia, no parecía tener
dientes propiamente dichos —¿con qué iba a agarrar la llave?—, pero, por el
contrario, las mandíbulas eran, desde luego, muy poderosas. Sirviéndose de
ellas pudo hacer girar la llave sin darse cuenta de que, sin duda, se estaba
causando algún daño, porque un líquido parduzco le salía de la boca, chorreaba
por la llave y goteaba hasta el suelo.
—Escuchen
ustedes —dijo el apoderado en la habitación contigua—. Está girando la llave.
Esto significó
un gran estímulo para Gregorio; pero todos debían haberle animado, incluso el
padre y la madre: «¡Vamos, Gregorio! —debían haber aclamado—. ¡Duro con ello,
duro con la cerradura!». Y ante la idea de que todos seguían con expectación
sus esfuerzos, se aferró ciegamente a la llave con todas las fuerzas que fue
capaz de reunir. A medida que avanzaba el giro de la llave, Gregorio se movía
en torno a la cerradura, ya sólo se mantenía de pie con la boca, y, según era
necesario, se colgaba de la llave o la apretaba de nuevo hacia dentro con todo
el peso de su cuerpo. El sonido agudo de la cerradura, que se abrió por fin, lo
volvió completamente en sí. Respirando profundamente dijo para sus adentros:
—No he
necesitado al cerrajero—. Y apoyó la cabeza sobre el picaporte para abrir la
puerta del todo.
Este modo de
hacerlo fue la causa de que, aunque libre ya la entrada, todavía no se lo
viese. En primer lugar tenía que darse lentamente la vuelta sobre sí mismo,
alrededor de la hoja de la puerta, y ello con mucho cuidado si no quería caer
torpemente de espaldas justo ante el umbral de la habitación. Aún estaba
absorto en llevar a cabo aquel difícil movimiento y no tenía tiempo de prestar
atención a otra cosa, cuando escuchó al apoderado lanzar en voz alta un «¡Oh!»
que sonó como un silbido del viento, y en ese momento vio también cómo aquél,
que era el más cercano a la puerta, se tapaba con la mano la boca abierta y
retrocedía lentamente como si le empujase una fuerza invisible que actuaba
regularmente. La madre —a pesar de la presencia del apoderado, estaba allí con
los cabellos desenredados y levantados hacia arriba— miró en primer lugar al
padre con las manos juntas, dio a continuación dos pasos hacia Gregorio y, con
el rostro completamente oculto en su pecho, cayó al suelo en medio de sus
faldas, que quedaron extendidas a su alrededor. El padre cerró el puño con
expresión amenazadora, como si quisiera empujar de nuevo a Gregorio a su
habitación, miró inseguro a su alrededor por el cuarto de estar, después se
tapó los ojos con las manos y lloró de tal forma que su robusto pecho se
estremecía por el llanto.
Gregorio no entró, pues, en la habitación,
sino que se apoyó en la parte intermedia de la hoja de la puerta que permanecía
cerrada, de modo que sólo podía verse la mitad de su cuerpo y sobre él la
cabeza, inclinada a un lado, con la cual miraba hacia los demás. Entre
tanto el día había aclarado. Al otro lado de la calle se distinguía claramente
una parte del edificio de enfrente, negruzco e interminable —era un hospital—,
con sus ventanas regulares que rompían duramente la fachada. Todavía caía la
lluvia, pero sólo a grandes gotas que eran lanzadas hacia abajo aisladamente
sobre la tierra. Las piezas de la vajilla del desayuno se extendían en gran
cantidad sobre la mesa porque para el padre el desayuno era la comida principal
del día, que prolongaba durante horas con la lectura de diversos periódicos.
Justamente en la pared de enfrente había una fotografía de Gregorio, de la
época de su servicio militar, que le representaba con uniforme de teniente, con
la mano sobre la espada, sonriendo despreocupadamente, como exigiendo respeto
para su actitud y su uniforme. La puerta del vestíbulo estaba abierta y se
podía ver el rellano de la escalera y el comienzo de la misma, que conducía
hacia abajo.
—Bueno —dijo Gregorio, y era completamente
consciente de que era el único que había conservado la tranquilidad—, me
vestiré inmediatamente, empaquetaré el muestrario y saldré de viaje. ¿Quieren
dejarme marchar? Bueno, señor apoderado, ya ve usted que no soy obstinado y me
gusta trabajar. Viajar es fatigoso, pero no podría vivir sin viajar. ¿Adónde va
usted, señor apoderado? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo contará usted todo tal como es en
realidad? En un momento dado puede uno ser incapaz de trabajar, pero después
llega el momento preciso de acordarse de los servicios prestados y de pensar
que después, una vez superado el obstáculo, uno trabajará, con toda seguridad,
con más celo y concentración. Yo le debo mucho al jefe, bien lo sabe usted. Por
otra parte, tengo a mi cuidado a mis padres y a mi hermana. Estoy en un
aprieto, pero saldré de él, aunque no me lo haga usted más difícil de lo que ya
es. ¡Póngase de mi parte en el almacén! Ya sé que no se quiere bien al
viajante. Se piensa que gana un montón de dinero y se da la gran vida. Es
cierto que no hay una razón especial para meditar a fondo sobre este prejuicio,
pero usted, señor apoderado, usted tiene una visión de conjunto de las
circunstancias mejor que la que tiene el resto del personal. Sí, en confianza,
incluso una visión de conjunto mejor que la del mismo jefe, que, en su condición
de empresario, cambia fácilmente de opinión en perjuicio del empleado. También
sabe usted muy bien que el viajante, que casi todo el año está fuera del
almacén, puede convertirse fácilmente en víctima de murmuraciones, casualidades
y quejas infundadas, contra las que le resulta absolutamente imposible
defenderse, porque la mayoría de las veces no se entera de ellas y más tarde,
cuando, agotado, ha terminado un viaje, siente sobre su propia carne, una vez
en el hogar, las funestas consecuencias cuyas causas no puede comprender. Señor
apoderado, no se marche usted sin haberme dicho una palabra que me demuestre
que, al menos en una pequeña parte, me da usted la razón.
Pero el apoderado ya se había dado la
vuelta a las primeras palabras de Gregorio, y lo miraba por encima del hombro,
convulsivamente agitado y con un gesto de asco en los labios. Mientras Gregorio
hablaba no estuvo quieto ni un momento, sino que, sin perderle de vista, se iba
deslizando hacia la puerta, muy lentamente, como si existiese una prohibición
secreta de abandonar la habitación. Ya se encontraba en el vestíbulo y, a
juzgar por el movimiento repentino con que sacó el pie por última vez del
cuarto de estar, podría haberse creído que acababa de quemarse la suela. Ya en
el vestíbulo, extendió la mano derecha lejos de sí y en dirección a la
escalera, como si allí le esperase realmente una salvación sobrenatural.
Gregorio
comprendió que de ningún modo debía dejar marchar al apoderado en este estado
de ánimo, si es que no quería ver extremadamente amenazado su trabajo en el
almacén. Los padres no entendían todo esto demasiado bien: durante todos estos
largos años habían llegado al convencimiento de que Gregorio estaba colocado en
este almacén para el resto de su vida, y además, con las preocupaciones
actuales, tenían tanto que hacer, que habían perdido toda previsión. Pero
Gregorio poseía esa previsión. El apoderado tenía que ser retenido,
tranquilizado, persuadido y, finalmente, atraído. ¡El futuro de Gregorio y de
su familia dependía de ello! ¡Si hubiese estado aquí la hermana! Ella era
lista. Ya había llorado cuando Gregorio todavía estaba tranquilamente sobre su
espalda, y seguro que el apoderado, ese aficionado a las mujeres, se hubiese
dejado llevar por ella. Ella habría cerrado la puerta principal y en el
vestíbulo le hubiese disuadido de su miedo. Pero lo cierto es que la hermana no
estaba aquí y Gregorio tenía que actuar. Y sin pensar que no conocía todavía su
actual capacidad de movimiento y que sus palabras posiblemente, seguramente incluso,
no habían sido entendidas, abandonó la hoja de la puerta y se deslizó a través
del hueco abierto. Pretendía dirigirse hacia el apoderado que, de una forma
grotesca, se agarraba ya con ambas manos a la barandilla del rellano. Pero,
buscando algo en que apoyarse, se cayó inmediatamente sobre sus múltiples
patitas, dando un pequeño grito. Apenas había sucedido esto, sintió por primera
vez en esta mañana un bienestar físico: las patitas tenían suelo firme por
debajo, obedecían a la perfección, como advirtió con alegría. Incluso
intentaban transportarle hacia donde él quería, dándole la sensación a Gregorio
de que el alivio definitivo de todos sus males se encontraba a su alcance. Pero
en el mismo momento en que, a causa del movimiento reprimido, se balanceaba a
ras de suelo, no lejos de su madre, ésta, a pesar de que parecía completamente
sumida en sus propios pensamientos, dio un salto hacia arriba, con los brazos
extendidos, con los dedos muy separados entre sí, y exclamó:
—¡Socorro, por
el amor de Dios, socorro!
Mantenía la
cabeza inclinada, como si quisiera ver mejor a Gregorio; pero, en contradicción
con ello, se desplomó hacia atrás, cayendo inerte sobre la mesa, y no habiendo
recordado que estaba aún puesta, quedó sentada en ella, sin darse cuenta de que
el café chorreaba de la cafetera volcada, derramándose en un punto fijo de la
alfombra.
—¡Madre,
madre! —murmuró Gregorio mirándola de abajo a arriba. Por un momento había
olvidado completamente al apoderado; por el contrario, no pudo evitar, a la
vista del café que se derramaba, abrir y cerrar varias veces sus mandíbulas al
vacío.
Al verlo la madre gritó
nuevamente, huyó de la mesa y cayó en los brazos del padre, que corría a su
encuentro. Pero Gregorio no tenía ahora tiempo para sus padres. El apoderado se
encontraba ya en la escalera y, con la barbilla sobre la barandilla, dirigía
una última mirada a aquella escena. Gregorio tomó impulso para alcanzarle con
la mayor rapidez posible. El apoderado debió adivinar algo, porque saltó de una
vez varios escalones y desapareció, lanzando aún un «¡Uh!», que se oyó en toda
la escalera. Lamentablemente esta huida del apoderado pareció desconcertar del
todo al padre, que hasta ahora había estado relativamente sereno, pues en lugar
de perseguir él mismo al apoderado o, al menos, no obstaculizar a Gregorio en
su persecución, agarró con la mano derecha el bastón del apoderado, que aquél
había dejado sobre la silla junto con el sombrero y el gabán, tomó con la mano
izquierda un gran periódico que había sobre la mesa y, dando patadas en el
suelo, comenzó a hacer retroceder a Gregorio a su habitación blandiendo el
bastón y el periódico. De nada sirvieron los ruegos de Gregorio, tampoco fueron
entendidos, y por mucho que girase humildemente la cabeza, el padre pataleaba
aún con más fuerza. Al otro lado, la madre había abierto de par en par una
ventana, a pesar del tiempo frío, e inclinada hacia fuera se cubría el rostro
con las manos.
Entre la calle
y la escalera se estableció una fuerte corriente de aire, las cortinas de las
ventanas volaban, se agitaban los periódicos de encima de la mesa, las hojas
sueltas revoloteaban por el suelo. El padre le acosaba implacablemente y daba
silbidos como un loco. Pero Gregorio todavía no tenía mucha práctica en andar
hacia atrás, lo hacía realmente muy despacio. Si Gregorio se hubiese podido dar
la vuelta, enseguida hubiese estado en su habitación, pero tenía miedo de
impacientar al padre con su lentitud al darse la vuelta, y a cada instante le
amenazaba el golpe mortal del bastón en la espalda o la cabeza. Finalmente, no
le quedó a Gregorio otra solución, pues advirtió con angustia que andando hacia
atrás ni siquiera era capaz de mantener la dirección, y así, mirando con temor
constantemente a su padre de reojo, comenzó a darse la vuelta con la mayor
rapidez posible, aunque en realidad lo hacía con una gran lentitud. Quizá
advirtió el padre su buena voluntad, porque no sólo no le obstaculizó en su
empeño, sino que, con la punta de su bastón, le dirigía de vez en cuando, desde
lejos, en su movimiento giratorio. ¡Si no hubiese sido por ese insoportable
silbar del padre! Por su culpa Gregorio perdía la cabeza por completo. Ya casi
se había dado la vuelta del todo cuando, siempre oyendo ese silbido, incluso se
equivocó y retrocedió un poco en su vuelta. Pero cuando por fin, feliz, tenía
ya la cabeza ante la puerta, resultó que su cuerpo era demasiado ancho para
pasar por ella sin más. Naturalmente, al padre, en su actual estado de ánimo,
ni siquiera se le ocurrió ni por lo más remoto abrir la otra hoja de la puerta
para ofrecer a Gregorio espacio suficiente. Su idea fija consistía solamente en
que Gregorio tenía que entrar en su habitación lo más rápidamente posible.
Tampoco hubiera permitido jamás los complicados preparativos que necesitaba
Gregorio para incorporarse y, de este modo, atravesar la puerta. Es más,
empujaba hacia delante a Gregorio con mayor ruido aún, como si no existiese
obstáculo alguno. Gregorio sentía tras de sí una voz que parecía imposible
fuese la de su padre; ahora ya no había que andarse con bromas. Gregorio,
pasase lo que pasase, se apretujó en el marco de la puerta. Uno de los costados
se levantó, ahora estaba atravesado en el umbral, con su costado completamente
deshecho. En la puerta blanca quedaron marcadas unas manchas desagradables.
Pronto se quedó allí atascado, totalmente incapaz por sí solo de realizar
cualquier movimiento. Las patitas de uno de los lados estaban colgadas en el
aire y temblaban, las del otro permanecían aplastadas dolorosamente contra el suelo.
Entonces el
padre le dio por detrás un fuerte empujón que, en esta situación, le produjo un
auténtico alivio y que lo precipitó dentro del cuarto, sangrando en abundancia.
Luego, la puerta fue cerrada con el bastón, y todo retornó por fin a la calma.
19. a. ERNEST
HEMINGWAY: El viejo y el mar.
«Capítulo I»
Era un viejo que pescaba solo en
un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En
los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta
días sin haber pescado, los padres del muchacho le habían dicho que el viejo
estaba definitiva y rematadamente salao, lo cual era la peor forma de la
mala suerte, y por orden de sus padres el muchacho había salido en otro bote
que cogió tres buenos peces la primera semana. Entristecía al muchacho ver al
viejo regresar todos los días con su bote vacío, y siempre bajaba a ayudarle a
cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela arrollada al
mástil. La vela estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente
derrota.
El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte
posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el
sol produce con sus reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Estas
pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían
las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan
los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan
viejas como las erosiones de un árido desierto.
Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y éstos tenían el color mismo
del mar y eran alegres e invictos.
—Santiago —le dijo el
muchacho trepando por la orilla desde donde quedaba varado el bote—. Yo podría
volver con usted. Hemos hecho algún dinero.
El viejo había
enseñado al muchacho a pescar y el muchacho le tenía cariño.
—No —dijo el
viejo—. Tú sales en un bote que tiene buena suerte. Sigue con ellos.
—Pero recuerde
que una vez llevaba ochenta y siete días sin pescar nada y luego cogimos peces
grandes todos los días durante tres semanas.
—Lo recuerdo
—dijo el viejo—. Y yo sé que no me dejaste porque hubieses perdido la
esperanza.
—Fue papá
quien me obligó. Soy un chiquillo y tengo que obedecerle.
—Lo sé —dijo
el viejo—. Es completamente normal.
—Papá no tiene
mucha fe.
—No. Pero
nosotros sí, ¿verdad?
—Sí —dijo el
muchacho— ¿Me permite invitarle a una cerveza en la Terraza? Luego llevaremos
las cosas a casa.
—¿ Por qué no?
—dijo el viejo—. Entre pescadores.
Se sentaron en la terraza. Muchos de los pescadores se reían del
viejo, pero él no se molestaba. Otros, entre los más viejos, lo miraban y se
ponían tristes. Pero no lo manifestaban y se referían cortésmente a la
corriente y a las hondonadas donde habían tendido sus sedales, al continuo buen
tiempo y a lo que habían visto. Los pescadores que aquel día habían tenido
éxito habían llegado y habían limpiado sus agujas y las llevaban tendidas sobre
dos tablas, dos hombres tambaleándose al extremo de cada tabla, a la
pescadería, donde esperaba a que el camión del hielo las llevara al mercado, a
La Habana. Los que habían pescado tiburones los habían llevado a la factoría de
tiburones, al otro lado de la ensenada, donde eran izados en aparejos de polea;
les sacaban los hígados, les cortaban las aletas y los desollaban y cortaban su
carne en trozos para salarla.
19. b. JOHN DOS
PASSOS: Manhattan Transfer, «II. METRÓPOLI».
Los
faroles de gas oscilan un momento en las calles moradas de frío, luego se
apagan en un amanecer lívido. Gus McNiel, con los ojos todavía pegados de
sueño, marcha al lado de su carro, balanceando una cesta de rejilla, llena de
botes de leche. Para en las puertas, recoge las botellas vacías, sube las
escaleras heladas, deja los cuartillos de leche, calidad A o calidad B,
mientras tras las cornisas, los tanques de agua, los caballetes de los tejados,
las chimeneas, el cielo se tiñe de rosa y amarillo. Las pisadas comienzan a
oscurecer el pavimento escarchado. Un camión de cerveza retumba calle abajo.
—¿Cómo
va, Moike? Vaya fresquito, ¿eh? —grita Gus McNiel a un guardia que se frota los
brazos en la esquina de la Octava Avenida.
—¿Qué
hay, Gus? ¿Siguen las vacas dando leche?
Ya es
completamente de día cuando al fin, golpeando con las riendas el raído trasero
de su caballo capón, emprende el regreso a la lechería. A sus espaldas brincan
en el carro las botellas vacías. En la Novena Avenida un tren pasa disparado
por lo alto, en dirección al centro, arrastrado por una maquinilla verde que
lanza burbujas blancas, densas como algodón, a disolverse en el aire crudo,
entre rígidas casas de negras ventanas. Los primeros rayos del sol hacen
resaltar el dorado letrero de
DANIEL McGILLYCUDDY, VINOS Y LICORES
en la esquina de la Décima Avenida. Gus McNiel tiene la
lengua seca, y el alba le da un gusto salado. Un buen vaso de cerveza le entona
a uno en una mañana como ésta. Enrolla las riendas al látigo y salta por encima
de la rueda. Sus pies ateridos le duelen al chocar contra el pavimento.
Pateando
para que le vuelva la sangre a los dedos, franquea la portezuela.
—Que el
diablo me lleve si no es el lechero que nos trae una pinta de crema para el
café.
Gus
escupe en la recién lustrada escupidera, junto al mostrador.
—Chico,
tengo sed…
—Apuesto
que has bebido mucha leche otra vez, Gus —rugió el dueño del bar con su cara
cuadrada de filete.
El local
huele a lustre y a serrín fresco. A través de una ventana abierta un rojo rayo
de sol acaricia las nalgas de una mujer desnuda, que quieta como un huevo duro
sobre un plato de espinacas, aparece reclinada en un cuadro de marco dorado,
detrás del mostrador.
—Bueno,
Gus, ¿qué te apetece una mañana fría como ésta?
—Cerveza
basta, Mac.
La espuma
sube en el vaso, tiembla, se derrama. El dueño roza los bordes con una paleta
de madera, deja que la espuma se asiente un instante, luego pone otra vez el
vaso bajo la espita poco abierta. Gus se instala confortablemente apoyando los
talones en la barra de latón.
—¿Y cómo va el trabajo?
Gus
despacha su vaso de cerveza y levanta hasta el cuello la mano, antes de
limpiarse la boca con ella.
—Estoy
hasta aquí… Lo que voy a hacer es irme al Oeste, comprar un terreno en North
Dakota, o en cualquier sitio por allá, y plantar trigo… Yo me las arreglo bien
en una granja… Esta vida de las ciudades no vale para nada.
—¿Cómo lo
tomará Nellie?
—No se
avendrá muy bien al principio, le gustarán las comodidades de la casa, sus
costumbres, pero creo que en cuanto se vea allá… Ésta no es vida ni para ella
ni para mí.
—Tienes razón. Esta ciudad está acabada… Yo
y la señora venderemos esto el mejor día; pronto, me parece. Si pudiéramos
comprar un «restaurante chique» en el centro o un merendero, eso sí que nos vendría
al pelo. Ya le he echado el ojo a una finquita por cerca de Bronxville, a
distancia razonable. —Apretando meditativamente la barbilla en un puño como un
mazo, prosiguió—: Yo estoy harto de tener que andar a porrazos con esos
malditos borrachos todas las noches. ¡Qué caramba, yo no he dejado el ring para
seguir boxeando! Justamente anoche, dos tíos empezaron a darse golpes y yo tuve
que habérmelas con ellos para despejar el local… Ya estoy cansado de pelear con
todos los beodos de la Décima Avenida… Toma algo por cuenta de la casa.
—Temo que Nellie me lo va a notar
por el olor.
—Bah, no te preocupes… Nellie debe
estar acostumbrada a que se beba un poquito. A su padre bien le gusta.
—En serio, Mac, no me he
emborrachado desde que me casé.
—Haces bien. Es realmente un encanto
de mujer, Nellie; vaya si lo es. Aquellos ricitos suyos son para volver loco a
cualquiera.
La segunda cerveza lleva un acre
torrente de espuma hasta las puntas de sus dedos. Gus, riendo, se da una
palmada en el muslo.
—Es una perla, eso es lo que es,
Gus; tan señorita y demás.
—Bueno, creo que me voy a verla.
—Qué tío de suerte, volverte a casa
a acostarte con tu mujer, cuando todos empezamos a trabajar.
La cara de Gus se puso más roja. Los
oídos le palpitaban.
—A veces me la encuentro en la cama
aún… Hasta la vista, Mac.
Gus sale a la calle. La mañana está
triste y fría. Nubes de plomo pesan sobre la ciudad.
—Arre, saco de huesos —dice Gus
dando un tirón de la rienda.
La Undécima Avenida está cubierta de
un polvo helado. Chirrían las ruedas, martillean los cascos en los adoquines.
Por la vía férrea llega el tin-tan de la campana de la locomotora de un tren de
mercancías que entra en agujas. Gus está en la cama con su mujer, hablándole
dulcemente: «Mira, Nellie, no te importará que nos vayamos al Oeste, ¿verdad?
He hecho una instancia pidiendo un terreno en North Dakota, tierra negra donde
podremos hacer un montón de dinero con el trigo. Hay tipos que se han hecho
ricos con cinco buenas cosechas… Y es mejor para los dos porque también…»
«Hola, Moike.» Aún está ahí el pobre Moike, en su puesto. Mal negocio ser
guardia con este frío. Más vale cultivar trigo y tener una buena granja, con
graneros, y cerdos, y caballos, y vacas, y gallinas… Nellie tan bonita con su
pelo rizado, dando de comer a las gallinas a la puerta de la cocina…
—¡Eh, caramba!... —le grita uno
desde la acera—. ¡Cuidado con el tren!
Una boca que grita bajo una gorra de
visera, una bandera verde que ondea. «¡Dios mío, estoy en la vía!» De un brusco
tirón hace volver la cabeza al caballo. Un topetazo destroza el carro. Los
vagones, el caballo, la bandera verde, las casas rojas, todo voltejea y se
hunde en las tinieblas.
20 .a. EUGÈNE IONESCO:
La cantante calva, «Escena I».
Interior burgués inglés, con sillones
ingleses. Velada inglesa. El SEÑOR SMITH, inglés, en su sillón y con sus
zapatillas inglesas, fuma su pipa inglesa y lee un diario inglés, junto a una
chimenea inglesa. Tiene anteojos ingleses y un bigotito gris inglés. A su lado,
en otro sillón inglés, la SEÑORA SMITH, inglesa, remienda unos calcetines
ingleses. Un largo momento de silencio inglés. El reloj de chimenea inglés hace
oír diecisiete toques ingleses.
SRA. SMITH: ¡Vaya, son las nueve! Hemos comido sopa, pescado,
patatas con tocino, y ensalada inglesa. Los niños han bebido agua inglesa.
Hemos comido bien esta noche. Eso es porque vivimos en los suburbios de Londres
y nos apellidamos Smith.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: Las patatas están muy
bien con tocino, y el aceite de la ensalada no estaba rancio. El aceite del
almacenero de la esquina es de mucho mejor calidad que el aceite del almacenero
de enfrente, y también mejor que el aceite del almacenero del final de la cuesta.
Pero con ello no quiero decir que el aceite de aquéllos sea malo.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: Sin embargo, el
aceite del almacenero de la esquina sigue siendo el mejor.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: Esta vez Mary ha cocido bien las patatas. La vez
anterior no las había cocido bien. A mí no me gustan sino cuando están bien
cocidas.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: El pescado era fresco.
Me he chupado los dedos. Lo he repetido dos veces. No, tres veces. Eso me hace
ir al retrete. Tú también has comido tres raciones. Sin embargo, la tercera vez
has tomado menos que las dos primeras, en tanto que yo he tomado mucho más.
Esta noche he comido mejor que tú. ¿Cómo es eso? Ordinariamente eres tú quien
come más. No es el apetito lo que te falta.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: No obstante, la sopa estaba quizás un poco
demasiado salada. Tenía más sal que tú. ¡Ja, ja! Tenía también demasiados
puerros y no las cebollas suficientes. Lamento no haberle aconsejado a Mary que
le añadiera un poco de anís estrellado. La próxima vez me ocuparé de ello.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: Nuestro rapazuelo
habría querido beber cerveza, le gustaría beberla a grandes tragos, pues se te
parece. ¿Has visto cómo en la mesa tenía la vista fija en la botella? Pero yo
vertí en su vaso agua de la garrafa. Tenía sed y la bebió. Elena se parece a
mí: es buena mujer de su casa, económica, y toca el piano. Nunca pide de beber
cerveza inglesa. Es como nuestra hijita, que sólo bebe leche y no come más que
gachas. Se ve que sólo tiene dos años. Se llama Peggy. La tarta de membrillo y
de fríjoles estaba formidable. Tal vez habría estado bien beber, en el postre,
un vasito de vino de Borgoña australiano, pero no he llevado el vino a la mesa
para no dar a los niños un mal ejemplo de gula. Hay que enseñarles a ser
sobrios y mesurados en la vida.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: La señora Parker
conoce un almacenero rumano, llamado Popesco Rosenfeld, que acaba de llegar de
Constantinopla. Es un gran especialista en yogurt. Posee diploma de la escuela
de fabricantes de yogurt de Andrinópolis. Mañana iré a comprarle una gran olla
de yogurt rumano folklórico. No hay con frecuencia cosas como ésa aquí, en los
alrededores de Londres.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: El yogurt es excelente
para el estómago, los riñones, el apéndice y la apoteosis. Eso es lo que me
dijo el doctor Mackenzie-King, que atiende a los niños de nuestros vecinos, los
Johns. Es un buen médico. Se puede tener confianza en él. Nunca recomienda más
medicamentos que los que ha experimentado él mismo. Antes de operar a Parker se
hizo operar el hígado sin estar enfermo.
SR. SMITH: Pero, entonces, ¿cómo es posible que el doctor
saliera bien de la operación y Parker muriera a consecuencia de ella?
SRA. SMITH: Porque la operación
dio buen resultado en el caso del doctor y no en el de Parker.
SR. SMITH: Entonces Mackenzie no
es un buen médico. La operación habría debido dar buen resultado en los dos o
los dos habrían debido morir.
SRA. SMITH:¿Por qué?
SR. SMITH: Un médico concienzudo
debe morir con el enfermo si no pueden curarse juntos. El capitán de un barco
perece con el barco, en el agua. No le sobrevive.
SRA. SMITH: No se puede comparar a un enfermo con un barco.
SR. SMITH: ¿Por qué no? El barco
tiene también sus enfermedades; además tu doctor es tan sano como un barco;
también por eso debía perecer al mismo tiempo que el enfermo, como el doctor y
su barco.
SRA. SMITH: ¡Ah! ¡No había pensado en eso!... Tal vez sea
justo... Entonces, ¿cuál es tu conclusión?
SR. SMITH: Que todos los doctores
no son más que charlatanes. Y también todos los enfermos. Sólo la marina es
honrada en Inglaterra.
SRA. SMITH: Pero no los marinos.
SR. SMITH: Naturalmente.
(Pausa.)
SR. SMITH: (Sigue leyendo el
diario.) Hay algo que no comprendo. ¿Por qué en la sección del registro
civil del diario dan siempre la edad de las personas muertas y nunca la de los
recién nacidos? Es absurdo.
SRA. SMITH: ¡Nunca me
lo había preguntado!
(Otro momento de silencio. El
reloj suena siete veces. Silencio. El reloj suena tres veces. Silencio. El
reloj no suena ninguna vez.)
SR. SMITH: (Siempre absorto en su diario.) Mira,
aquí dice que Bobby Watson ha muerto.
SRA. SMITH: ¡Oh, Dios
mío! ¡Pobre! ¿Cuándo ha muerto?
SR. SMITH: ¿Por qué
pones esa cara de asombro? Lo sabías muy bien. Murió hace dos años. Recuerda
que asistimos a su entierro hace año y medio.
SRA. SMITH: Claro
está que lo recuerdo. Lo recordé en seguida, pero no comprendo por qué te has
mostrado tan sorprendido al ver eso en el diario.
SR. SMITH: Eso no
estaba en el diario. Hace ya tres años que hablaron de su muerte. ¡Lo he
recordado por asociación de ideas!
SRA. SMITH: ¡Qué
lástima! Se conservaba tan bien.
SR. SMITH: Era el
cadáver más lindo de Gran Bretaña. No representaba la edad que tenía. Pobre
Bobby, llevaba cuatro años muerto y estaba todavía caliente. Era un verdadero
cadáver viviente. ¡Y qué alegre era!
SRA. SMITH: La pobre
Bobby.
SR. SMITH: Querrás
decir el pobre Bobby.
SRA. SMITH: No, me refiero a su mujer. Se llama Bobby como él, Bobby
Watson. Como tenían el mismo nombre no se les podía distinguir cuando se les
veía juntos. Sólo después de la muerte de él se pudo saber con seguridad quién
era el uno y quién la otra. Sin embargo, todavía al presente hay personas que
la confunden con el muerto y le dan el pésame. ¿La conoces?
SR. SMITH: Sólo la he
visto una vez, por casualidad, en el entierro de Bobby.
SRA. SMITH: Yo no la
he visto nunca. ¿Es bella?
SR. SMITH: Tiene facciones regulares, pero no se puede decir que sea
bella. Es demasiado grande y demasiado fuerte. Sus facciones no son regulares,
pero se puede decir que es muy bella. Es un poco excesivamente pequeña y
delgada y profesora de canto.
(El reloj suena cinco veces. Pausa larga.)
SRA. SMITH: ¿Y cuándo van a casarse los dos?
SR. SMITH: En la primavera próxima lo más tarde.
SRA. SMITH: Sin duda habrá que ir a su casamiento.
SR. SMITH: Habrá que hacerles un regalo de boda. Me pregunto
cuál.
SRA. SMITH: ¿Por qué no hemos de regalarles una de las siete
bandejas de plata que nos regalaron cuando nos casamos y nunca nos han servido
para nada?... Es triste para ella haberse quedado viuda tan joven.
SR. SMITH: Por suerte no han tenido hijos.
SRA. SMITH: ¡Sólo les falta eso! ¡Hijos! ¡Pobre mujer, qué
habría hecho con ellos!
SR. SMITH: Es todavía joven. Muy bien puede volver a
casarse. El luto le sienta bien.
SRA. SMITH: ¿Pero quién cuidará de sus hijos? Sabes muy bien
que tienen un muchacho y una muchacha. ¿Cómo se llaman?
SR. SMITH: Bobby y Bobby, como sus padres. El tío de Bobby
Watson, el viejo Bobby Watson, es rico y quiere al muchacho. Muy bien podría
encargarse de la educación de Bobby.
SRA. SMITH: Sería natural. Y la tía de Bobby Watson, la
vieja Bobby Watson, podría muy bien, a su vez, encargarse de la educación de
Bobby Watson, la hija de Bobby Watson. Así la mamá de Bobby Watson, Bobby,
podría volver a casarse. ¿Tiene a alguien en vista?
SR. SMITH: Sí, a un primo de Bobby Watson.
SRA. SMITH: ¿Quién? ¿Bobby Watson?
SR. SMITH: ¿De qué Bobby Watson hablas?
SRA. SMITH: De Bobby Watson, el hijo del viejo Bobby Watson,
el otro tío de Bobby Watson, el muerto.
SR. SMITH: No, no es ése, es otro. Es Bobby Watson, el hijo
de la vieja Bobby Watson, la tía de Bobby Watson, el muerto.
SRA. SMITH: ¿Te refieres a Bobby Watson el viajante de
comercio?
SR. SMITH: Todos los Bobby Watson son viajantes de comercio.
SRA. SMITH: ¡Qué oficio duro! Sin embargo, se hacen buenos
negocios.
SR. SMITH: Sí, cuando no hay competencia.
SRA. SMITH: ¿Y cuándo no hay competencia?
SR. SMITH: Los martes, jueves y martes.
SRA. SMITH: ¿Tres días por semana? ¿Y qué hace Bobby Watson
durante ese tiempo?
SR. SMITH: Descansa, duerme.
SRA. SMITH: ¿Pero por qué no trabaja durante esos tres días
si no hay competencia?
SR. SMITH: No puedo saberlo todo. ¡No puedo responder a
todas tus preguntas idiotas!
SRA. SMITH: (Ofendida.)
¿Dices eso para humillarme?
SR. SMITH: (Sonriente)
Sabes muy bien que no.
SRA. SMITH: ¡Todos los hombres son iguales! Os quedáis ahí
durante todo el día, con el cigarrillo en la boca, o bien armáis un escándalo y
ponéis morros cincuenta veces al día, si no os dedicáis a beber sin
interrupción.
SR. SMITH: ¿Pero qué dirías si vieses a los hombres hacer
como las mujeres, fumar durante todo el día, empolvarse, ponerse rouge en los
labios, beber whisky?
SRA. SMITH: Yo me río de todo eso. Pero si lo dices para
molestarme, entonces... ¡sabes bien que no me gustan las bromas de esa clase! (Arroja muy lejos los calcetines y muestra
los dientes. Se levanta.).
SR. SMITH: (Se levanta también y se acerca su esposa, tiernamente.) ¡Oh, mi
gallinita asada! ¿Por qué escupes fuego? Sabes muy bien que lo digo por reír. (La toma por la cintura y la abraza.)
¡Qué ridícula pareja de viejos enamorados formamos! Ven, vamos a apaciguarnos y
acostarnos.
20. b. BERTOLT BRECHT: Madre coraje y sus hijos, 3.
EL
PREDICADOR: [...] Hemos sido derrotados.
MADRE CORAJE: ¿Quién ha sido derrotado? Las
victorias y derrotas de los peces gordos de arriba y las de los de abajo no
siempre coinciden, en absoluto. Hay casos incluso en que, para los de abajo, la
derrota se ha traducido en un beneficio. Se ha perdido el honor, pero nada más.
Recuerdo que una vez, en Livonia, nuestro capitán recibió tal paliza del
enemigo que, en la confusión, conseguí un caballo blanco del bagaje, que tiró
de mi carro durante siete meses. Hasta que vencimos y me lo requisaron. En
general, se puede decir que a nosotros, la gente corriente, la victoria y la
derrota nos salen caras. Lo mejor para nosotros es que la política no se agite
mucho. (A SCHWEIZERCAS). ¡Come!
SCHWEIZERCAS: No tengo ganas. ¿Cómo va a
pagar el sargento mayor a los soldados?
MADRE CORAJE: Cuando se huye, no se cobra
nada.
SCHWEIZERCAS: Claro que sí, tienen derecho.
Si no hay paga no tienen por qué huir. Ni un solo paso.
MADRE CORAJE: Schweizercas, tus escrúpulos me
dan casi miedo. Te he enseñado a ser honrado porque no eres listo, pero todo
tiene sus límites. Ahora me voy a ir con el predicador a comprar una bandera
católica y carne. Nadie sabe elegir la carne como él, lo hace como un sonámbulo.
Yo creo que nota que se trata de un gran pedazo porque, sin quererlo, se le
hace la boca agua. Menos mal que me dejan comerciar. A un comerciante no se le
pregunta en qué cree sino cuál es el precio. Y los calzones protestantes
abrigan también.
EL PREDICADOR: Como dijo aquel fraile
mendicante, cuando oyó que los luteranos lo ponían todo patas arriba, en la
ciudad y en el campo: siempre harán falta mendigos. (MADRE CORAJE desaparece
dentro del carromato). Le preocupa la caja. Hasta ahora hemos pasado
inadvertidos, como si todos fuéramos del carro, pero ¿por cuánto tiempo?
SCHWEIZERCAS: Puedo hacerla desaparecer.
EL PREDICADOR: Eso sería casi más peligroso.
¡Si alguien te viera! Tienen chivatos. Ayer salió uno de una zanja, delante de
mí, mientras hacía mis necesidades. Me asusté tanto que apenas pude reprimir
una jaculatoria, lo que me hubiera traicionado. Yo creo que están dispuestos
hasta a olisquear nuestra mierda para saber si es protestante. El chivato era
uno de esos desgarramantas con una venda en un ojo.
MADRE CORAJE: (Bajando del carromato con un cesto. A KATTRIN) ¿Y qué me encuentro aquí, desvergonzada? (Levanta, triunfante, los zapatos de tacón rojo). ¡Los zapatos
rojos de Yvette! Ha arramblado tranquilamente con ellos. Porque usted le metió
en la cabeza que era seductora. (Los deja
en el cesto). Se los devolveré. ¡Robarle los zapatos a Yvette! Ésa se
pierde por dinero, y lo comprendo. Pero a ti te gustaría hacerlo de balde, por
el gusto. Ya te he dicho que tienes que esperar a que haya paz. ¡Sobre todo,
nada de soldados! ¡Espera a la paz para coquetear!
EL PREDICADOR: Yo no la encuentro coqueta.
MADRE CORAJE: Demasiado. Preferiría que fuera
como una piedra de Dalarna, en donde no hay otra cosa, y que la gente dijera
que la lisiada no llamaba la atención. Entonces no le pasaría nada.
[1] En
aquellos fragmentos de nutrido texto se remarca en negrita la parte exclusiva
que se considera factible de entrar en la prueba PAU.
[2]
Francesca, hija de Guido da Polenta, señor de Rávena, y amigo de Dante; y Paolo
Malatesta, hermano del marido de ésta, el feroz Gianciotto Malatesta, señor de
Rímini, con quien Francesca había sido casada por motivos políticos alrededor
de 1275. Como veremos, la propia Francesca narrará a Dante el amor desdichado
que les ha condenado en uno de los pasajes más bellos y conocidos de toda la Comedia. Toda
la historia parece ser un ejemplo vivo de la teoría amorosa del «Dolce stil
novo».
[3] Es
decir, como apuntamos antes, del grupo de pecadores arrastrados por la pasión
amorosa, no por la sensualidad a otras razones.
[4] El perso es un color
mezcla de púrpura y negro.
[5] A Paolo.
[6]
Descubierta, en efecto, su pasión amorosa, los amantes fueron muertos alrededor
de 1285 por el marido burlado, que será condenado en la Caína , zona del círculo
noveno donde se castiga a los asesinos de consanguíneos (Infierno,
XXXII).
[7] Pues
fue un famosísimo poeta en el mundo, y ahora una sombra más en el Limbo, sin
esperanza de salvación.
[8] Se
trata de una de las novelas escritas en francés que tan famosas fueron en toda
Europa a partir del siglo XII.
[9] Junto con la de Tristán e
Iseo, la de Lancelot y la reina Ginebra, es la historia de amor más conocida
del ciclo artúrico popularizada por la novela. El pasaje aquí aludido es aquel
en que el caballero Gallehault, o Galeotto, sin saber su secreto amor, condujo
a uno a la presencia del otro, e indujo a la reina a que besara al caballero.
[10]
Esquematización del fragmento según José María Valverde (editorial Lumen):
«primera unión con Bloom, en el monte Howth [Irlanda], recordando Gibraltar,
pero abrazándole, aceptándole, diciéndole sí».
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