CAPITULO PRIMERO.
Donde se da
cuenta de como fué criado Candido en una hermosa quinta, y como de ella fué
echado á patadas.
En la quinta
del Señor baron de Tunderten-tronck, título de la Vesfalia, vivia un mancebo
que habia dotado de la índole mas apacible naturaleza. Víase en su fisonomía su
alma: tenia bastante sano juicio, y alma muy sensible; y por eso creo que le
llamaban Candido. Sospechaban los criados antiguos de la casa, que era hijo de
la hermana del señor baron, y de un honrado hidalgo, vecino suyo, con quien
jamas consintió en casarse la doncella, visto que no podia probar arriba de
setenta y un quarteles, porque la injuria de los tiempos habia acabado con el
resto de su árbol genealógico.
Era el señor
baron uno de los caballeros mas poderosos de la Vesfalia; su quinta tenia
puerta y ventanas, y en la sala estrado habia una colgadura. Los perros de su
casa componian una xauria quando era menester; los mozos de su caballeriza eran
sus picadores, y el teniente-cura del lugar su primer capellan: todos le daban
señoría, y se echaban á reir quando decia algun chiste.
La señora
baronesa que pesaba unas catorce arrobas, se habia grangeado por esta prenda
universal respeto, y recibia las visitas con una dignidad que la hacia aun mas
respetable. Cunegunda, su hija, doncella de diez y siete años, era rolliza,
sana, de buen color, y muy apetitosa muchacha; y el hijo del baron en nada
desdecia de su padre. El oráculo de la casa era el preceptor Panglós, y el
chicuelo Candido escuchaba sus lecciones con toda la docilidad propia de su
edad y su carácter.
Demostrado
está, decia Panglós, que no pueden ser las cosas de otro modo; porque
habiéndose hecho todo con un fin, no puede ménos este de ser el mejor de los
fines. Nótese que las narices se hiciéron para llevar anteojos, y por eso nos
ponemos anteojos; las piernas notoriamente para las calcetas, y por eso se
traen calcetas; las piedras para sacarlas de la cantera y hacer quintas, y por
eso tiene Su Señoría una hermosa quinta; el baron principal de la provincia ha
de estar mas bien aposentado que otro ninguno: y como los marranos naciéron
para que se los coman, todo el año comemos tocino. De suerte que los que han
sustentado que todo está bien, han dicho un disparate, porque debian decir que
todo está en el último ápice de perfeccion.
Escuchábale
Candido con atención, y le creía con inocencia, porque la señorita Cunegunda le
parecía un dechado de lindeza, puesto que nunca habia sido osado á decírselo.
Sacaba de aquí que despues de la imponderable dicha de ser baron de
Tunder-ten-tronck, era el segundo grado el de ser la señorita Cunegunda, el
tercero verla cada dia, y el quarto oir al maestro Panglós, el filósofo mas
aventajado de la provincia, y por consiguiente del orbe entero.
Paseándose
un dia Cunegunda en los contornos de la quinta por un tallar que llamaban coto,
por entre unas matas vio al doctor Panglós que estaba dando lecciones de física
experimental á la doncella de labor de su madre, morenita muy graciosa, y no
ménos dócil. La niña Cunegunda tenia mucha disposicion para aprender ciencias;
observó pues sin pestañear, ni hacer el mas mínimo ruido, las repetidas
experiencias que ámbos hacian; vió clara y distintamente la razon suficiente
del doctor, sus causas y efectos, y se volvió desasosegada y pensativa,
preocupada del anhelo de adquirir ciencia, y figurándose que podía muy bien ser
ella la razón suficiente de Candido, y ser este la suya.
De vuelta á
la quinta encontró á Candido, y se abochornó, y Candido se puso también
colorado. Saludóle Cunegunda con voz trémula, y correspondió Candido sin saber
lo que se decia. El dia siguiente, despues de comer, al levantarse de la mesa,
se encontraron detras de un biombo Candido y Cunegunda; esta dexó caer el
pañuelo, y Candido le alzó del suelo; ella le cogió la mano sin malicia, y sin
malicia Candido estampó un beso en la de la niña, pero con tal gracia, tanta
viveza, y tan tierno cariño, qual no es ponderable; topáronse sus bocas, se
inflamáron sus ojos, les tembláron las rodillas, y se les descarriáron las manos….
En esto estaban quando acertó á pasar por junto al biombo el señor barón de
Tunder-ten-tronck, y reparando en tal causa y tal efecto, sacó á Candido fuera
de la quinta á patadas en el trasero. Desmayóse Cunegunda; y quando volvió en
sí, le dió la señora baronesa una mano de azotes; y reynó la mayor
consternación en la mas hermosa y deleytosa quinta de quantas exîstir pueden.
CAPITULO II.
De lo que
sucedió á Candido con los Búlgaros.
Arrojado
Candido del paraiso terrenal fué andando mucho tiempo sin saber adonde se
encaminaba, lloroso, alzando los ojos al cielo, y volviéndolos una y mil veces
á la quinta que la mas linda de las baronesitas encerraba; al fin se acostó sin
cenar, en mitad del campo entre dos surcos. Caía la nieve á chaparrones, y al
otro dia Candido arrecido llegó arrastrando como pudo al pueblo inmediato
llamado Valdberghof-trabenk-dik-dorf, sin un ochavo en la faltriquera, y muerto
de hambre y fatiga. Paróse lleno de pesar á la puerta de una taberna, y
repararon en el dos hombres con vestidos azules. Cantarada, dixo uno, aquí
tenemos un gallardo mozo, que tiene la estatura que piden las ordenanzas.
Acercáronse al punto á Candido, y le convidáron á comer con mucha cortesía.
Caballeros, les dixo Candido con la mas sincera modestia, mucho favor me hacen
vms., pero no tengo para pagar mi parte. Caballero, le dixo uno de los azules,
los sugetos de su facha y su mérito nunca pagan. ¿No tiene vm. dos varas y seis
dedos? Sí, señores, esa es mi estatura, dixo haciéndoles una cortesía. Vamos,
caballero, siéntese vm. á la mesa, que no solo pagarémos, sino que no
consentirémos que un hombre como vm. ande sin dinero; que entre gente honrada
nos hemos de socorrer unos á otros. Razón tienen vms., dixo Candido; así me lo
ha dicho mil veces el señor Panglós, y ya veo que todo está perfectísimo. Le
ruegan que admita unos escudos; los toma, y quiere dar un vale; pero no se le
quieren, y se sientan á la mesa.—¿No quiere vm. tiernamente?… Sí, Señores,
respondió Candido, con la mayor ternura quiero á la baronesita Cunegunda. No
preguntamos eso, le dixo uno de aquellos dos señores, sino si quiere vm.
tiernamente al rey de los Bulgaros. No por cierto, dixo, porque no le he visto
en mi ida.—Vaya, pues es el mas amable de los reyes, ¿Quiere vm. que brindemos
á su salud?—Con mucho gusto, señores; y brinda. Basta con eso, le dixéron, ya
es vm. el apoyo, el defensor, el adalid y el héroe de los Bulgaros; tiene
segura su fortuna, y afianzada su gloria. Echáronle al punto un grillete al
pié, y se le lleváron al regimiento, donde le hiciéron volverse á derecha y á
izquierda, meter la baqueta, sacar la baqueta, apuntar, hacer fuego, acelerar
el paso, y le diéron treinta palos: al otro dia hizo el exercicio algo ménos
jual, y no le diéron mas de veinte; al tercero, llevó solamente diez, y le
tuviéron sus camaradas por un portento.
Atónito
Candido aun no podia entender bien de qué modo era un héroe. Púsosele en la
cabeza un dia de primavera irse á paseo, y siguió su camino derecho,
presumiendo que era prerogativa de la especie humana, lo mismo que de la
especie animal, el servirse de sus piernas á su antojo. Mas apénas había andado
dos leguas, quando héteme otros quatro héroes de dos varas y tercia, que me lo
agarran, me le atan, y me le llevan á un calabozo, Preguntáronle luego jurídicamente
si queria mas pasar treinta y seis veces por baquetas de todo el regimiento, ó
recibir una vez sola doce balazos en la mollera. Inútilmente alegó que las
voluntades eran libres, y que no queria ni una cosa ni otra, fué forzoso que
escogiese; y en virtud de la dádiva de Dios que llaman libertad, se resolvió á
pasar treinta y seis veces baquetas, y sufrió dos tandas. Componíase el
regimiento de dos mil hombres, lo qual hizo justamente quatro mil baquetazos
que de la nuca al trasero le descubriéron músculos y nervios. Iban á proceder á
la tercera tanda, quando Candido no pudiendo aguantar mas pidió por favor que
se le hicieran de levantarle la tapa de los sesos; y habiendo conseguido tan
señalada merced, le estaban vendando los ojos, y le hacían hincarse de
rodillas, quando acertó á pasar el rey de los Bulgaros, que informándose del
delito del paciente, como era este rey sugeto de mucho ingenio, por todo quanto
de Candido le dixéron, echó de ver que era un aprendiz de metafísica muy bisoño
en las cosas de este mundo, y le otorgó el perdon con una clemencia que fué muy
loada en todas las gacetas, y lo será en todos los siglos. Un diestro cirujano
curó á Candido con los emolientes que enseña Dioscórides. Un poco de cútis
tenia ya, y empezaba á poder andar, quando dió una batalla el rey de los
Bulgaros al de los Abaros.
CAPITULO III.
De qué modo
se libró Candido de manos de los Bulgaros, y de lo que le sucedió despues.
No habia
cosa mas hermosa, mas vistosa, mas lucida, ni mas bien ordenada que ámbos exércitos:
las trompetas, los pífanos, los atambores, los obués y los cañones formaban una
harmonía qual nunca la hubo en los infiernos. Primeramente los cañones
derribáron unos seis mil hombres de cada parte, luego la fusilería barrió del
mejor de los mundos unos nueve ó diez mil bribones que inficionaban su
superficie; y finalmente la bayoneta fué la razon suficiente de la muerte de
otros quantos miles. Todo ello podia sumar cosa de treinta millares. Durante
esta heroica carnicería, Candido, que temblaba como un filósofo, se escondió lo
mejor que supo.
Miéntras que
hacian cantar un Te Deum ámbos reyes cada uno en su campo, se resolvió
nuestro héroe á ir á discurrir á otra parte sobre las causas y los efectos.
Pasó por encima de muertos y moribundos hacinados, y llegó á un lugar inmediato
que estaba hecho cenizas; y era un lugar abaro que conforme á las leyes de
derecho público habian incendiado los Bulgaros: aquí, unos ancianos
acribillados de heridas contemplaban exhalar el alma á sus esposas degolladas;
mas allá, daban el postrer suspiro vírgenes pasadas á cuchillo despues de haber
saciado los deseos naturales de algunos héroes; otras medio tostadas clamaban
por que las acabaran de matar; la tierra estaba sembrada de sesos al lado de
brazos y piernas cortadas.
Huyóse á
toda priesa Candido á otra aldea que pertenecia á los Bulgaros, y que habia
sido igualmente tratada por los héroes abaros. Al fin caminando sin cesar por
cima de miembros palpitantes, ó atravesando ruinas, salió al cabo fuera del
teatro de la guerra, con algunas cortas provisiones en la mochila, y sin
olvidarse un punto de su Cunegunda. Al llegar á Holanda se le acabáron las
provisiones; mas habiendo oido decir que la gente era muy rica en este pais, y
que eran cristianos, no le quedó duda de que le darian tan buen trato como el
que en la quinta del señor baron le habian dado, ántes de haberle echado á
patadas á causa de los buenos ojos de Cunegunda la baronesita.
Pidió
limosna á muchos sugetos graves que todos le dixéron que si seguia en aquel oficio,
le encerrarian en una casa de correccion, para enseñarle á vivir sin trabajar.
Dirigióse luego á un hombre que acababa de hablar una hora seguida en una
crecida asamblea sobre la caridad, y el orador, mirándole de reojo, le dixo: ¿A
qué vienes aquí? ¿estás por la buena causa? No hay efecto sin causa, respondió
modestamente Candido; todo está encadenado por necesidad, y ordenado para lo
mejor: ha sido necesario que me echaran de casa de la baronesita Cunegunda, y
que pasara baquetas, y es necesario que mendigue el pan hasta que le pueda
ganar; nada de esto podia ménos de suceder. Amiguito, le dixo el orador, ¿crees
que el papa es el ante-cristo? Nunca lo habia oido, respondió Candido; pero,
séalo ó no lo sea, yo no tengo pan que comer. Ni lo mereces, replicó el otro;
anda, bribon, anda, miserable, y que no te vuelva yo á ver en mi vida. Asomóse
en esto á la ventana la muger del ministro, y viendo á uno que dudaba de que el
papa fuera el ante-cristo, le tiró á la cabeza un vaso lleno de…. ¡O cielos, á qué
excesos se entregan las damas por zelo de la religion!
Uno que no
habia sido bautizado, un buen anabantista, llamado Santiago, testigo de la
crueldad y la ignominia con que trataban á uno de sus hermanos, á un ser bípedo
y sin plumas, que tenia alma, se le llevó á su casa, le limpió, le dió pan y
cerbeza, y dos florines, y ademas quiso enseñarle á trabajar en su fábrica de
texidos de Persia, que se hacen en Holanda. Candido, arrodillándose casi á sus
plantas, clamaba: Bien decia el maestro Panglós, que todo estaba perfectamente
en este mundo; porque infinitamente mas me enternece la mucha generosidad de
vm., que lo que me enojó la inhumanidad de aquel señor de capa negra, y de su
señora muger.
Yendo al
otro dia de pasco se encontró con un pordiosero, cubierto de lepra, los ojos
casi ciegos, carcomida la punta de la nariz, la boca tuerta, ennegrecídos los
dientes, y el habla gangosa, atormentado de una violenta tos, y que á cada
esfuerzo escupia una muela.
CAPITULO IV.
De qué modo
encontró Candido á su maestro de filosofía, el doctor Panglós, y de lo que le
aconteció.
Mas que á
horror movido á compasion Candido le dió á este horroroso pordiosero los dos
florines que de su honrado anabautista Santiago habia recibido. Miróle de hito
en hito la fantasma, y vertiendo lágrimas se le colgó al cuello. Zafóse Candido
asustado, y el miserable dixo al otro miserable: ¡Ay! ¿con que no conoces á tu
amado maestro Panglós? ¿Qué oygo? ¡vm., mi amado maestro! ¡vm. en tan horrible
estado! ¿Pues qué desdicha le ha sucedido? ¿porqué no está en la mas hermosa de
las granjas? ¿qué se ha hecho la señorita Cunegunda, la perla de las doncellas,
la obra maestra de la naturaleza? No puedo alentar, dixo Panglós. Llevóle sin
tardanza Candido al pajar del anabautista, le dió un mendrugo de pan; y quando
hubo cobrado aliento Panglós, le preguntó: ¿Qué es de Cunegunda? Es muerta,
respondió el otro. Desmayóse Candido al oirlo, y su amigo le volvió á la vida
con un poco de vinagre malo que encontró acaso en el pajar. Abrió Candido los
ojos, y exclamó: ¡Cunegunda muerta! Ha perfectísimo entre los mundos, ¿adonde
estás? ¿y de qué enfermedad ha muerto? ¿ha sido por ventura de la pesadumbre de
verme echar á patadas de la soberbia quinta de su padre? No por cierto, dixo
Panglós, sino de que unos soldados bulgaros le sacáron las tripas, despues que
la hubiéron violado hasta mas no poder, habiendo roto la mollera al señor baron
que la quiso defender. La señora baronesa fué hecha pedazos, mi pobre alumno
tratado lo mismo que su hermana, y en la granja no ha quedado piedra sobre
piedra, ni troxes, ni siquiera un carnero, ni una gallina, ni un árbol; pero
bien nos han vengado, porque lo mismo han hecho los Abaros en una baronía
inmediata que era de un señor bulgaro.
Desmayóse
otra vez Candido al oir este lamentable cuento; pero vuelto en sí, y habiendo
dicho quanto tenia que decir, se informó de la causa y efecto, y de la razon
suficiente que en tan lastimosa situacion á Panglós habia puesto. ¡Ay! dixo el
otro, el amor ha sido; el amor, el consolador del humano linage, el conservador
del universo, el alma de todos los seres sensibles, el blando amor. Ha, dixo
Candido, yo tambien he conocido á ese amor, á ese árbitro de los corazones, á
esa alma de nuestra alma, que nunca me ha valido mas que un beso y veinte
patadas en el trasero. ¿Cómo tan bella causa ha podido producir en vm. tan
abominables efectos? Respondióle Panglós en los términos siguientes: Ya
conociste, amado Candido, á Paquita, aquella linda doncella de nuestra ilustre
baronesa; pues en sus brazos gocé los contentos celestiales, que han producido
los infernales tormentos que ves que me consumen: estaba podrida, y acaso ha
muerto. Paquita debió este don á un Franciscano instruidísimo, que había
averiguado el orígen de su achaque, porque se le habia dado una condesa vieja,
la qual le habia recibido de un capitan de caballería, que le hubo de una
marquesa, á quien se le dió un page, que le cogió de un jesuita, el qual,
siendo novicio, le habia recibido en línea recta de uno de los compañeros de Cristobal
Colon. Yo por mi no se le daré á nadie, porque me voy á morir luego.
¡O Panglós,
exclamó Candido, qué raro árbol de genealogía es ese! ¿fué acaso el diablo su
primer tronco? No por cierto, replicó aquel varon eminente, que era
indispensable cosa y necesario ingrediente del mas excelente de los mundos;
porque si no hubieran pegado á Colon en una isla de América este mal que
envenena el manantial de la generacion, y que á veces estorba la misma
generacion, y manifiestamente se opone al principal blanco de naturaleza, no
tuviéramos ni chocolate ni cochinilla; y se ha de notar que hasta el dia de hoy
es peculiar de nosotros esta dolencia en este continente, no ménos que la
teología escolástica. Todavía no se ha introducido en la Turquía, en la India,
en la Persia, en la China, en Sian, ni en el Japon; pero razon hay suficiente
para que la padezcan dentro de algunos siglos. Miéntras tanto es bendicion de
Dios lo que entre nosotros prospera, con particularidad en los exércitos
numerosos, que constan de honrados ganapanes muy bien educados, los quales
deciden la suerte de los estados, y donde se puede afirmar con certeza, que
quando pelean treinta mil hombres en campal batalla contra un exército
igualmente numeroso, hay cerca de veinte mil galicosos por una y otra parte.
Portentosa
cosa es esa, dixo Candido, pero es preciso tratar de curaros. ¿Y cómo me he de
curar, amiguito, dixo Panglós, si no tengo un ochavo; y en todo este vasto
globo á nadie sangran, ni le administran una lavativa, sin que pague ó que
alguien pague por él?
Estas
últimas razones determináron á Candido á irse á echar á los piés de su
caritativo anabautista Santiago, á quien pintó tan tiernamente la situacion á
que se vía reducido su amigo, que no dificultó el buen hombre en hospedar al
doctor Panglós, y curarle á su costa. Esta cura no costó á Panglós mas que un
ojo y una oreja. Como sabia escribir y contar con perfeccion, le hizo el
anabautista su tenedor de libros. Viéndose precisado á cabo de dos meses á ir á
Lisboa para asuntos de su comercio, se embarcó con sus dos filósofos. Panglós
le explicaba de qué modo todas las cosas estaban peifectísimamente, y Santiago
no era de su parecer. Fuerza es, decia, que hayan los hombres estragado algo la
naturaleza, porque no naciéron lobos, y se han convertido en lobos. Dios no les
dió ni cañones de veinte y quatro, ni bayonetas, y ellos para destruirse han
fraguado bayonetas y cañones. Tambien pudiera mentar las quiebras, y la
justicia que embarga los bienes de los fallidos para frustrar á los acreedores.
Todo eso era indispensable, replicó el doctor tuerto, y de los males
individuales se compone el bien general; de suerte que quanto mas males
particulares hay, mejor está el todo. Miéntras estaba argumentando, se
obscureció el cielo, sopláron furiosos los vientos de los quatro ángulos del
mundo, y á vista del puerto de Lisboa fué embutido el navío de la tormenta mas
hermosa.
CAPITULO V.
De una
tormenta, un naufragio, y un terremoto. De los sucesos del doctor Panglós, de
Candido, y de Santiago el anabautista.
Sin fuerza y
medio muertos la mitad de los pasageros con las imponderables bascas que causa
el balance de un navío en los nervios y en todos los humores que en opuestas
direcciones se agitan, ni aun para temer el riesgo tenian ánimo: la otra mitad
gritaba y rezaba; estaban rasgadas las velas, las xarcias rotas, y abierta la
nave: quien podia trabajaba, nadie se entendia, y nadie mandaba. Algo ayudaba á
la faena el anabautista, que estaba sobre el combes, quando un furioso marinero
le pega un fiero embion, y le derriba en las tablas; pero fué tanto el esfuerzo
que al empujarle hizo, que se cayó de cabeza fuera del navío, y se quedó
colgado y agarrado de una porcion del mástil roto. Acudió el buen Santiago á
socorrerle, y le ayudó á subir; pero con la fuerza que para ello hizo, se cayó
en la mar á vista del marinero que le dexó ahogarse, sin dignarse siquiera de
mirarle. Candido que se acerca, y ve á su bienhechor que viene un instante
sobre el agua, y que se hunde para siempre, se quiere tirar tras de el al mar;
pero le detiene el filósofo Panglós, demostrándole que habia sido criada la
cala de Lisboa con destino á que se ahogara en ella el anabautista. Probándolo
estaba à priori, quando se abrió el navío, y todos pereciéron, ménos
Panglós, Candido, y el desalmado marinero que habia ahogado al virtuoso
anabautista; que el bribon salió á salvamento nadando hasta la orilla, donde
aportáron Candido y Panglós en una tabla.
Así que se
recobráron un poco del susto y el cansancio, se encamináron á Lisboa. Llevaban
algun dinero, con el qual esperaban librarse del hambre, despues de haberse
zafado de la tormenta. Apenas pusiéron los piés en la ciudad, lamentándose de
la muerte de su bien-hechor, la mar embatió bramando el puerto, y arrebató
quantos navíos se hallaban en él anclados; se cubriéron calles y plazas de
torbellinos de llamas y cenizas; hundíanse las casas, caían los techos sobre
los cimientos, y los cimientos se dispersaban, y treinta mil moradores de todas
edades y sexôs eran sepultados entre ruinas. El marinero tarareando y votando
decia: Algo ganarémos con esto. ¿Qual puede ser la razon suficiente de este
fenómeno? decia Panglós; y Candido exclamaba: Este es el dia del juicio final.
El marinero se metió sin detenerse en medio de las ruinas, arrostrando la
muerte por buscar dinero, con el que encontró se fué á emborrachar; y después
de haber dormido la borrachera, compró los favores de la ramera que topó
primero, y que se dió á él entre las ruinas de los desplomados edificios, y en
mitad de los moribundos y los cadáveres, puesto que Panglós le tiraba de la
casaca, diciéndole: Amigo, eso no es bien hecho, que es pecar contra la razon
universal, porque ahora no es ocasion de holgarse. Por vida del Padre Eterno,
respondió el otro, yo soy marinero, y nacido en Batavia; quatro veces he pisado
el crucifixo en quatro viages que tengo hechos al Japon. Pues no vienes mal
ahora con tu razon universal.
Candido, que
la caida de unas piedras habia herido, tendido en el suelo en mitad de la
calle, y cubierto de ruinas, clamaba á Panglós: ¡Ay! tráeme un poco de vino y
aceyte, que me muero. Este temblor de tierra, respondió Panglós, no es cosa
nueva: el mismo azote sufrió Lima años pasados; las mismas causas producen los
mismos efectos; sin duda que hay una veta de azufre subterránea que va de
Lisboa á Lima. Verosímil cosa es, dixo Candido; pero, por Dios, un poco de
aceyte y vino. ¿Cómo verosímil? replicó el filósofo, pues yo sustentaré que
está demostrada. Candido perdió el sentido, y Panglós le llevó un trago de agua
de una fuente inmediata.
Habiendo
hallado el siguiente dia algunos manjares metiéndose por entre los escombros,
cobráron algunas fuerzas, y trabajáron luego, á exemplo de los demas, en alivio
de los habitantes que de la muerte se habian librado. Algunos vecinos que
habian socorrido les diéron la ménos mala comida que en tamaño desastre se
podia esperar: verdad es que fué muy triste el banquete; los convidados bañaban
el pan en llantos, pero Panglós los consolaba sustentando que no podian suceder
las cosas de otra manera; porque todo esto, decia, es lo mejor que hay; porque
si hay un volcan en Lisboa, no podia estar en otra parte; porque no es posible
que no esten las cosas donde estan; porque todo está bien.
Un
hombrecito vestido de negro, familiar de la inquisicion, que junto á el estaba
sentado, interrumpió muy cortesmente, y le dixo: Sín duda, caballero, que no
cree vm. en el pecado original; porque, si todo está perfecto, no ha habido
pecado ni castigo.
Perdóneme
Vueselencia, le respondió con mas cortesía Panglós, porque la caida del hombre
y su maldicion hacian parte necesaria del mas excelente de los mundos posibles.
¿Según eso este caballero no cree que seamos libres? dixo el familiar. Otra vez
ha de perdonar Vueselencia, replicó Panglós, porque puede subsistir la libertad
con la necesidad absoluta; porque era necesario que fuéramos libres; porque
finalmente la voluntad determinada…. En medio de la frase estaba Panglós,
quando hizo el familiar una seña á su secretario que le escanciaba vino de
Porto ó de Oporto.
CAPITULO VI.
Del
magnífico auto de fe que se hizo para que cesara el terremoto, y de los
doscientos azotes que pegáron á Candido.
Pasado el
terremoto que habia destruido las tres quartas partes de Lisboa, el mas eficaz
medio que ocurrió á los sabios del pais para precaver una total ruina, fue la
fiesta de un soberbio auto de fe, habiendo decidido la universidad de Coïmbra
que el espectáculo de unas quantas personas quemadas á fuego lento con toda
solemnidad es infalible secreto para impedir los temblores de tierra. Habian
sido presos por tanto un Vizcayno que estaba convicto de haberse casado con su
comadre, y dos Portugueses que se habían comido un pollo un viernes, y la olla
sin tocino un sábado; y despues de comer se lleváron atados al doctor Panglós y
su discípulo Candido, al uno por lo que habia dicho, y al otro por haberle
escuchado con ademan de aprobar lo que decia. Pusiéronlos separados en unos
aposentos muy frescos, donde nunca incomodaba el sol, y de allí á ocho dias los
vistiéron de un san-benito, y les engalanáron la cabeza con unas mitras de
papel: la coroza y el san-benito de Candido llevaban llamas boca abaxo, y
diablos sin garras ni rabo; pero los diablos de Panglós tenian rabo y garras, y
las llamas ardian hácia arriba. Así vestidos saliéron en procesion, y oyéron un
sermon muy tierno, al qual se siguió una bellísima música en fabordon. A
Candido, miéntras duró el canto, le pegáron doscientos azotes á compas; al
Vizcayno y á los dos que habian comido la olla sin tocino los quemáron, y
Panglós fué ahorcado, aunque no era estilo. Aquel mismo día, tembló la tierra
con un furor espantable.
Candido
atónito, desatentado, confuso, ensangrentado y palpitante, decia entre sí: ¿Si
este es el mejor de los mundos posibles, cómo serán los otros? Vaya con Dios,
si no hubieran hecho mas que espolvorearme las espaldas, que ya los Bulgaros me
habian hecho el mismo agasajo. Pero tú, caro Panglós, el mayor de los
filósofos, ¿porqué te he visto ahorcar, sin saber por qué? O mi amado
anabautista, tu que eras el mejor de los hombres, ¿porqué te has ahogado en el
puerto? Y tú, baronesita Cunegunda, perla de las niñas, ¿porqué te han sacado
el redaño? Volvíase diciendo esto á su casa, sin poderse tener en pié,
predicado, azotado, absuelto, y bendito, quando se le acercó una vieja que le
dixo: Hijo mió, ten buen ánimo, y sígueme.
CAPITULO VII.
Que cuenta
como una vieja remedió las cuitas de Candido, y como topó este con su dama.
No cobró
ánimo Candido, pero siguió á la vieja á una ruin casucha, donde le dió su conductora
un bote de pomada para untarse, y le dexó de comer y de beber; luego le enseñó
una camita muy aseada, y al lado de la cama un vestido completo: Come, hijo,
bebe y duerme, le dixo, y Nuestra Señora de Atocha, el señor San Antonio de
Padua, y el señor Santiago de Compostela se queden contigo: mañana volveré.
Confuso Candido con todo quanto habia visto, y quanto habia padecido, y inas
todavía con la caridad de la vieja, le quiso besar la mano. No es mi mano la
que has de besar, le dixo la vieja; mañana volveré. Untate con la pomada, come
y duerme.
No obstante
sus muchas desventuras, comió y durmió Candido. Al otro dia le trae la vieja de
almorzar, le visita las espaldas, se las estriega con otra pomada, y luego le
trae de comer: á la noche vuelve, y le trae que cenar. El tercer dia fué la
misma ceremonia. ¿Quién es vm.? le decia Candido; ¿quién le ha inspirado tanta
bondad? ¿cómo puedo darle dignas gracias? La buena señora nunca respondia
palabra, pero volvió aquella noche, y no traxo que cenar. Ven conmigo, le dixo,
y no chistes; y diciendo esto agarró á Candido del brazo, y echó á andar con el
por el campo. A cosa de medio quarto de legua que hubiéron andado, llegáron á
una casa sola, cercada de canales y jardines. Llama la vieja á un postigo: abren,
y lleva á Candido por una escalera secreta á un gabinete dorado, donde le dexa
sobre un canapé de terciopelo, cierra la puerta, y se marcha. A Candido se le
figuraba que soñaba, teniendo su vida entera por un sueño funesto, y el momento
actual por un sueño delicioso.
Presto
volvió la vieja, sustentando con dificultad del brazo á una muger que venia
toda trémula, de magestuosa estatura, cubierta de piedras preciosas, y tapada
con un velo. Alza ese velo, dixo á Candido la vieja. Arrímase el mozo, y alza
con mano tímida el velo. ¡Qué instante! ¡qué pasmo! cree que está viendo á su
baronesita, á su Cunegunda; y así era la verdad, porque era ella propia.
Fáltale el aliento, no puede articular palabra, y cae desmayado á sus plantas.
Cunegunda se cae sobre el canapé: la vieja los inunda en aguas de olor; vuelven
en sí, se hablan; primero en voces interrumpidas, en preguntas y respuestas que
no se dan vado unas á otras, en suspiros, lágrimas y gritos. La vieja,
recomendándoles que metan ménos bulla, los dexa libres. ¡Con que es vm., dice
Candido! ¡con que la veo en Portugal, y no ha sido violada, y no le han pasado
de parte á parte las entrañas, como me habia dicho el filósofo Panglós! Sí tal,
replicó la hermosa Cunegunda, pero no siempre son mortales esos accidentes. —¿Y
han sido muertos el padre y la madre de vm.?—Por mi desgracia, sí, respondió
llorando Cunegunda.—¿Y su hermano?—Mi hermano también.—¿Pues porqué está vm. en
Portugal? ¿cómo ha sabido que también yo lo estaba? ¿porqué raro acaso me ha
hecho venir á esta casa? Todo lo diré, replicó la dama; pero antes es forzoso
que me diga vm. quantos sucesos le han pasado desde el inocente beso que me
dió, y las patadas con que se le hiciéron pagar.
Obedeció
Candido con profundo respeto; y puesto que estaba confuso, que tenia trémula y
flaca la voz, y que aun le dolia no poco el espinazo, contó con la mayor
ingenuidad quanto desde el punto de su separacion habia padecido. Alzaba
Cunegunda los ojos al cielo, y vertió tiernas lágrimas por la muerte del buen
anabautista y de Panglós; habló despues como sigue á Candido, el qual no perdió
una palabra, y se la comia con los ojos.
CAPITULO VIII.
Historia de
Cunegunda.
Durmiendo á
pierna suelta estaba en mi cama, quando plugo al cielo que entraran los
Bulgaros en nuestra soberbia quinta de Tunder-ten-tronck, y degollaran á mi
padre y á mi hermano, é hiciesen tajadas á mi madre. Un pazguato de Bulgaro de
dos varas y tercia, viendo que habia yo perdido los sentidos con esta escena,
se puso á violarme; con lo qual volví en mí, y empecé á morder, á arañar, y á
querer sacar los ojos al Bulgarote, no sabiendo que era cosa de estilo quanto
en la quinta de mi padre estaba pasando; pero me dió el belitre una cuchillada
junto á la teta izquierda, que todavía me queda la señal. Ha, espero que me la
enseñará vm., dixo el ingenuo Candido. Ya la verá vm., dixo Cunegunda, pero
sigamos el cuento. Siga vm., replicó Candido.
Añudó pues
así el hilo de su historia Cunegunda: Entró un capitan bulgaro, que me vió
llena de sangre, debaxo del soldado que no se incomodaba; y enojado del poco
respeto que le tenia el malandrin, le mató encima de mí: hízome luego poner en
cura, y me llevó prisionera de guerra á su guarnicion. Allí lavaba las pocas
camisas que el tenia, y le guisaba la comida; el decia que era yo muy bonita, y
tambien he de confesar que era muy lindo mozo, y que tenia la carne suave y
blanca, pero poco entendimiento, y ménos filosofía: y á tiro de ballesta se
echaba de ver que no le habia educado el doctor Panglós. A cabo de tres meses
perdió todo quanto dinero tenia, y no curándose mas de mí, me vendió á un Judío
llamado Don Isacar, que tenia casa de comercio en Holanda y en Portugal, y se
perdia por mugeres. Prendóse mucho de mi el tal Judío, pero nada pudo
conseguir, que me he resistido á el mas bien que al soldado bulgaro; porque una
honrada muger bien puede ser violada una vez, pero con ese mismo contratiempo
se fortalece su virtud. El Judío para domesticarme me ha traído á la casa de
campo que vm. ve. Hasta ahora habia creido que no habia en la tierra mansion
mas hermosa que la granja de Tunder-ten-tronck, pero ya estoy desengañada de mi
error.
El
inquisidor general me vió un dia en misa, no me quitó los ojos de encima, y me
mandó á decir que me tenia que hablar de un asunto secreto. Lleváronme á su
palacio, y yo le dixe quien eran mis padres. Representóme entónces quanto
desdecia de mi nobleza el pertenecer á un israelita. Su Ilustrísima propuso á
Don Isacar que le hiciera cesión de mí; y este, que es banquero de palacio y
hombre de mucho poder, nunca tal quiso consentir. El inquisidor le amenazó con
un auto de fe. Al fin atemorizado mi Judío hizo un ajuste en virtud del qual la
casa y yo habian de ser de ámbos de mancomun; el Judío se reservó los lúnes,
los miércoles y los sábados, y el inquisidor los demas dias de la semana. Seis
meses ha que subsiste este convenio, aunque no sin freqüentes contiendas,
porque muchas veces han disputado sobre si la noche de sábado á domingo
pertenecia á la ley antigua, ó á la ley de gracia. Yo empero á entrámbas leyes
me lie resistido hasta ahora, y por este motivo pienso que me quieren tanto.
Finalmente, por conjurar la plaga de los terremotos, y por poner miedo á Don
Isacar, le plugo al Ilustrísimo señor inquisidor celebrar un auto de fe.
Honróme convidándome á la fiesta; me diéron uno de los mejores asientos, y se
sirviéron refrescos á las señoras en el intervalo de la misa y el suplicio de
los ajusticiados. Confieso que estaba sobrecogida de horror de ver quemar á los
dos Judíos, y al honrado Vizcayno casado con su comadre; pero ¡qué asombro, qué
confusión y qué susto fué el mio quando vi con un sambenito y una coroza una
cara parecida á la de Panglós! Estreguéme los ojos, miré con atencion, le vi
ahorcar, y me tomó un desmayo. Apénas habia vuelto en mí, quando le vi á vm.
desnudo de medio cuerpo: allí fué el cúmulo de mi horror, mi consternacion, mi
desconsuelo, y mi desesperacion. Digo de verdad que la cútis de vm. es mas
blanca y mas encarnada que la de mi capitan de Bulgaros; y esta vista aumentó
todos los afectos que abrumada y consumida me tenian. A dar gritos iba, yá
decir: deteneos, inhumanos; pero me faltó la voz, y habrian sido en balde mis gritos.
Quando os hubiéron azotado á su sabor, decia yo entre mí: ¿Cómo es posible que
se encuentren en Lisboa el amable Candido y el sabio Panglós; uno para llevar
doscientos azotes, y otro para ser ahorcado por órden del ilustrísimo Señor
inquisidor que tanto me ama? ¡Qué cruelmente me engañaba Panglós, quando me
decia que todo era perfectísimo!
Agitada,
desatentada, fuera de mi unas veces, y muriéndome otras de pesar, tenia
preocupada la imaginacion con la muerte de mi padre, mi madre y mi hermano, con
la insolencia de aquel soez soldado bulgaro, con la cuchillada que me dió, con
mi oficio de lavandera y cocinera, con mi capitan bulgaro, con mi sucio Don
Isacar, con mi abominable inquisidor, con la horca del doctor Panglós, con
aquel gran miserere en fabordon durante el qual le diéron á vm. doscientos
azotes, y mas que todo con el beso que dí á vm. detras del biombo la última vez
que nos vimos. Dí gracias á Dios que nos volvia á reunir por medio de tantas
pruebas, y encargué á mi vieja que cuidase de vm., y me le traxese luego que
fuese posible. Ha desempeñado muy bien mi encargo, y he disfrutado el
imponderable gusto de volver á ver á vm., de oírle, y de hablarle. Sin duda que
debe tener una hambre canina, yo tambien, tengo buenas ganas, con que cenemos ántes
de otra cosa.
Sentáronse
pues ámbos á la mesa, y despues de cenar se volviéron al hermoso canapé de que
ya he hablado. Sobre el estaban, quando llegó el señor Don Isacar, uno de los
dos amos de casa; que era sábado, y venia á gozar sus derechos, y explicar su
rendido amor.
CAPITULO IX.
Prosiguen
los sucesos de Cunegunda, Candido, el Inquisidor general, y el Judío.
Era el tal
Isacar el hebreo mas vinagre que desde la cautividad de Babilonia se habia
visto en Israel. ¿Qué es esto, dixo, perra Galilea? ¿con que no te basta con el
señor inquisidor, que tambien ese chulo entra á la parte conmigo? Al decir esto
saca un puñal buido que siempre llevaba en el cinto, y creyendo que su
contrario no traía armas, se tira á él. Pero la vieja habia dado á nuestro buen
Vesfaliano una espada con el vestido completo que hemos dicho: desenvaynóla
Candido, y derribó en el suelo al Israelita muerto, puesto que fuese de la mas
mansa índole.
¡Virgen
Santísima! exclamó la hermosa Cunegunda; ¿qué será de nosotros? ¡Un hombre
muerto en mi casa! Si viene la justicia, soy perdida. Si no hubieran ahorcado á
Panglós, dixo Candido, el nos daria consejo en este apuro, porque era eminente
filósofo; pero pues el nos falta, consultemos con la vieja. Era esta muy
discreta, y empezaba á decir su parecer, quando abriéron otra puertecilla. Era
la una de la noche; habia ya principiado el domingo, dia que pertenecia al
señor inquisidor. Al entrar este ve al azotado Candido con la espada en la
mano, un muerto en el suelo, Cunegunda asustada, y la vieja dando consejos.
En este
instante le ocurriéron á Candido las siguientes ideas, y discurrió así: Si pide
auxîlio este varon santo, infaliblemente me hará quemar, y otro tanto podrá
hacer á Cunegunda; me ha hecho azotar sin misericordia, es mi contrincante, y
yo estoy de vena de matar; pues no hay que detenerse. Fué este discurso tan
bien hilado como pronto; y sin dar tiempo á que se recobrase el inquisidor del
primer susto, le pasó de parte á parte de una estocada, y le dexó tendido cabe
el Judío. Buena la tenemos, dixo Cunegunda: ya no hay remision; estamos
excomulgados, y es llegada nuestra última hora. ¿Cómo ha hecho vm., siendo de
tan suave condicion, para matar en dos minutos á un prelado y á un Judío?
Hermosa señorita, respondió, quando uno está enamorado, zeloso, y azotado por
la inquisicion, no sabe lo que se hace.
Rompió
entónces la vieja el silencio, y dixo: En la caballeriza hay tres caballos
andaluces con sus sillas y frenos; ensíllelos el esforzado Candido; esta señora
tiene moyadores y diamantes; montemos á caballo, y vamos á Cadiz, puesto que yo
no me puedo sentar mas que sobre una nalga. El tiempo está hermosísimo, y da
contento caminar con el fresco de la noche.
Ensilló
volando Candido los tres caballos, y Cunegunda, él, y la vieja anduviéron diez
y seis leguas sin parar. Miéntras que iban andando, vino á la casa de Cunegunda
la santa hermandad, enterráron á Su Ilustrísima en una suntuosa iglesia, y á
Isacar le tiráron á un muladar.
Ya estaban
Candido, Cunegunda y la vieja en la villa de Aracena, en mitad de los montes de
Sierra-Morena, y decian lo que sigue en un meson.
CAPITULO X.
De la triste
situacion en que, se viéron Candido, Cunegunda y la vieja; de su arribo á
Cadiz, y como se embarcáron para América.
¿Quién me
habrá robado mis doblones y mis diamantes? decia llorando Cunegunda; ¿cómo
hemos de vivir? ¿qué hemos de hacer? ¿donde he de hallar inquisidores y Judíos
que me den otros? ¡Ay! dixo la vieja, mucho me sospecho de un reverendo padre
Franciscano que ayer durmió en Badajoz en nuestra posada. Líbreme Dios de hacer
juicios temerarios; pero él dos veces entró en nuestro quarto, y se fué mucho
ántes que nosotros. Ha, dixo Candido, muchas veces me ha probado el buen
Panglós que los bienes de la tierra son comunes de todos, y cada uno tiene
igual derecho á su posesion. Conforme á estos principios, nos habia de haber
dexado el padre para acabar nuestro camino. ¿Con que no te queda nada, hermosa
Cunegunda? Ni un maravedí, respondió esta. ¿Y qué nos harémos? exclamó Candido.
Vendamos uno de los caballos, dixo la vieja; yo montaré á las ancas de el de la
señorita, puesto que no me puedo sentar mas que sobre una nalga, y así
llegarémos á Cadiz.
En el mismo
meson habia un prior de Benitos, que compró barato el caballo. Candido,
Cunegunda y la vieja atravesáron á Lucena, á Cilla, y á Lebrixa, y llegaron en
fin á Cadiz, donde estaban armando una esquadra para poner en razon á los
reverendos padres jesuitas del Paraguay, que habian excitado á uno de sus
aduares de Indios contra los reyes de España y Portugal, cerca de la colonia
del Sacramento. Candido, que habia servido en la tropa bulgara, hizo á
presencia del general de aquel pequeño exército el exercicio á la bulgara con
tanto donayre, ligereza, maña, agilidad y desembarazo, que le dió este el mando
de una compañía de infantería. Hétele pues capitan; con esta graduacion se
embarcó en compañía de su Cunegunda, de la vieja, de dos criados, y de los dos
caballos andaluces que habian sido del señor inquisidor general de Portugal.
En la
travesía discurriéron largamente cerca de la filosofía del pobre Panglós. Vamos
á otro mundo, decia Candido, y sin duda que en el es donde todo está bien;
porque en este nuestro hemos de confesar que hay sus defectillos en lo físico y
en lo moral. Yo te quiero con toda mi alma, decia Cunegunda; pero todavía llevo
el corazon traspasado con lo que he visto, y lo que he padecido. Todo irá bien,
replicó Candido; ya el mar de este nuevo mundo vale mas que nuestros mares de
Europa, que es mas bonancible, y los vientos son mas constantes: no cabe duda
de que el nuevo mundo es el mejor de los mundos posibles. Plega á Dios, dixo
Cunegunda; pero tan horrorosas desgracias han pasado por mi en el mio, que
apénas si queda en mi corazon resquicio de esperanza. Vms. se quejan, les dixo la
vieja; pues sepan que no han experimentado desventuras como las mias. Sonrióse
Cunegunda del disparate de la buena muger que se alababa de ser mas desdichada
que ella. ¡Ay! le dixo, madre, á ménos que haya vm. sido violada por dos
Bulgaros, que le hayan dado dos cuchilladas en la barriga, que hayan demolido
dos de sus granjas, que hayan degollado en su presencia dos padres y dos madres
de vm., y que haya visto á dos de sus amantes azotados en un auto de fe, no se
como pueda haber corrido mayores borrascas: sin contar que he nacido baronesa
con setenta y dos quarteles en mi escudo de armas, y he sido cocinera.
Señorita, replicó la vieja, vm. no sabe qual ha sido mi cuna; y si le enseñara
mi trasero, no hablaria del modo que habla, y suspenderia el juicio. Excitó
esta réplica fuerte curiosidad en los ánimos de Candido y Cunegunda, y la vieja
la satisfizo en las siguientes razones.
CAPITULO XI.
Que cuenta
la historia de la vieja.
No siempre
he tenido yo los ojos lagañosos y ribeteados de escarlata; no siempre se ha
tocado mi barba con mis narices, ni he sido siempre criada de servicio. Soy
hija del papa Urbano X y la princesa de Palestrina. Hasta que tuve catorce
años, me criáron en un palacio al qual no hubieran podido servir de caballeriza
todas las quintas de barones tudescos, y era mas rico uno de mis trages que
todas las magnificencias de la Vesfalia. Crecia en gracia, en talento y beldad,
en medio de gustos, respetos y esperanzas, y ya inspiraba amor. Formábase mi
pecho; pero ¡qué pecho! blanco, duro, de la forma del de la ve nus de Medicis;
¡y qué ojos! ¡qué pestañas! ¡qué negras cejas! ¡qué llamas salian de las niñas
de mis ojos, que eclipsaban el resplandor de los astros, segun decian los
poetas de mi barrio! Las doncellas que me desnudaban y me vestian se quedaban
absortas quando me contemplaban por detras y por delante; y todos los hombres
se hubieran querido hallar en su lugar.
Celebráronse
mis desposorios con un príncipe soberano de Masa-Carrara. ¡Dios mio! ¡qué
príncipe! tan lindo como yo; ayroso, y de la condición mas blanda, del mas
agudo ingenio, y perdido por mi de amores: yo le amaba como quien quiere por la
vez primera, esto es que le idolatraba. Dispusiéronse las bodas con pompa y
magnificencia nunca vista: todo era fiestas, torneos, óperas bufas; y en toda
Italia se hiciéron sonetos en mi elogio, de los quales ninguno hubo que no
fuera rematado de malo. Ya rayaba la aurora de mi felicidad, quando una
marquesa vieja, á quien habia cortejado mi príncipe, le convidó á tomar
chocolate con ella, y el desventurado murió al cabo de dos horas en horribles
convulsiones; pero esto es friolera para lo que falta. Desesperada mi madre,
puesto que mucho ménos desconsolada que yo, quiso perder de vista por algun
tiempo esta funesta mansion. Teníamos una hacienda muy pingüe en las
inmediaciones de Gaeta, y nos embarcámos para este puerto en una galera del
pais, dorada como el altar de San Pedro en Roma. Hete aquí un pirata de Salé
que nos da caza y nos aborda: nuestros soldados se defendiéron como buenos
soldados del papa, es decir que tiráron las armas y se hincáron de rodillas,
pidiendo al pirata la absolución in articulo mortis.
En breve los
desnudáron de piés á cabeza, y lo mismo hiciéron con mi madre, con nuestras
doncellas, y conmigo. Cosa portentosa es de ver con qué presteza desnudan estos
caballeros á la gente; pero lo que mas extrañé, fué que á todos nos metiéron el
dedo en un sitio donde nosotras las mugeres no estamos acostumbradas á meter
mas que cañutos de xeringa. Parecióme muy rara esta ceremonia; que así falla de
todo el que no ha salido de su pais: mas luego supe que era por ver si en aquel
sitio habíamos escondido algunos diamantes, y que es estilo establecido de
tiempo inmemorial en las naciones civilizadas que andan barriendo los mares, y
que los señores religiosos caballeros de Malta nunca le omiten quando apresan á
Turcos ó Turcas, porque es ley del derecho de gentes, que nunca ha sido
quebrantada.
No diré si
fué cosa dura para una princesa joven que la llevaran cautiva á Marruecos con
su madre; bien se pueden vms. figurar quanto padeceríamos en el navío pirata.
Mi madre todavía era muy hermosa; nuestras camareras, y hasta nuestras meras
criadas eran mas lindas que quantas mugeres pueden hallarse en el Africa toda;
y yo era un embeleso, el epílogo de la beldad y la gracia, y era doncella; pero
no lo fui mucho tiempo, que el arraez del barco me robó la flor que estaba
destinada para el precioso príncipe de Masa-Carrara. Este arraez era un negro
abominable, que creía que me honraba con sus caricias. Sin duda la princesa de
Palestrina y yo debíamos de ser muy robustas, quando resistímos á todo quanto
pasámos hasta llegar á Marruecos. Pero vernos adelante, que son cosas tan
comunes que no merecen mentarse siquiera.
Quando
llegámos, corrian rios de sangre por Marruecos; cada uno de los cincuenta hijos
del emperador Muley-Ismael tenia su partido aparte, lo qual componia cincuenta
guerras civiles distintas de negros contra negros, de negros contra moros, de
moros contra moros, de mulatos contra mulatos; y todo el ámbito del imperio era
una continua carnicería.
Apénas
hubimos desembarcado, acudiéron unos negros de una faccion enemiga de la de mi
pirata para quitarle el botin. Despues del oro y los diamantes, la cosa de mas
precio que habia éramos nosotras; y presencié un combate qual nunca se ve igual
en nuestros climas europeos, porgue no tienen los pueblos septentrionales tan
ardiente la sangre, ni es en ellos la pasion á las mugeres lo que es entre los
Africanos. Parece que los Europeos tienen leche en las venas, miéntras que por
las de los moradores del monte Atlante y paises inmediatos corre fuego y
pólvora. Peleáron con la furia de los leones, los tigres, y las sierpes de la
comarca, para saber quien habia de ser dueño nuestro. Agarró un moro de mi madre
por el brazo derecho, el teniente del barco la tiró hácia el por el izquierdo;
un soldado moro la cogió de una pierna, y uno de los piratas asió de la otra; y
casi todas nuestras doncellas se encontráron en un momento tiradas de quatro
soldados. Mi capitan se habia puesto delante de mí, y blandiendo la cimitarra
daba la muerte á quantos á su furor se oponian. Finalmente vi á todas nuestras
Italianas y á mi madre estropeadas, acribilladas de heridas, y hechas tajadas
por los monstruos que batallaban por su posesion; mis compañeros cautivos, los
que los habian cautivado, soldados, marineros, negros, blancos, mestizos,
mulatos, y mi capitan en fin, todos fuéron muertos, y yo quedé moribunda encima
de un monton de cadáveres. Las mismas escenas se repetian, como es sabido, en
un espacio de mas de trescientas leguas, sin que nadie faltase á las cinco
oraciones al dia que manda Mahoma.
Zaféme con
mucho trabajo de tanta multitud de sangrientos cadáveres amontonados, y llegué
arrastrando al pié de un naranjo grande que habia á orillas de un arroyo
inmediato: allí me caí rendida del susto, del cansancio, del horror, de la
desesperacion, y del hambre. En breve mis sentidos postrados se entregáron á un
sueño que mas que sosiego era letargo. En este estado de insensibilidad y
flaqueza estaba entre la vida y la muerte, quando me sentí comprimida por una
cosa que bullia sobre mi cuerpo; y abriendo los ojos, vi á un hombre blanco y
de buena traza, que suspirando decia entre dientes: O che sciagura d'essere
senza cogl….
CAPITULO XII.
Donde
prosigue la historia de la vieja.
Atónita
quanto alborozada de oir el idioma de mi patria, extrañando empero las palabras
que decia aquel hombre, le respondí que mayores desgracias habia que el desman
de que se lamentaba, informándole en pocas razones de los horrores que habia
sufrido; despues de esto me volví á desmayar. Llevóme á una casa inmediata,
hizo que me metieran en la cama, y me dieran de comer, me sirvió, me consoló,
me halagó, me dixo que no habia visto en su vida criatura mas hermosa, ni habia
nunca sentido mas que le faltara lo que nadie podia suplir. Nací en Nápoles, me
dixo, donde capan todos los años dos ó tres mil chiquillos: unos se mueren,
otros sacan mejor voz que las mugeres, y otros van á gobernar estados. Me hiciéron
la operacion susodicha con suma felicidad, y he sido músico de la capilla de la
señora princesa de Palestrina. ¡De mi madre! exclamé. ¡De su madre de vm.!
exclamó él llorando. ¡Con que es vm. aquella princesita que crié yo hasta que
tuvo seis años, y daba nuestras de ser tan hermosa como es vm.!—Esa misma soy,
y mi madre está quatrocientos pasos de aquí, hecha tajadas, baxo un montón de
cadáveres…… Contéle entónces quanto me habia sucedido, y el también me dio
cuenta de sus aventuras, y me dixo que era ministro plenipotenciario de una
potencia cristiana cerca del rey de Marruecos, para firmar un tratado con este
monarca, en virtud del qual se le subministraban navíos, cañones y pólvora,
para ayudarle á exterminar el comercio de los demas cristianos. Ya está
desempeñada mi comision, añadió el honrado eunuco, y me voy á embarcar á Ceuta,
de donde la llevaré á vm. á Italia. Ma che sciagura, d'essere senza cogl….
Díle las
gracias vertiendo tiernas lágrimas; y en vez de llevarme á Italia, me conduxo á
Argel, y me vendió al Dey. Apenas me habia vendido, se manifestó en la ciudad
con toda su furia aquella peste que ha dado la vuelta por Africa, Europa y
Asia. Señorita, vm. ha visto temblores de tierra, pero ¿ha padecido la peste?
Nunca, respondió la baronesa.
Si la
hubiera padecido, confesaria vm. que no tienen comparacion los terremotos con
ella, puesto que es muy freqüente en Africa, y que yo la he pasado. Fígurese
vm. qué situacion para la hija de un papa, de quince años de edad, que en el
espacio de tres meses habia sufrido pobreza y esclavidud, habia sido violada
casi todos los dias, habia visto hacer quatro pedazos á su madre, habia
padecido las plagas de la guerra y la hambre, y se moria de la peste en Argel.
Verdad es que no me morí; pero pereció mi eunuco, el Dey, y el serrallo casi
todo.
Quando calmó
un poco la desolacion de esta espantosa peste, vendiéron á los esclavos del
Dey. Compróme un mercader que me llevó á Tunez, donde me vendió á otro
mercader, el qual me revendió en Tripoli; de Tripoli me revendiéron en
Alexandría; de Alexandría en Esmyrna, y de Esmyrna en Constantinopla: al cabo
vine á parar á manos de un agá de genízaros, que en breve tuvo órden de ir á
defender á Azof contra los Rusos que la tenian sitiada.
El agá,
hombre de mucho mérito, se llevó consigo todo su serrallo, y nos alojó en un
fortin sobre la laguna Meótides, á la guarda de dos eunucos negros y veinte
soldados. Fuéron muertos millares de Rusos, pero no nos quedáron á deber nada:
Azof fué entrada á sangre y fuego, y no se perdonó edad ni sexô: solo quedó
nuestro fortin, que los enemigos quisiéron tomar por hambre. Los veinte
genízaros juráron no rendirse; los apuros del hambre á que se viéron reducidos,
los forzáron á comerse á los dos eunucos, por no faltar al juramento; y al cabo
de pocos dias se resolviéron á comerse las mugeres.
Teníamos un
iman, varon muy pío y caritativo, que les predicó un sermón eloqüente,
exhortándolos á que no nos mataran del todo. Cortad, dixo, una nalga á cada una
de estas señoras, con la qual os regalaréis á vuestro sabor; si es menester,
les cortaréis la otra dentro de algunos dias: el cielo remunerará obra tan
caritativa, y recibiréis socorro. Como era tan eloqüente, los persuadió, y nos
hiciéron tan horrorosa operacion. Púsonos el iman el mismo ungüento que se pone
á las criaturas recien circuncidadas, y todas estábamos á punto de muerte.
Apénas
habian comido los genízaros la carne que nos habian quitado, desembarcáron los
Rusos en unos barcos chatos, y no se escapó con vida ni siquiera un genízaro:
los Rusos no paráron la consideracion en el estado en que nos hallábamos. En
todas partes se encuentran cirujanos franceses; uno que era muy hábil nos tomó
á su cargo, y nos curó: y toda mi vida me acordaré de que, así que se cerráron
mis llagas, me reqüestó de amores. Nos exhortó luego á tener paciencia,
afirmándonos que lo mismo habia sucedido en otros muchos sitios, y que esa era
la ley de la guerra.
Luego que
pudiéron andar mis compañeras, las conduxéron á Moscou, y yo cupe en suerte á
un boyardo que me hizo su hortelana, y me daba veinte zurriagazos cada dia. A
cabo de dos años fué desquartizado este señor, por no se qué tracamundana de
palacio; y aprovechándome de la ocasion, me escapé, atravesé la Rusia entera, y
serví mucho tiempo en los mesones, primero de Riga, y luego de Rostoc, de
Vismar, de Lipsia, de Casel, de Utrec, de Leyden, de la Haya, y de Roterdan.
Así he envejecido en el oprobio y la miseria, con no mas que la mitad del
trasero, siempre acordándome de que era hija de un papa. Cien veces he querido
darme la muerte, mas me sentia con apego á la vida. Acaso esta ridícula
flaqueza es una de nuestras propensiones mas funestas; porque ¿donde hay mayor
necedad que empeñarse en llevar continuamente encima una carga que siempre
anhela uno por tirar al suelo; horrorizarse de su exîstencia, y querer exîstir;
halagar en fin la víbora que nos está royendo, hasta que nos haya comido las
entrañas y el corazon?
En los
paises adonde me ha llevado mi suerte, y en los mesones donde he servido, he
visto infinita cantidad de personas que maldecian su exîstencia; pero no han
pasado de doce las que he visto que daban voluntariamente fin á sus cuitas:
tres negros, quatro Ingleses, quatro Ginebrinos, y un catedrático aleman
llamado Robel. Al fin me tomó por su criada el Judío Don Isacar, y me llevó,
hermosa señorita, á casa de vm., donde no he pensado mas queen la felicidad de
vm., interesándome mas en sus aventuras que en las mias propias; y nunca
hubiera mentado siquiera mis cuitas, si no me hubiera vm. picado cun poco, y si
no fuese estilo de los que van embarcados contar cuentos para matar el tiempo.
Señorita, yo tengo experiencia, y se lo que es el mundo: vaya vm. preguntando á
cada pasagero uno por uno la historia de su vida, y mande que me arrojen de
cabeza en el mar, si encuentra uno solo que no haya maldecido cien veces la
exîstencia, y que no se haya creido el mas desventurado de los mortales.
CAPITULO
XIII.
De como
Candido tuvo que separarse por fuerza de la hermosa Cunegunda y la vieja.
Oída la
historia de la vieja, la hermosa Cunegunda la trató con toda la urbanidad y
decoro que se merecia una persona de tan alta gerarquí y tanto mérito, y
admitió su propuesta. Rogó á todos los pasageros que le contaran sus aventuras
uno después de otro, y Candido y ella confesáron que tenia la vieja razon. ¡Qué
lástima es, decia Candido, que hayan ahorcado, contra lo que es práctica, al
sabio Panglós en un auto de fe! Cosas maravillosas nos diria cerca del mal
físico, y del mal moral, que cubren mares y tierras, y yo tuviera valor para
hacerle con mucho respeto algunos reparillos.
Miéntras
contaba cada uno su historia, iba andando el navío, y al fin aportó á
Buenos-Ayres. Cunegunda, el capitan Candido y la vieja se fuéron á presentar al
gobernador Don Fernando de Ibarra, Figueroa, Mascareñas, Lampurdan y Souza, el
qual señor tenia una arrogancia que no desdecia de un sugeto posesor de tantos
apellidos. Trataba á los hombres con la mas noble altivez, alzando el pescuezo,
hablando en tan descompasadas y recias voces, y en tono tan altivo, y afectando
ademanes tan arrogantes, que á quantos le saludaban les venían tentaciones de
hartarle de bofetadas. Era con esto enamorado hasta no mas, y Cunegunda le
pareció la mas hermosa criatura de quantas habia visto. Lo primero que hizo fué
preguntar si era muger del capitan. Sobresaltóse Candido del tonillo con que
acompañó esta pregunta, y no se atrevió á decir que fuese su muger, porque
verdaderamente no lo era; ni ménos que fuese su hermana, porque no lo era
tampoco; puesto que esta mentira oficiosa era muy freqüentemente usada do los
antiguos: pero el alma de Candido era tan pura que no pudo desmentir la verdad.
Esta Señorita, díxo, me debe favorecer con su mano, y suplicamos ámbos á
Vueselencia que se digne ser padrino de los novios. Oyendo esto Don Fernando de
Ibarra, Figueroa, Mascareñas, Lampurdan y Souza, se alzó con la izquierda mano
los bigotes, se rió con ademan burlon, y mandó al capitan Candido que fuera á
pasar revista á su compañía. Obedeció este, y se quedó el gobernador á solas
con la baronesita; le manifestó su amor, previniéndola que el dia siguiente
seria su esposo por delante ó por detras de la iglesia, como mas á Cunegunda le
potase. Pidióle esta un quarto de hora para pensarlo bien, consultarlo con la
vieja, y resolverse.
Entráron
Cunegunda y la vieja en bureo, y esta dixo: Señorita, vm. tiene setenta y dos
quarteles y ni un ochavo, y está en su mano ser muger del señor mas principal
de la América meridional, que tiene unos estupendos bigotes, y así no viene al
caso echarla de incontrastable firmeza. Los Bulgaros la violáron á vm.; un
inquisidor y un Judío han disfrutado sus favores: las desdichas dan derechos
legítimos. Si yo fuera vm., confieso que no tendría reparo ninguno en casarme
con el señor gobernador, y hacer rico al señor capitan Candido. Así decia la
vieja con toda aquella autoridad que su prudencia y sus canas le daban, y
miéntras estaba aferrando áncoras un navichuelo que traía un alcalde y dos
alguaciles; y era esta la causa de su arribo.
No se habia
equivocado la vieja en sospechar que el ladron del dinero y las joyas de
Cunegunda en Badajoz, quando venia huyendo con Candido, era un frayle Francisco
de manga ancha. El frayle quiso vender á un diamantista algunas de las piedras
preciosas hurtadas, y este conoció que eran las mismas que le habia comprado á
el propio el Inquisidor general. Fué preso el santo religioso, y confesó de
plano á quien y como las habia robado, y el camino que llevaban Candido y
Cunegunda. Ya se sabia la fuga de ámbos: fuéron pues en su seguimiento hasta
Cadiz, y sin perder tiempo salió un navío en su demanda. Ya estaba la
embarcación al ancla en el puerto de Buenos-Ayres, y acudió la voz de que iba á
desembarcar un alcalde del crímen, que venia en busca de los asesinos del
ilustrísimo Señor Inquisidor general. Al punto dió órden la discreta vieja en
lo que habia que hacer. Vm. no se puede escapar, dixo á Cunegunda, ni tiene
nada que temer, que no fué vm. quien mató á Su Ilustrísima; y fuera de eso el
gobernador enamorado no consentirá que la toquen en el pelo de la ropa: con que
no hay que menearse. Va luego corriendo á Candido, y le dice: Escápate, hijo
mio, si no quieres que dentro de una hora te quemen vivo. No daba el caso un
instante de vagar; pero ¿cómo se habia de apartar de Cunegunda? ¿y donde
hallaria asilo?
CAPITULO XIV.
Del
recibimiento que á Candido y á Cacambo hiciéron los jesuitas del Paraguay.
Se había
traído consigo Candido de Cadiz uncriado corno se encuentran muchos en los
puertos de mar de España, que era un quarteron, hijo de un mestizo de Tucuman,
y que habia sido monaguillo, sacristan, marinero, metedor, soldado y lacayo.
Llamábase Cacambo, y queria mucho á su amo, porque su amo era muy bueno.
Ensilló en un abrir y cerrar de ojos los dos caballos andaluces, y dixo á
Candido: Vamos, Señor, sigamos el consejo de la vieja, y echamos á correr sin
mirar siquiera hacia atrás. Candido vertia amargas lágrimas diciendo: ¡Oh mi
amada Cunegunda! ¿con que es fuerza que te abandone quando iba el señor
gobernador á ser padrino de nuestras bodas? ¿Qué va á ser de mi Cunegunda, que
de tan léjos habia traído? Será lo que Dios quisiere, dixo Cacambo: las mugeres
para todo encuentran salida; Dios las remedia; vámonos. ¿Adonde me llevas?
¿adonde vamos? ¿qué nos haremos sin Cunegunda? decia Candido. Voy á Santiago,
replicó Cacambo; vm. venia con ánimo de pelear contra los jesuitas, pues vamos
á pelear en su favor. Yo se el camino, y le llevaré á vm. á su reyno; y tendrán
mucha complacencia en poseer un capitan que hace el exercicio á la bulgara; vm.
hará un inmenso caudal: que quando no tiene uno lo que ha menester en un mundo,
lo busca en el otro, y es gran satisfaccion ver y hacer cosas nuevas. ¿Con que
tu ya has estado en el Paraguay? le dixo Candido. Friolera es si he estado,
replicó Cacambo; he sido pinche en el colegio de la Asuncion, y conozco el
gobierno de los padres lo mismo que las calles de Cadiz. Es un portento el tal
gobierno. Ya tiene mas de trescientas leguas de diámetro, y se divide en
treinta provincias. Los padres son dueños de todo, y los pueblos no tienen
nada: es la obra maestra de la razon y la justicia. Yo por mí no veo mas divina
cosa que los padres, que aquí estan haciendo la guerra á los reyes de España y
Portugal, y confesándolos en Europa; aquí matan á los Españoles, y en Madrid
les abren de par en par el cielo: vaya, es cosa que me encanta. Vamos apriesa,
que va vm. á ser el mas afortunado de los humanos. ¡Qué gusto para los padres,
quando sepan que les llega un capitan que sabe el exercicio bulgaro!
Así que
llegáron á la primera barrera, dixo Cacambo á la guardia avanzada que un
capitan queria hablar con el señor comandante. Fuéron á avisar á la gran
guardia, y un oficial paraguayés fué corriendo á echarse á los piés del
comandante para darle parte de esta nueva. Desarmáron primero á Candido y á
Cacambo, y les cogiéron sus caballos andaluces; introduxéronlos luego entre dos
filas de soldados, al cabo de las quales estaba el comandante, con su bonete de
Teatino puesto, la espada ceñida, la sotana remangada, y una alabarda en la
mano: hizo una seña, y al punto veinte y quatro soldados rodeáron á los
recienvenidos. Díxoles un sargento que esperasen, porque no les podia hablar el
comandante, habiendo mandado el padre provincial que ningún Español descosiese
la boca como no fuese en su presencia, ni se detuviese arriba de tres horas en
el pais. ¿Y donde está el reverendo padre provincial? dixo Cacambo. En la
parada, desde que dixo misa, y no podrán vms. besarle las espuelas hasta de
aquí á tres horas. Si el señor capitan, que se está muriendo de hambre lo mismo
que yo, dixo Cacambo, no es Español, que es Aleman; con que me parece que
podemos almorzar miéntras llega Su Reverendísima.
Fuése
incontinenti el sargento á dar cuenta al comandante. Bendito sea Dios, dixo
este señor: una vez que es Aleman, bien podemos hablar; llévenle á mi enramada.
Lleváron al punto á Candido á un retrete de verdura, ornado de una muy bonita
colunata de mármol verde y color de oro, y de enjaulados donde habia encerrados
papagayos, páxaros-moscas, colibríes, gallinas de Guinea, y otros páxaros
raros. Estaba servido en vaxilla de oro un excelente almuerzo; y miéntras comian
granos de maiz los Paraguayeses en escudillas de palo, y en campo raso al calor
del sol, se metió el padre reverendo en la enramada. Era este un mozo muy
galan, lleno de cara, blanco y colorado, las cejas altas y arqueadas, los ojos
despiertos, encarnadas las orejas, roxos los labios, el ademan altivo, pero no
aquella altivez de un Español, ni la de un jesuita. Fuéron restituidas á
Candido y á Cacambo las armas que les habian quitado, y con ellas los dos
caballos andaluces; y Cacambo les echó un pienso cerca de la enramada, sin
perderlos de vista, temiendo que le jugaran alguna treta.
Besó Candido
la sotana del comandante, y se sentaron ámbos á la mesa. ¿Con que es vm.
Aleman? le dixo el jesuita en este idioma. Sí, padre reverendísimo, dixo
Candido. Miráronse uno y otro, al pronunciar estas palabras, con un pasmo y una
alteracion que no podian contener en el pecho. ¿De qué pais de Alemania es vm.?
dixo el jesuita. De la sucia provincia de Vesfalia, replicó Candido, natural de
la quinta de Tunder-ten-tronck. ¡Dios mio! ¿es posible? exclamó el comandante.
¡Qué portento! gritaba Candido. ¿Es vm.? decia el comandante. No puede ser,
replicaba Candido. Ambos á dos se tiran uno á otro, se abrazan, y derraman un
mar de lágrimas. ¿Con que es vm., reverendo padre? ¡vm., hermano de la hermosa
Cunegunda; vm., que fué muerto por los Bulgaros; vm., hijo del señor baron;
vm., jesuita en el Paraguay! vaya, que en este mundo se ven cosas extrañas. ¡Ha
Panglós, Panglós, qué júbilo fuera el tuyo si no te hubieran ahorcado!
Hizo retirar
el comandante á los esclavos negros y á los Paraguayeses, que le escanciaban
vinos preciosos en vasos de cristal de roca, y dió mil veces gracias á Dios y á
San Ignacio, estrechando en sus brazos á Candido, miéntras que por los rostros
de ámbos corrian copiosos llantos. Mas se enternecerá vm., se pasmará, y
perderá el juicio, continuó Candido, quando sepa que la baronesita su hermana,
á quien cree que le han pasado el vientre, está buena y sana.—¿Adonde?—Aquí
cerca, en casa del señor gobernador de Buenos-Ayres, y yo he venido con ella á
la guerra. Cada palabra que en esta larga conversación decian era un prodigio
nuevo: toda su alma la tenian pendiente de la lengua, atenta en los oidos, y
brillándoles en los ojos. A fuer de Alemanes, estuviéron largo espacio sentados
á la mesa, miéntras venia el reverendo padre provincial; y el comandante habló
así á su amado Candido.
CAPITULO XV.
Que cuenta
la muerte gue dió Candido al hermano de su querida Cunegunda.
Toda mi vida
tendré presente aquel horrorosa dia que vi dar muerte á mi padre y á mi madre,
y violar á mi hermana. Quando se retiráron los Bulgaros, nadie pudo dar lengua
de esta adorable hermana, y echáron en una carreta á mi madre, á mi padre, y á
mí, á dos criadas, y tres muchachos degollados, para enterrarnos en una iglesia
de jesuitas, que dista dos leguas de la quinta de mi padre. Un jesuita nos
roció con agua bendita, que estaba muy salada; me entráron unas gotas en los
ojos, y advirtió el padre que hacian mis pestañas un movimiento de contraccion;
púsome la mano en el corazon, y le sintió latir: me socorriéron, y al cabo de
tres semanas me hallé sano. Ya sabe vm., querido Candido, que era muy
bonitillo; creció mi hermosura con la edad, de suerte que el reverendo padre
Croust, rector de la casa, me tomó mucho cariño, y me dió el hábito de novicio:
poco despues me enviáron á Roma. El padre general necesitaba una leva de
jesuitas alemanes mozos. Los soberanos del Paraguay admiten lo ménos jesuitas
españoles que pueden, y prefieren á los extrangeros, de quien se tienen por mas
seguros. El reverendo padre general me creyó bueno para el cultivo de esta
viña, y vinimos juntos un Polaco, un Tirolés, y yo. Así que llegué, me
ordenáron de subdiácono, y me diéron una tenencia: y ya soy coronel y
sacerdote. Las tropas del rey de España serán recibidas con brío, y yo salgo
fiador de que se han de volver excomulgadas y vencidas. La Providencia le ha
traído á vm. aquí para favorecernos. Pero ¿es cierto que está mi querida
Cunegunda aquí cerca en casa del gobernador de Buenos-Ayres? Candido le
confirmó con juramento la verdad de quanto le habia referido, y corriéron de
nuevo los llantos de entrámbos.
No se
hartaba el baron de dar abrazos á Candido, apellidándole su hermano y su
libertador. Acaso podrémos, querido Candido, le dixo, entrar vencedores los dos
juntos en Buenos-Ayres, y recuperar á mi hermana Cunegunda. No deseo yo otra
cosa, respondió Candido, porque me iba á casar con ella, y todavía espero ser
su esposo. ¡Tú, insolente! replicó el baron: ¡tener descaro para casarte con mi
hermana, que tiene setenta y dos quarteles! ¡y tienes avilantez para hablarme
de tan temerario pensamiento! Confuso Candido al oir estas razones, le
respondió: Reverendo padre, no importan un bledo todos los quarteles de este
mundo; yo he sacado á la hermana de vuestra reverencia de poder de un Judío y
un inquisidor; ella me está agradecida, y quiere ser mi muger: maese Panglós me
ha dicho que todos éramos iguales, y Cunegunda ha de ser mia. Eso lo verémos,
picaruelo, dixo el jesuita baron de Tunder-ten-tronck, alargándole con la hoja
de la espada un cintarazo en los hocicos. Candido desenvayna la suya, y se la
mete en la barriga hasta la cazoleta al baron jesuita; pero, al sacarla
humeando en sangre, echó á llorar. ¡Ay, Dios mio, dixo, que he quitado la vida
á mi amo antiguo, á mi amigo y mi cuñado! El mejor hombre del mundo soy, y ya
llevo muertos tres hombres, y de estos tres los dos son clérigos.
Acudió á la
bulla Cacambo que estaba de centinela á la puerta de la enramada. No nos queda
mas que vender caras nuestras vidas, le dixo su amo; sin duda van á entrar en
la enramada: muramos con las armas en la mano. Cacambo que no se atosigaba por
nada, sin inmutarse cogió la sotana del baron, se la echó á Candido encima, le
puso el bonete de Teatino del cadáver, y le hizo montar á caballo: todo esto se
executó en un momento. Galopemos, Señor: todo el mundo creerá que es vm. un
jesuita que lleva órdenes, y ántes que vengan tras de nosotros, estarémos ya
fuera de las fronteras. Todo fué uno el pronunciar estas palabras, y volar
gritando: Plaza, plaza al reverendo padre coronel.
CAPITULO XVI.
Donde se da
cuenta de los sucesos de nuestros dos caminantes con dos muchachas, dos ximios,
y los salvages llamados Orejones.
Ya habian
pasado las barreras Candido y su criado, y todavía ninguno en el campo sabia la
muerte del jesuita tudeseo. El vigilante Cacambo no se habia olvidado de hacer
buen repuesto de pan, chocolate, jamon, fruta, y botas de buen vino, y así se
metiéron con sus caballos andaluces en un pais desconocido, donde no
descubriéron sendero ninguno trillado: al cabo se ofreció á su vista una
hermosa pradera regada de mil arroyuelos, y nuestros dos caminantes dexáron
pacer sus caballerías, Cacambo propuso á su amo que comiese, dándole con el consejo
el exemplo. ¿Cómo quieres, le dixo Candido, que coma jamon, después de haber
muerto al hijo del señor baron, y viéndome condenado á no volver á mirar á la
bella Cunegunda? ¿Qué me valdrá el alargar mis desventurados años, debiendo
pasailos léjos de ella en los remordimientos y la desesperacion? ¿Qué dirá el
diarista de Trevoux?
Dicho esto,
no dexó de comer. El sol iba á ponerse, quando á deshora oyen los dos
asendereados caminantes unos blandos quejidos como de mugeres; pero no sabian
si eran de gusto ó de sentimiento: levantáronse empero á toda priesa con el
susto y la inquietud que qualquiera cosa infunde en un pais no conocido. Daban
estos gritos dos mozas en cueros, que corrian con mucha ligereza por la
pradera, y en su seguimiento iban dos ximios dándoles bocados en las nalgas.
Movióse Candido á compasion; habia aprendido á tirar con los Búlgaros, y era
tan diestro que derribaba una avellana del árbol sin tocar á las hojas; cogió
pues su escopeta madrileña de dos cañones, tiró, y mató ámbos ximios. Bendito
sea Dios, querido Cacambo, dixo, que de tamaño peligro he librado esas dos
pobres criaturas: si cometí un pecado en matar á un inquisidor y á un jesuita,
ya he satisfecho á Dios, librando de la muerte á dos muchachas, que acaso son
señoritas de circunstancias; y esta aventura no puede ménos de grangearnos
mucho provecho en el pais. Iba á decir mas, pero se le heló la sangre y el
habla quando vió que las dos muchachas se abrazaban amorosamente de los monos,
inundaban en llanto los cadáveres, y henchian el viento de los mas dolientes
gritos. No esperaba yo tanta bondad, dixo á Cacambo; el qual le replicó: Buena
la hemos hecho, Señor. Los que vm. ha muerto eran los amantes de estas dos
niñas. ¡Amantes! ¿cómo es posible? Cacambo, tu te estás burlando: ¿cómo quieres
que tal crea?' Señor amado, replicó Cacambo, vm. de todo se pasma. ¿Porqué
extraña tanto que en algunos países sean los ximios favorecidos de las damas,
si son quarterones de hombre, lo mismo que yo quarteron de Español? Ha, repuso
Candido, bien me acuerdo de haber oido decir á maese Panglós que antiguamente
sucedian esos casos, y que de estas mezelas procediéron los egypancs, los
faunos, los sátiros, que viéron muchos principales personages de la antigüedad;
pero yo todo lo tenia por fabuloso. Ya puede vm. convencerse ahora, dixo
Cacambo, de que son verdades, y ya ve los estilos de la gente que no ha tenido
cierta educacion: lo que me temo, es que estas damas nos metan en algun
atolladero.
Persuadido
Candido por tan sólidas reflexîones, se desvió de la pradera, y se metió en una
selva, donde cenó con Cacambo; y despues que hubiéron ámbos echado sendas
maldiciones al inquisidor de Portugal, al gobernador de Buenos-Ayres, y al
baron, se quedáron dormidos sobre la yerba. Al despertar sintiéron que no se
podian menear; y era la causa que por la noche los Orejones, moradores del
pais, á quien habian dado el soplo las dos damas, los habian atado con cuerdas
hechas de cortezas de árboles. Cercábanlos unos cincuenta Orejones desnudos, y
armados con flechas, mazas y hachas de pedernal: unos hacian hervir un
grandísimo caldero, otros aguzaban asadores, y todos clamaban: Un jesuita, un
jesuita; ahora nos vengarémos, y nos regalarémos; á comer jesuita, á comer
jesuíta.
Bien le
habia yo dicho á vm., señor, dixo en triste voz Cacambo, que las muchachas
aquellas nos jugarian una mala pasada. Candido mirando los asadores y el
caldero, dixo: Sin, duda que van á cocernos ó asarnos. Ha, ¿qué diria el doctor
Panglós si viera lo que es la pura naturaleza? Todo está bien, norabuena; pero
confesemos que es triste cosa haber perdido á mi Cunegunda, y ser espetado en
un asador por unos Orejones. Cacambo, que nunca se alteraba por nada, dixo al
desconsolado Candido: No se aflija vm., que yo entiendo algo el guirigay de
estos pueblos, y les voy á hablar. No dexes de representarles, dixo Candido,
que es una inhumanidad horrible el cocer la gente en agua hirviendo, y accion
de mal cristiano.
Señores,
dixo alzando la voz Cacambo, vms. piensan que se van á comer á un jesuíta; y
fuera muy bien hecho, que no hay cosa mas conforme á justicia que tratar así á
sus enemigos. Efectivamente el derecho natural enseña á matar al próxîmo, y así
es estilo en todo el mundo: y si no exercitamos nosotros el derecho de
comérnoslos, consiste en que tenemos otros manjares con que regalarnos; pero
vosotros no estais en el mismo caso, y cierto vale mas comerse á sus enemigos,
que abandonar á los cuervos y las cornejas el fruto de la victoria. Mas vms.,
señores, no se querrán comer á sus amigos; y creen que van á espetar á un
jpsuita en el asador, miéntras que el asado es vuestro defensor, y enemigo de
vuestros enemigos. Yo soy nacido en vuestro mismo pais; este señor que estais
viendo es mi amo, y léjos de ser jesuita, acaba de matar á un jesuita, y se ha
traído los despojos: este es el motivo de vuestro error. Para verificar lo que
os digo, coged su sotana, llevadla á la primera barrera del reyno de los
padres, é informaos si es cierto que mi amo ha muerto á un jesuita. Poco tiempo
será necesario, y luego nos podeis comer, si averiguais que es mentira; pero si
os he dicho la verdad, harto bien sabeis los principios de derecho público, la
moral y las leyes, para que nos hagais mal.
Pareció
justa la proposicion á los Orejones, y comisionáron á dos prohombres para que
con la mayor presteza se informaran de la verdad: los diputados desempeñáron su
comision con mucha sagacidad, y volvieron con buenas noticias. Desatáron pues
los Orejones á los dos presos, les hiciéron mil agasajos, les diéron víveres, y
los conduxéron hasta los confines de su estado, gritando muy alegres: No es
jesuita, no es jesuita.
No se
hartaba Candido de pasmarse del motivo porque le habían puesto en libertad.
¡Qué pueblo, decia, qué gente, qué costumbres! Si no hubiera tenido la fortuna
de atravesar de una estocada de parte á parte al hermano de mi baronesita, me
comian sin mas remision. Verdad es que la naturaleza pura es buena, quando en
vez de comerme me lian agasajado tanto estas gentes, así que han sabido que no
era jesuita.
CAPITULO XVII.
Cuéntase el
arribo de Candido con su criado al pais del Dorada, y lo que alli viéron.
Quando
estuviéron en la raya de los Orejones, Ya ve vm., dixo Cacarnbo á Candido, que
este hemisferio vale tan poco como el otro; créame, y vólvamónos á Europa por
el camino mas corto. ¿Cómo me he de volver, respondió Candido, ni adonde he de
ir? Si me vuelvo á mi pais, los Abaros y los Bulgaros lo talan todo á sangre y
fuego; si á Portugal, me queman; si nos quedamos en este pais, corremos peligro
de que nos asen vivos. Mas ¿cómo nos hemos de resolver á dexar la parte del
mundo donde reside mi baronesita?
Encaminémonos
á Cayena, dixo Cacambo; alli hallarémos Franceses, que andan por todo el mundo,
y que nos podrán valer: y acaso tendrá Dios misericordia de nosotros.
No era cosa
fácil ir á Cayena: bien sabian, á poco mas ó ménos, hácia que parte se habian
de dirigir; pero las montañas, los rios, los despeñaderos, los salteadores, y
los salvages cran en todas partes estorbos insuperables. Los caballos se
muriéron de cansancio; se les acabáron las provisiones; y se mantuviéron por
espacio de un mes con frutas silvestres. Al cabo se halláron á orillas de un
riachuelo poblado de cocos, que les conserváron la vida y la esperanza.
Cacambo, que era de tan buen consejo como la vieja, dixo á Candido: Ya no
podemos ir mas tiempo á pié, sobrado hemos andado; una canoa vacía estoy viendo
á la orilla del río, llenémosla de cocos, metámonos dentro, y dexémonos llevar
de la corriente: un río va siempre á parar á algun sitio habitado; y si no
vemos cosas gratas, á lo ménos verémos cosas nuevas. Vamos allá, dixo Candido,
y encomendémonos á la Providencia.
Navegáron
por espacio de algunas leguas entre riberas, unas veces amenas, otras áridas,
aquí llanas, y allá escarpadas. El río se iba continuamente ensanchando, y al
cabo se encañaba baso una bóveda de espantables breñas que escalaban el cielo.
Tuviéron ámbos caminantes la osadía de dexarse arrastrar de las olas debaxo de
esta bóveda; y el río, que en este sitio se estrechaba, se los llevó con
horroroso estrépito y no vista velocidad. Al cabo de veinte y quatro horas
viéron otra vez la luz; pero la canoa se hizo añicos en los baxíos, y tuviéron
que andar á gatas de uno en otro peñasco una legua entera: finalmente avistáron
un inmenso horizonte cercado de inaccesibles montañas. Todo el pais estaba
cultivado no ménos para recrear el gusto que para satisfacer las necesidades;
en todas paftes lo útil se maridaba con lo agradable; víanse los caminos reales
cubiertos, ó por mejor decir ornados de carruages deforma elegante y luciente
materia, y dentro mugeres y hombres de peregrina hermosura: tiraban con raudo
paso de estos carruages unos avultados carneros encarnados, muy mas ligeros que
los mejores caballos de Andalucía, Tetuan y Mequinez.
Mejor tierra
es esta, dixo Candido, que la Vesfalia; y se apeó con Cacambo en el primer
lugar que topó. Algunos muchachos de la aldea, vestidos de tisú de oro hecho
pedazos, estaban jugando al tejo á la entrada del lugar; nuestros dos hombres
del otro mundo se divertian en mirarlos. Eran los tejos unas piezas redondas
muy anchas, amarillas, encarnadas y verdes, que despedian mucho brillo:
cogiéron algunas, y eran oro, esmeraldas y rubíes, de tanto valor que el de
ménos precio hubiera sido la mas rica joya del trono del Gran Mogol. Estos
muchachos, dixo Cacambo, son sin duda los infantes que estan jugando al tejo.
En esto se asomó el maestro de primeras letras del lugar, y dixo á los
muchachos que ya era hora de entrar en la escuela. Ese es, dixo Candido, el
preceptor de la familia real.
Los chicos
del lugar abandonáron al punto el juego, y tiráron los tejos, y quanto para
divertirse les habia servido. Cogiólos Candido, y acercándose á todo correr al
preceptor, se los presentó con mucha humildad, diciéndole por señas que sus
Altezas Reales se habian dexado olvidado aquel oro y aquellas piedras
preciosas. Echóse á reir el maestro de leer, y las tiró al suelo; miró luego
atentamente á Candido á la cara, y siguió su camino.
Los
caminantes se diéron priesa á coger el oro, los rubíes y las esmeraldas. ¿Donde
estamos? decia Candido: menester es que esten bien educados los infantes de
este pais, pues así los enseñan á no hacer caso del oro ni las piedras
preciosas. No estaba Cacambo ménos atónito que Candido. Al fin se llegáron á la
primera casa del lugar, que tenia trazas de un palacio de Europa; á la puerta
habia agolpada una muchedumbre de gente, y mas todavía dentro: oíase resonar
una música melodiosa, y se respiraba un delicioso olor de exquisitos manjares.
Arrimóse Cacambo á la puerta, y oyó hablar peruano, que era su lengua materna;
pues ya sabe todo el mundo que Cacambo era hijo de Tucuman, de un pueblo donde
no se conocia otro idioma. Yo le serviré á vm. de intérprete, dixo á Candido;
entremos, que este es un meson.
Al punto dos
mozos y dos criadas del meson, vestidos de tela de oro, y los cabellos
prendidos con lazos de lo mismo, los convidaron á que se sentaran á mesa
redonda. Sirviéron en ella quatro sopas con dos papagayos cada una, un buytre
cocido que pesaba doscientas libras, dos monos asados de un sabor muy delicado,
trescientos colibríes en un plato, y seiscientos páxaros-moscas en otro,
exquisitas frutas, y pastelería deliciosa, todo en platos de cristal de roca; y
los mozos y sirvientas del meson escanciaban varios licores sacados de la caña
de azúcar.
La mayor
parte de los comensales eran mercaderes y carruageros, todos de una urbanidad
imponderable, que con la mas prudente circunspeccion hiciéron á Cacambo algunas
preguntas, y respondiéron á las de este, dexándole muy satisfecho de sus
respuestas. Quando se acabó la comida, Cacambo y Candido créyeron que pagaban
muy bien el gasto, tirando en la mesa dos de aquellas grandes piezas de oro que
habian cogido; pero soltarón la carcajada el huésped y la huéspeda, y no
pudiéron durante largo rato contener la risa: al fin se serenáron, y el huésped
les dixo: Bien vemos, señores, que son vms. extrangeros; y como no estamos
acostumbrados á ver ninguno, vms. perdonen si nos hemos echado á reir quando
nos han querido pagar con las piedras de nuestros caminos reales. Sin duda vms.
no tienen moneda del pais, pero tampoco se necesita para comer aquí, porque
todas las posadas establecidas para comodidad del comercio las paga el
gobierno. Aquí han, comido vms. mal, porque estan en una pobre aldea; pero en
las demas partes los recibirán como se merecen. Explicaba Cacambo á Candido
todo quanto decia el huésped, y lo escuchaba Candido con tanto pasmo y
maravilla como tenia en decírselo su amigo Cacambo. ¿Pues qué pais es este,
decían ambos, ignorado de todo lo demas de la tierra, y donde la naturaleza
entera tanto de la nuestra se diferencia? Es regular que este sea el pais donde
todo está bien, añadia Candido, que alguno ha de haber de esta especie; y diga
lo que quiera maese Panglós, muchas veces he advertido que todo iba mal en
Vesfalia.
CAPITULO XVIII.
Donde se da
cuenta de lo que en el pais del Dorado viéron.
Cacambo dió
parte de su curiosidad á su huésped, y este le dixo: Yo soy un ignorante, y no
me arrepiento de serlo; pero en el pueblo tenemos á un anciano retirado de la
corte, que es el sugeto mas docto del reyno, y que mas gusta de comunicar con
los otros lo que sabe. Dicho esto, llevó á Cacambo á casa del anciano. Candido
representaba la segunda persona, y acompañaba á su criado. Entráron ámbos en
una casa sin pompa, porque las puertas no eran mas que de plata, y los techos
de los aposentos de oro, pero con tan fino gusto labrados, que con los mas
ricos techos podian entrar en cetejo; la antesala solamente en rubíes y
esmeraldas estaba embutida, pero el órden con que estaba todo colocado resarcia
esta excesiva simplicidad.
Recibió el
anciano á los dos extrangeros en un sofá de plumas de colibrí, y les ofreció
varios licores en vasos de diamante, y luego satisfizo su curiosidad en estos
términos. Yo tengo ciento setenta y dos años, y mi difunto padre, caballerízo
del rey, me contó las asombrosas revoluciones del Perú, que habia el
presenciado. El reyno donde estamos es la antigua patria de los Incas, que
cometiéron el disparate de abandonarla por ir á sojuzgar parte del mundo, y que
al fin destruyéron los Españoles.
Mas
prudentes fuéron los príncipes de su familia que permaneciéron en su patria, y
por consentimiento de la nacion dispusiéron que no saliera nunca ningun habitante
de nuestro pequeño reyno: lo qual ha mantenido intacta nuestra inocencia y
felicidad. Los Españoles han tenido una confusa idea de este pais, que han
llamado El Dorado; y un Inglés, nombrado el caballero Raleigh, llegó
aquí cerca unos cien años hace; mas como estamos rodeados de intransitables
breñas y simas espantosas, siempre hemos vivido exentos de la rapacidad
europea, que con la insaciable sed que los atormenta de las piedras y el lodo
de nuestra tierra, hubieran acabado con todos nosotros sin dexar uno vivo.
Fué larga la
conversacion, y se trató en ella de la forma de gobierno, de las costumbres, de
las mugeres, de los teatros y de las artes; finalmente Candido, que era muy
adicto á la metafísica, preguntó, por medio de Cacambo, si tenian religion los
moradores. Sonrojóse un poco el anciano, y respondió: ¿Pues cómo lo dudais?
¿creeis que tan ingratos somos? Preguntó Cacambo con mucha humildad qué
religion era la del Dorado. Otra vez se abochornó el viejo, y le replicó:
¿Acaso puede haber dos religiones? Nuestra religion es la de todo el mundo:
adoramos á Dios noche y dia. ¿Y no adorais mas que un solo Dios? repuso
Cacambo, sirviendo de intérprete á las dudas de Candido. Como si hubiera dos, ó
tres, ó quatro, dixo el anciano: vaya, que las personas de vuestro mundo hacen
preguntas muy raras. No se hartaba Candido de preguntar al buen viejo, y queria
saber qué era lo que pedian á Dios en el Dorado. No le pedimos nada, dixo el
respetable y buen sabio, y nada tenemos que pedirle, pues nos ha dado todo
quanto necesitamos; pero le tributamos sin cesar acciones de gracias. A Candido
le vino la curiosidad de ver los sacerdotes, y preguntó donde estaban; y el
venerable anciano le dixo sonriéndose: Amigo mio, aquí todos somos sacerdotes;
el rey y todas las cabezas de familia cantan todas las mañanas solemnes
cánticos de acciones de gracias, que acompañan cinco ó seis mil músicos.—¿Con
que no teneis frayles que enseñen, que arguyan, que gobiernen, que enreden, y
que quemen á los que no son de su parecer?—Menester seria que estuviéramos
locos, respondió el anciano; aquí todos somos de un mismo parecer, y no
entendemos que significan esos vuestros frayles. Estaba Candido como extático
oyendo estas razones, y decia para sí: Muy distinto pais es este de la Vesfalia,
y de la quinta del señor baron; si hubiera visto nuestro amigo Panglós el
Dorado, no diria que la quinta de Tunder-ten-tronck era lo mejor que habia en
la tierra. Cierto que es bueno viajar.
Acabada esta
larga conversacion, hizo el buen viejo poner un coche tirado de seis carneros,
y dió á los dos caminantes doce de sus criados para que los llevaran á la
Corte. Perdonad, les dixo, si me priva mi edad de la honra de acompañaros; pero
el rey os agasajará de modo que quedeis gustosos, y sin duda disculparéis los
estilos del pais, si alguno de ellos os desagrada.
Montáron en
coche Candido y Cacambo; los seis carneros iban volando, y en ménos de quatro
horas llegáron al palacio del rey, situado á un extremo de la capital. La
puerta principal tenia doscientos y veinte piés de alto, y ciento de ancho, y
no es dable decir de qué materia era; mas bien se echa de ver quan portentosas
ventajas sacaria á los pedruscos y la arena que llamamos nosotros oro y piedras
preciosas. Al apearse Candido y Cacambo del coche, fuéron recibidos por veinte
hermosas doncellas de la guardia real, que los lleváron al baño, y los
vistiéron de un ropage de plumion de colibrí; luego los principales oficiales y
oficialas de palacio los conduxéron al aposento de Su Magestad, entre dos filas
de mil músicos cada una, como era estilo. Quando estuviéron cerca de la sala
del trono, preguntó Cacambo á uno de los oficiales principales como habian de
saludar á Su Magestad; si hincados de rodillas ó postrados al suelo; si habian
de poner las manos en la cabeza ó en el trasero; si habian de lamer el polvo de
la sala; finalmente quales eran las ceremonias. La práctica, dixo el oficial,
es dar un abrazo al rey, y besarle en ámbas mexillas. Abalanzáronse pues
Candido y Cacambo al cuello de Su Magestad, el qual correspondió con la mayor
afabilidad, y los convidó cortesmente á cenar. Entre tanto les enseñáron la
ciudad, los edificios públicos que escalaban las nubes, las plazas de mercado
ornadas de mil colunas, las fuentes de agua clara, las de agua rosada, las de
licores de caña, que sin parar corrian en vastas plazas empedradas con una
especie de piedras preciosas que esparcian un olor parecido al del clavo y la
canela. Quiso Candido ver la sala del crimen y el tribunal, y le dixéron que no
los habia, porque ninguno litigaba: se informó si habia cárcel, y le fué dicho
que no; pero lo que mas extrañó y mas satisfaccion le causó, fué el palacio de
las ciencias, donde vió una galería de dos mil pasos, llena toda de
instrumentos de física y matemáticas.
Habiendo
andado en toda aquella tarde como la milésima parte de la ciudad, los traxéron
de vuelta á palacio. Candido se sentó á la mesa entre Su Magestad, su criado
Cacambo, y muchas señoras; y no se puede ponderar lo delicado de los manjares,
ni los dichos agudos que de boca del monarca se oían. Cacambo le explicaba á
Candido los donayres del rey, y aunque traducidos todavía eran donayres; y de
todo quanto pasmó á Candido, no fué esto lo que le dexó ménos pasmado.
Un mes
estuviéron en este hospicio. Candido decia continuamente á Cacambo: Ello es
cierto, amigo mio, que la quinta donde yo nací no se puede comparar con el pais
donde estamos; pero al cabo mi Cunegunda no habita en él, y sin duda que
tampoco á tí te faltará en Europa una que bien quieras. Si nos quedamos aquí,
serémos uno de tantos; y si damos vuelta á nuestro mundo no mas que con una
docena de carneros cargados de piedras del Dorado, serémos mas ricos que todos
los monarcas juntos, no tendrémos que tener miedo á inquisidores, y con
facilidad podrémos cobrar á la baronesita. Este razonamiento petó á Cacambo:
tal es la manía de correr mundo, de ser tenido entre los suyos, de hacer alarde
de lo que ha visto uno en sus viages, que los dos afortunados se determináron á
dexarlo de ser, y á despedirse de Su Magestad.
Haceis un
disparate, les dixo el rey: bien se que mi pais vale poco; mas quando se halla
uno medianamente bien en un sitio, se debe estar en él. Yo no tengo por cierto
derecho para detener á los extrangeros, tiranía tan opuesta á nuestra práctica como
á nuestras leyes. Todo hombre es libre, y os podeis ir quando quisiéreis; pero
es muy ardua empresa el salir de este pais: no es posible subir el raudo río
por el qual habeis venido por milagro, y que corre baxo bóvedas de peñascos;
las montañas que cercan mis dominios tienen quatro mil varas de elevacion, y
son derechas como torres; su anchura coge un espacio de diez leguas, y no es
posible baxarlas como no sea despeñándose. Pero, pues estais resueltos á iros,
voy á dar órden á los intendentes de máquinas para que hagan una que os pueda
transportar con comodidad; y quando os hayan conducido al otro lado de las
montañas, nadie os podrá acompañar; porque tienen hecho voto mis vasallos de no
pasar nunca su recinto, y no son tan imprudentes que le hayan de quebrantar: en
quanto á lo demás, pedidme lo que mas os acomode. No pedimos que Vuestra
Magestad nos dé otra cosa, dixo Cacambo, que algunos carneros cargados de
víveres, de piedras y barro del pais. Rióse el rey, y dixo: No se qué, pasion
es la que tienen vuestros Europeos á nuestro barro amarillo; llévaos todo el
que querais, y buen provecho os haga.
Inmediatamente
dió órden á sus ingenieros que hicieran una máquina para izar fuera del reyno á
estos dos hombres extraordinarios: tres mil buenos físicos trabajáron en ella,
y se concluyó al cabo de quince dias, sin costar arriba de cien millones de
duros, moneda del pais. Metiéron en la máquina á Candido y á Cacambo: dos
carneros grandes encarnados tenian puesta la silla y el freno para que montasen
en ellos así que hubiesen pasado los montes, y los seguian otros veinte
cargados de víveres, treinta con preseas de las cosas mas curiosas que en el
pais habia, y cincuenta con oro, diamantes, y otras piedras preciosas. El rey
dió un cariñoso abrazo á los dos vagamundos. Fué cosa de ver su partida, y el
ingenioso modo con que los izáron á ellos y á sus carneros á la cumbre de las
montañas. Habiéndolos dexado en parage seguro, se despidiéron de ellos los
físicos; y Candido no tuvo otro hipo ni otra idea que ir á presentar sus
carneros á la baronesita. A bien que llevamos, decia, con que pagar al
gobernador de Buenos-Ayres, si es dable poner precio á mi Cuncgunda: vamos á la
isla de Cayena, embarquémonos, y luego verémos qué reyno habernos de poner en
ajuste.
CAPITULO XIX.
De los
sucesos de Surinam, y del conocimiento que hizo Candido de Martin.
La primera
jornada de nuestros dos caminantes fué bastante agradable, llevados en alas de
la idea de encontrarse posesores de mayores tesoros que quantos en Asia, Europa
y Africa se podian reunir. El enamorado Candido grabó el nombre de Cunegunda en
las cortezas de los árboles. A la segunda jornada se atolláron en pantanos dos
carneros, y pereciéron con la carga que llevaban; otros dos se muriéron de
cansancio algunos dias despues; luego pereciéron de hambre de siete á ocho en
un desierto; de allí á algunos dias se cayéron otros en unas simas: por fin á
los cien dias de viage no les quedáron mas que dos carneros. Candido dixo á
Cacambo: Ya ves, amigo, que deleznables son las riquezas de este mundo; nada
hay sólido, como no sea la virtud, y la dicha de volver á ver á Cunegunda.
Confiéselo así, dixo Cacambo; pero todavía tenemos dos carneros con mas tesoros
que quantos podrá poseer el rey de España, y desde aquí columbro una ciudad,
que presumo que ha de ser Surinam, colonia holandesa. Al término de nuestras
miserias tocamos, y al principio de nuestra ventura.
En las
inmediaciones del pueblo encontráron á un negro tendido en el suelo, que no
tenia mas que la mitad de su vestido, esto es de unos calzoncillos de lienzo
crudo azul, y al pobre le faltaba la pierna izquierda y la mano derecha. ¡Dios
mió! le dixo Candido, ¿qué haces ahí, amigo, en la terrible situacion en que te
veo? Estoy aguardando á mi amo el señor de Vanderdendur, negociante afamado,
respondió el negro. ¿Ha sido por ventura el señor Vanderdendur quien tal te ha
parado? dixo Candido. Sí, Señor, respondió el negro; así es práctica: nos dan
un par de calzoncillos de lienzo dos veces al año para que nos vistamos; quando
trabajamos en los ingenios de azúcar, y nos coge un dedo la piedra del molino,
nos cortan la mano; quando nos queremos escapar, nos cortan una pierna: yo me
he visto en ámbos casos, y á ese precio se come azúcar en Europa; puesto que
quando en la costa de Guinea me vendió mi madre por dos escudos patagones, me
dixo: Hijo querido, da gracias á nuestros fetiches, y adóralos sin cesar, para
que vivas feliz; ya logras de ellos la gracia de ser esclavo de nuestros
señores los blancos, y de hacer afortunados á tu padre y á tu madre. Yo no se
¡ay! si los he hecho afortunados; lo que se es que ellos me han hecho muy
desdichado, y que los perros, los monos y los papagayos lo son mil veces ménos
que nosotros. Los fetiches holandeses que me han convertido, dicen que los blancos
y los negros somos todos hijos de Adan. Yo no soy genealogista, pero si los
predicadores dicen la verdad, todos somos primos hermanos; y cierto que no es
posible portarse de un modo mas horroroso con sus propios parientes.
O Panglós,
exclamó Candido, esta abominacion no la habias tú adivinado: se acabó, será
fuerza que abjure tu optimismo. ¿Qué es el optimismo? dixo Cacambo. Ha,
respondió Candido, es la manía de sustentar que todo está bien quando está uno
muy mal. Vertia lágrimas al decirlo contemplando al negro, y entró llorando en
Surinam.
Lo primero
que preguntáron fué si habia en el puerto algun navío que se pudiera fletar
para Buenos-Ayres. El hombre á quien se lo preguntáron era justamente un patron
español que les ofreció ajustarse en conciencia con ellos, y les dió cita en
una hostería, adonde Candido y Cacambo le fuéron á esperar con sus carneros.
Candido que
llevaba siempre el corazon en las manos contó todas sus aventuras al Español, y
le confesó que queria robar á la baronesita Cunegunda. Ya me guardaré yo, le
respondió, de pasarlos á vms. á Buenos-Ayres, porque seria irremisiblemente
ahorcado, y vms. ni mas ni ménos; que la hermosa Cunegunda es la dama en
privanza de Su Excelencia. Este dicho fué una puñalada en el corazon de
Candido: lloró amalgamente, y despues de su llanto, llamando aparte á Cacambo,
le dixo: Escucha, querido amigo, lo que tienes que hacer; cada uno de nosotros
lleva en el bolsillo uno ó dos millones de pesos en diamantes, y tu eres mas
astuto que yo: vete á Buenos-Ayres, en busca de Cunegunda. Si pone el
gobernador alguna dificultad, dale cien mil duros; si no basta, dale doscientos
mil: tu no has muerto á inquisidor ninguno, y nadie te perseguirá. Yo fletaré
otro navío, y te iré á esperar á Venecia; que es pais libre, donde no hay ni
Bulgaros, ni Abaros, ni Judíos, ni inquisidores que temer. Parecióle bien á
Cacambo tan prudente determinacion, puesto que sentia á par de muerte haberse
de separar de amo tan bueno; pero la satisfaccion de servirle pudo mas con el
que el sentimiento de dexarle. Abrazáronse derramando muchas lágrimas; Candido
le encomendó que no se olvidara de la buena vieja; y Cacambo se partió aquel
mismo dia: el tal Cacambo era un excelente sugeto.
Detúvose
algún tiempo Candido en Surinam, esperando á que hubiese otro patron que le
llevase á Italia con los dos carneros que le habian, quedado. Tomó criados para
su servicio, y compró todo quanto era necesario para un viage largo; finalmente
se le presentó el señor Vanderdendur, armador de una gruesa embarcacion.
¿Quanto pide vm., le preguntó, por llevarme en derechura á Venecia, con mis
criados, mi bagage, y los dos carneros que vm. ve ? El patron pidió diez mil
duros, y Candido se los ofreció sin rebaxa. ¡Hola, hola! dixo entre sí el
prudente Vanderdendur, ¿con que esté extrangero da diez mil duros sin regatear?
Menester es que sea muy rico. Volvió de allí á un rato, y dixo que no podia
hacer el viage por ménos de veinte mil. Veinte mil le daré á vm., dixo Candido.
Toma, dixo en voz baxa el mercader, ¿con que da veinte mil duros con la misma
facilidad que diez mil? Otra vez volvió, y dixo que no le podia llevar á
Venecia si no le daba treinta mil duros. Pues treinta mil serán, respondió
Candido. Ha, ha, murmuró el holandés, treinta mil duros no le cuestan nada á
este hombre; sin duda que en los dos carneros lleva inmensos tesoros: no
insistamos mas; hagamos que nos pague los treinta mil duros, y luego verémos.
Vendió Candido dos diamantes, que el mas chico valia mas que todo quanto dinero
le habia pedido el patron, y le pagó adelantado. Estaban ya embarcados los dos
carneros, y seguia Candido de léjos en una lancha para ir al navío que estaba
en la rada; el patron se aprovecha de la ocasion, leva anclas, y sesga el mar
llevando el viento en popa. En breve le pierde de vista Candido confuso y
desatentado. ¡Ay! exclamaba, esta picardía es digna del antiguo hemisferio.
Vuélvese á la playa anegado en su dolor, y habiendo perdido lo que bastaba para
hacer ricos á veinte monarcas. Fuera de sí, se va á dar parte al juez holandés,
y en el arrebato de su turbacion llama muy recio á la puerta, entra, cuenta su
cuita, y alza la voz algo mas de lo que era regular. Lo primero que hizo el
juez fué condenaile á pagar diez mil duros por la bulla que habia metido: oyóle
luego con mucha pachorra, le prometió que exâmininaria el asunto así que
voliera el mercader, y exîgió otros diez mil duros por los derechos de
audiencia.
Esta
conducta acabó de desesperar á Candido; y aunque á la verdad habia padecido
otras desgracias mil veces mas crueles, la calma del juez y del patron que le
habia robado le exâltaron la cólera, y le ocasionáron una negra melancolía.
Presentábase á su mente la maldad humana con toda su disformidad, y solo
pensamientos tristes revolvia. Finalmente estando para salir para Burdeos un
navío francés, y no quedándole carneros cargados de diamantes que embarcar,
ajustó en lo que valia un camarote del navío, y mandó pregonar en la ciudad que
pagaba el viage y la manutencion, y daba dos mil duros á un hombre de bien que
le quisiera acompañar, con la condición de que fuese el mas descontento de su
suerte, y el mas desdichado de la provincia. Presentóse una cáfila tal de
pretendientes, que no hubieran podido caber en una esquadra. Queriendo Candido
escoger los que mejor educados parecian, señaló hasta unos veinte que le
parecieron mas sociables, y todos pretendían que merecían la preferencia.
Reuniólos en su posada, y los convidó á cenar, poniendo por condicion que
hiciese cada uno de ellos juramento de contar con sinceridad su propia
historia, y prometiendo escoger al que mas digno de compasion y mas descontento
con justicia de su suerte le pareciese, y dar á los demas una gratificacion.
Duró la sesion hasta las quatro de la madrugada; y al oir sus aventuras ó
desventuras se acordaba Candido de lo que le habia dicho la vieja quando iban á
Buenos-Ayres, y de la apuesta que habia hecho de que no habia uno en el navío á
quien no hubiesen acontecido gravísimas desdichas. A cada lástima que contaban,
pensaba en Panglós, y decia: El tal Panglós apurado se habia de ver para
demostrar su sistema: yo quisiera que se hallase aquí. Es cierto que si está
todo bien, es en el Dorado, pero no en lo demas de la tierra. Finalmente se
determinó enfavor de un hombre docto y pobre, que habia trabajado diez años
para los libreros de Amsterdan, creyendo que no habia en el mundo oficio que
mas aperreado traxese al que le exercitaba. Fuera de eso este docto sugeto, que
era hombre de muy buena pasta, habia sido robado por su muger, aporreado por su
hijo, y su hija le habia abandonado, y se habia escapado con un Portugués. Le
acababan de quitar un miserable empleo con el qual vivia, y le perseguian los
predicantes de Surinam, porque le tachaban de sociniano. Hase de confesar que
los demas eran por lo menós tan desventurados como él; pero Candido esperaba
que con el docto se aburriria ménos en el viage. Todos sus competidores se
quejáron de la injusticia manifiesta de Candido; mas este los calmó repartiendo
cien duros á cada uno.
CAPITULO XX.
De lo que
sucedió á Candido y á Martin durante la navegacion.
Embarcóse
pues para Burdeos con Candido el docto anciano, cuyo nombre era Martin. Ambos
habian visto y habian padecido mucho; y aun quando el navío hubiera ido de
Surinam al Japon por el cabo de Buena Esperanza, no les hubiera en todo el
viage faltado materia para discurrir acerca del mal físico y el mal moral.
Verdad es que Candido le sacaba muchas ventajas á Martin, porque llevaba la
esperanza de ver á su Cunegunda, y Martin no tenia cosa ninguna que esperar: y le
quedaba oro y diamantes; de suerte que aunque habia perdido cien carneros
grandes cargados de las mayores riquezas de la tierra, y aunque le escarbaba
continuamente la bribonada del patron holandés, todavía quando pensaba en lo
que aun llevaba en su bolsillo, y hablaba de Cunegunda, con especialidad
después de comer, se inclinaba al sistema de Panglós. Y vm., señor Martín, le
dixo al docto, ¿qué piensa de todo esto? ¿qué opinion lleva cerca del mal
físico y el mal moral? Señor, respondió Martin, los clérigos me han acusado de
ser sociniano; pero la verdad es que soy maniquéo. Ese es cuento, replicó
Candido, que ya no hay maniquéos en el mundo. Pues yo en el mundo estoy, dixo
Martin, y es la realidad que no está en mi creer otra cosa. Menester es que tenga
vm. el diablo en el cuerpo, repuso Candido. Tanto papelea en este mundo, dixo
Martin, que muy bien puede ser que esté en mi cuerpo lo mismo que en otra
parte. Confieso que quando tiendo la vista por este globo ó glóbulo, se me
figura que le ha dexado Dios á disposicion de un ser maléfico, exceptuando el
Dorado. Aun no he visto un pueblo que no desee la ruina del pueblo inmediato,
ni una familia que no quisiera exterminar otra familia. En todas partes los
menudos exêcran de los grandes, y se postran á sus plantas; y los grandes los
tratan como viles rebaños, desollándolos y comiéndoselos. Un millon de asesinos
en regimientos andan corriendo la Europa entera, saqueando y matando con
disciplina, porque no saben oficio mas honroso; en las ciudades que en apariencia
disfrutan la paz, y en que florecen las artes, estan roidos los hombres de mas
envidia, inquietudes y afanes, que quantas plagas padece una ciudad sitiada.
Todavía son mas crueles los pesares secretòs que las miserias públicas; en una
palabra, he visto tanto y he padecido tanto, que soy maniquéo. Cosas buenas
hay, no obstante, replicó Candido. Podrá ser, decía Martin, mas no han llegado
á mi noticia.
En esta
disputa estaban quando se oyéron descargas de artillería. De uno en otro
instante crecia el estruendo, y todos se armáron de un anteojo. Veíanse como á
distancia de tres millas dos navios que combatían, y los traxo el viento tan
cerca del navío francés á uno y á otro, que tuviéron el gusto de mirar el
combate muy á su sabor. Al cabo uno de los navios descargó una andanada con
tanto tino y acierto, y tan á flor de agua, que echó á pique á su contrario.
Martin y Candido distinguiéron con mucha claridad en el combes de la nave que
zozobraba unos cien hombres que todos alzaban las manos al cielo dando espantosos
gritos; en un punto se los tragó á todos la mar.
Vea vm.,
dixo Martin, pues así se tratan los hombres unos á otros. Verdad es, dixo
Candido, que anda aquí la mano del diablo. Diciendo esto, advirtió cierta cosa
de un encarnado muy subido, que nadaba junto al navio; echáron la lancha para
ver que era, y era uno de sus carneros. Mas se alegró Candido con haber
recobrado este carnero, que lo que habia sentido la pérdida de ciento cargados
todos de diamantes gruesos del Dorado.
En breve
reconoció el capitán del navío francés que el del navío sumergidor era Español,
y el del navío sumergido un pirata holandés, el mismo que habia robado á
Candido. Con el pirata se hundiéron en el mar las inmensas riquezas de que se
habia apoderado el infame, y solo se libertó un carnero. Ya ve vm., dixo
Candido á Maitin, que á veces llevan los delitos su merecido: este pícaro de
patrón holandés ha sufrido la pena digna de sus maldades. Está bien, dixo
Martin, pero ¿porqué han muerto los pasageros que venian en su navío? Dios ha
castigado al malo, y el diablo ha ahogado á los buenos.
Seguían en
tanto su derrota el navío francés y el español, y Candido en sus conversaciones
con Martin. Quince dias sin parar disputáron, y tan adelantados estaban el
último como el primero; pero hablaban, se comunicaban sus ideas, y se
consolaban. Candido pasando la mano por el lomo á su carnero le decía: Una vez
que te he hallado á tí, tambien podié hallar á Cunegunda.
CAPITULO XXI.
Donde se da
cuenta de la plática de Candido y Martín, al acercarse á las costas de Francia.
Avistaronse
al fin las costas de Francia. ¿Ha estado vm. en Francia, señor Martin? dixo
Candido. Sí, Señor, respondió Martin, y he corrido muchas provincias: en unas
la mitad de los habitantes son locos, en otras muy retrecheros, en estas
bastante bonazos y bastante tontos, y en aquellas lo dan por ladinos. En todas
la ocupacion principal es enamorar, murmurar la segunda, y la tercera decir
majaderías.—¿Y ha visto vm. á Paris, señor Martin?—He visto á París, que es una
menestra de páxaros de todas clases, un caos, una prensa, donde todo el mundo
anhela por placeres, y casi nadie los halla, á lo ménos segun me ha parecido.
Estuve poco tiempo; al llegar, me robáron quanto traía unos rateros en la plaza
de San German; luego me reputáron á mi por ladron, y me tuviéron ocho dias en
la cárcel; y al salir libre entré como corrector en una imprenta, para ganar
con que volverme á pié á Holanda. He conocido la canalla escritora, la canalla
enredadora, y la canalla convulsa. Dicen que hay algunas personas muy cultas en
este pueblo, y creo que así será.
Yo por mi no
tengo hipo ninguno por ver la Francia, dixo Candido; bien puede vm. considerar
que quien ha vivido un mes en el Dorado no se cura de ver cosa ninguna de este
mundo, como no sea Cunegunda. Voy á esperarla á Venecia, y atravesarémos la
Francia para ir á Italia: ¿me acompañará vm.? Con mil amores, respondió Martin;
dicen que Venecia solo para los nobles Venecianos es buena, puesto que hacen
mucho agasajo á los extrangeros que llevan mucho dinero: yo no le tengo, pero
vm. sí, y le seguiré adonde quiera que fuere. Hablando de otra cosa, dixo
Candido, ¿cree vm. que la tierra haya sido antiguamente mar, como lo afirma
aquel libro gordo que es del capitan del buque? No por cierto, replicó Martin,
como ni tampoco los demas adefesios que nos quieren hacer tragar de algun
tiempo acá. ¿Pues para qué fin piensa vm. que fué criado el mundo? continuó
Candido. Para hacernos dar al diablo, respondió Martin. ¿No se pasma vm.,
siguió Candido, del amor de las dos mozas del pais de los Orejones á los dos
ximios, que conté á vm.? Muy léjos de eso, repuso Martin; no veo que tenga nada
de extraño esa pasion, y he visto tantas cosas extraordinarias, que nada se me
hace extraordinario. ¿Cree vm., le dixo Candido, que en todos tiempos se hayan
degollado los hombres como hacen hoy, y que siempre hayan sido embusteros,
aleves, pérfidos, ingratos, ladrones, flacos, mudables, viles, envidiosos,
glotones, borrachos, codiciosos, ambiciosos, sangrientos, calumniadores, disolutos,
fanáticos, hipócritas y necios? ¿Cree vm., replicó Martin, que los milanos se
hayan, siempre engullido las palomas, quando han podido dar con ellas? Sin
duda, dixo Candido. Pues bien, continuó Martin, si los milanos siempre han
tenido las mismas inclinaciones, ¿porqué quiere vm. que las de los hombres
hayan ariado? No, dixo Candido, eso es muy diferente porque el libre
albedrío….. Así discurrian, quando aportáron á Burdeos.
CAPITULO XXII.
De los
sucesos que en Francia aconteciéron á Candido y á Martin.
No se detuvo
Candido en Burdeos mas tiempo que el que le fué necesario para vender algunos
pedernales del Dorado, y comprar una buena silla de posta de dos asientos,
porque no podia ya vivir sin su filósofo Martin. Lo único que sintió fué
tenerse que separar de su carnero, que dexó á la Academia de ciencias de
Burdeos, la qual propuso por asunto del premio de aquel año determinar porque
la lana de aquel carnero era encarnada; y se le adjudicó á un docto del Norte,
que demostró por A mas B, ménos C dividido por Z, que era forzoso que fuera
aquel carnero encarnado, y que se muriese de la moniña.
Todos
quantos caminantes topaba Candido en los mesones le decian: Vamos á Paris. Este
general prurito le inspiró al fin deseos de ver esta capital, en lo qual no se
desviaba mucho de la dirección de Venecia. Entró por el arrabal de San Marcelo,
y creyó que estaba en la mas sucia aldea de Vesfalia. Apénas llegó á la posada,
le acometió una ligera enfermedad originada del cansancio; y como llevaba al
dedo un enorme diamante, y habian advertido en su coche una caxa muy pesada, al
punto se le acercáron dos doctores médicos que no habia mandado llamar, varios
íntimos amigos que no se apartaban de él, y dos devotas mugeres que le hacian
caldos. Decia Martin: Bien me acuerdo de haber estado yo malo en Paris, quando
mi primer viage; pero era muy pobre, y así ni tuve amigos, ni devotas, ni
médicos, y sané muy presto.
Las resultas
fuéron que á poder de sangrías, recetas y médicos, se agravó la enfermedad de
Candido. Al fin sanó; y miéntras estaba convaleciente, le visitáron muchos
sugetos de trato fino, que cenaban con él. Habia juego fuerte, y Candido se
pasmaba de que nunca le venian, buenos naypes; pero Martin no lo extrañaba.
Entre los
que mas concurrian á su casa habia un cierto abate, que era de aquellos hombres
diligentes, siempre listos para todo quanto les mandan, serviciales,
entremetidos, halagüeños, descarados, buenos para todo, que atisban á los
forasteros que llegan á la capital, les cuentan los sucesos mas escandalosos
que acontecen, y les brindan con placeres á qualquier precio. Lo primero que
hizo fué llevar á la comedia á Martin y á Candido. Representaban una tragedia
nueva, y Candido se encontró al lado de unos quantos hypercríticos, lo qual no
le quitó que llorase al ver algunas escenas representadas con la mayor
perfeccion. Uno de los hypercríticos que junto á el estaban, le dixo en un
entre-acto: Hace vm. muy mal en llorar; esa comedianta es malísima, y el que
representa con ella peor todavía, y peor la tragedia que los actores: el autor
no sabe palabra de arábigo, y ha puesto la escena en la Arabia; sin contar con
que es hombre que cree que no hay ideas innatas: mañana le traeré á vm. veinte
folletos contra él. Caballero, ¿quantas composiciones dramáticas tienen vms. en
Francia? dixo Candido al abate; y este respondió: Cinco o séis mil. Mucho es,
dixo Candido; ¿y quantas buenas hay? Quince ó diez y seis, replicó el otro.
Mucho es, dixo Martin.
Salió
Candido muy satisfecho con una cómica que hacia el papel de la reyna Isabel de
Inglaterra, en una tragedia muy insulsa que algunas veces se representa. Mucho
me gusta esta actriz, le dixo á Martin, porque se da ayre á Cunegunda; mucho
gusto tendria en hacerle una visita. El abate, se brindó á llevarle á su casa. Candido
criado en Alemania preguntó qué ceremonias eran las que se estilaban en Francia
para tratar con las reynas de Inglaterra. Distingo, dixo el abate: en las
provincias las llevan á comer á los mesones, en Paris las respetan quando son
bonitas, y las tiran al muladar después de muertas. ¡Al muladar las reynas!
dixo Candido. Verdad es, dixo Martin; razon tiene el señor abate: en Paris
estaba yo quando la señora Monima pasó, como dicen, de esta á mejor vida, y le
negáron lo que esta gente llama sepultura en tierra santa, lo qual
significa podrirse con toda la pobretería de la parroquia en un hediondo
cementerio, y la enterráron sola y señera en un rincon de su jardin, lo qual le
causó sin duda muchísima pesadumbre, porque tenia muy hidalgos pensamientos. Accion
de mala crianza fué en efecto, dixo Candido. ¿Qué quiere vm., dixo Martin, si
estas gentes son así? Imagínese vm. todas las contradicciones, y todas las
incompatibilidades posibles, y las hallará reunidas en el gobierno, en los
tribunales, en las iglesias, y en los espectáculos de esta donosa nacion. ¿Y es
cierto que en Paris se ríe la gente de todo? Verdad es, dixo el abate, pero se
ríen dándose al diablo; se lamentan de todo dando careajadas de risa; y
riéndose se cometen las mas detestables acciones.
¿Quién es,
dixo Candido, aquel marrano que tan mal hablaba de la tragedia que tanto me ha
hecho llorar, y de los actores que tanto gusto me han dado? Un malandrin,
respondió el abate, que gana la vida hablando mal de todas las composiciones
dramáticas y de todos los libros que salen; que aborrece á todo aquel que es
aplaudido, como aborrecen los eunucos á los que gozan; una sierpe de la
literatura, que vive de ponzoña y cieno; un folletista. ¿Qué llama vm.
folletista? dixo Candido. Un compositor de folletos, dixo el abate, un Freron,
ó un Ostolaza. Así discurrian Candido, Martin y el abate en la escalera del
coliseo, miéntras que iba saliendo la gente, concluida la comedia. Puesto que
tengo muchísimos deseos de ver á Cunegunda, dixo Candido, bien quisiera cenar
con la primera trágica, que me ha parecido un portento. No era hombre el abate
que tuviese entrada en casa de la tal primera actriz, que solo recibia sugetos
del mas fino trato. Está ocupada esta noche, respondió; pero tendré la honra de
llevar á vm. á casa de una señora de circunstancias, y conocerá á París allí
como si hubiera vivido en el muchos años.
Candido, que
naturalmente era amigo de saber, se dexó llevar á casa de la tal señora:
estaban ocupados los tertulianos en jugar á la banca, y doce tristes apuntes
tenian en la mano cada uno un juego de naypes, archivo de su mala ventura.
Reynaba un profundo silencio; teñido estaba el semblante de los apuntes de una
macilenta amarillez, y se leía la zozobra en el del banquero; y la señora de la
casa, sentada junto al despiadado banquero, con ojos de lince anotaba todos los
parolis, y todos los sietelevares con que doblaba cada jugador sus naypes,
haciéndoselos desdoblar con un cuidado muy escrupuloso, pero con cortesía y sin
enfadarse, por temor de perder sus parroquianos. Llamábanla la marquesa de
Paroliñac; su hija, muchacha de quince años, era uno de los apúntes, y con un
guiñar de ojos advertía á su madre las picardigüelas de los pobres apuntes que
procuraban enmendar los rigores de la mala suerte. Entráron el abate, Candido y
Martin, y nadie se levantó á darles las buenas noches, ni los saludó, ni los
miró siquiera; tan ocupados todos estaban en sus naypes. Mas cortés era la
señora baronesa de Tunder-tentronck, dixo entre sí Candido.
Acercóse en
esto el abate al oido de la marquesa, la qual se medio-levantó de la silla,
honró á Candido con una risita agraciada, y á Martin haciéndole cortesía con la
cabeza con magestuoso ademan; mandó luego que traxeran á Candido asiento y una
baraja, y este perdió en dos tallas diez mil duros. Cenaron luego con mucha
jovialidad, y todos estaban atónitos de que Candido no sintiese mas lo que
perdia. Los lacayos en su idioma lacayuno se decían unos á otros: Preciso es
que sea un mylord inglés.
La cena se
parecia á casi todas las cenas de Paris; primero mucho silencio, luego un
estrépito de palabras que no se entendian, chistes luego, casi todos muy
insulsos, noticias falsas, malos raciocinios, algo de política, y mucha
murmuracion; despues habláron de obras nuevas. Pasáron luego á tratar de
teatros, y el ama de casa preguntó porque habia ciertas tragedias que se
representaban con freqüencia, y que nadie podia leer. Un hombre de fino gusto
que habia entre los convidados, explicó con mucha claridad como podia interesar
una tragedia que tuviera poquísimo mérito, probando en breves razones que no
bastaba traer por los cabellos una ó dos situacíones de aquellas que tan
freqüentes son en las novelas, y siempre embelesan á los oyentes; que es
menester novedad sin extravagancia, sublimidad á veces, y naturalidad siempre;
conocer el corazon del hombre y el estilo de las pasiones; ser gran poeta, sin
que parezca poeta ninguno de los interlocutores; saber con perfeccion su
idioma, hablarle con pureza, y con harmonía continua, sin sacrificar nunca el
sentido al consonante. Todo aquel que no observare todas estas reglas, añadió,
muy bien podrá componer una ó dos tragedias que sean aplaudidas en el teatro,
mas nunca pasará plaza de buen escritor. Poquísimas tragedias hay buenas: unas
son idylios en coloquios bien escritos y bien versificados; otras disertaciones
de política que infunden sueño, ó amplificaciones que cansan; otras desatinos
de un energúmeno en estilo bárbaro, razones cortadas, apóstrofes interminables
á los Dioses no sabiendo que decir á los hombres, falsas máxîmas, y lugares
comunes hinchados.
Escuchaba
con mucha atención Candido este razonamiento, y formó por él altísima idea del
orador; y como había tenido la marquesa la atencion de colocarle á su lado, se
tomó la licencia de preguntarle al oido quien era un hombre que tan de perlas
hablaba. Ese es un docto, dixo la dama, que nunca apunta, y que me trae á cenar
algunas veces el abate, que entiende perfectamente de tragedias y libros, y que
ha compuesto una tragedia que silbáron, y un libro del qual un solo exemplar
que me dedicó ha salido de la tienda de su librero. ¡Qué varon tan eminente!
dixo Candido, es otro Panglós; y volviéndose hácia él le dixo: ¿Sin duda,
Caballero, que es vm. de dictámen de que todo está perfectamente en el mundo
físico y en el moral, y de que nada podia suceder de otra manera? ¡Yo,
caballero! le respondió el docto; nada ménos que eso. Todo me parece que va al
revés en nuestro pais, y que nadie sabe ni qual es su estado, ni qual su cargo,
ni lo que hace, ni lo que debiera hacer; y que excepto la cena que es bastante
jovial, y donde la gente está bastante acorde, todo el resto del tiempo se
consume en impertinentes contiendas; de jansenistas con motinistas, de
parlamentarios con eclesiásticos, de literatos con literatos, de palaciegos con
palaciegos, de alcabaleros y diezmeros con el pueblo, de mugeres con maridos, y
de parientes con parientes; por fin una guerra perdurable.
Replicóle
Candido: Cosas peores he visto yo; pero un sabio que despues tuvo la desgracia
de ser ahorcado, me enseñó que todas esas cosas son dechado de perfecciones, y
sombras de una hermosa pintura. Ese ahorcado se reía de la gente, dixo Martin,
y esas sombras sen manchas horrorosas, Los hombres son los que echan esas
manchas, dixo Candido, y no pueden hacer ménos. ¿Con que no es culpa de ellos?
replicó Martin. Bebian en tanto la mayor parte de los apuntes, que no entendian
una palabra de la materia; Martin discurria con el hombre docto, y Candido
contaba parte de sus aventuras al ama de la casa.
Despues de
cenar, llevó la marquesa á su retiete á Candido, y le sentó en un canapé. ¿Con
que está vm. enamorado perdido de Cunegunda, la baronesita de
Tunder-ten-tronck? Sí, Señora, respondió Candido. Replicóle la marquesa con una
amorosa sonrisa: Vm. responde como un mozo de Vesfalia; un Francés me hubiera
dicho: Verdad es, Señora, que he querido á Cunegunda, pero quando la miro á
vm., me temo no quererla. Yo, Señora, dixo Candido, responderé como vm.
quisiere. La pasión de vm., dixo la marquesa, empezó alzando un pañuelo, y yo
quiero que vm. alce mi liga. Con toda mi alma, dixo Candido, y la levantó del
suelo. Ahora quiero que me la ponga, continuó la dama, y Candido se la puso.
Mire vm., repuso la dama, vm. es extrangero: á mis amantes de Paris los hago yo
penar á veces quince dias seguidos, pero á vm. me rindo desde la primera noche,
porque es menester tratar cortesmente á un buen mozo de Vesfalia. La buena caña
que había reparado en dos diamantes enormes de dos sortijas del extrangero buen
mozo, tanto se los alabó, que de los dedos de Candido pasáron á los de la
marquesa.
Al volverse
Candido á su casa con el abate, sintió algunos remordimientos por haber
cometido una infidelidad á Cunegunda; y el señor abate tomó parte en su
sentimiento, porque le habia cabido una muy pequeña en los diez mil duros
perdidos por Candido al juego, y en el valor de los dos brillantes, medio-dados
y medio-estafados: y era su ánimo aprovecharse todo quanto pudiese de lo que el
trato de Candido le podía valer. Hablábale sin cesar de Cunegunda, y Candido le
dixo que quando la viera en Venecia, le pediria perdon de la infidelidad que
acababa de cometer.
Cada dia
estaba el abate mas cortés y mas atento, interesándole todo quanto decía
Candido, todo quanto hacia, y quanto quería hacer. ¿Con que está vm. aplazado
por la baronesita para Venecia? le dixo. Sí, señor abate, respondió Candido,
tengo precision de ir allá á buscar á Cunegunda. Llevado entónces del gusto de
hablar de su amada, le contó, como era su costumbre, parte de sus aventuras con
esta ilustre Vesfaliana. Bien creo, dixo el abate, que esa señorita tiene mucho
talento, y escribe muy bonitas cartas. Nunca me ha escrito, dixo Candido,
porque se ha de figurar vm. que quando me echáron de la granja por amor de ella,
no le pude escribir; que poco después supe que era muerta, que despues me la
encontré, y la volví á perder, y que le he despachado un mensagero á dos mil y
quinientas leguas de aquí, que aguardo con su respuesta.
Escuchóle
con mucha atención el abate, se paró algo pensativo, y se despidió luego de
ámbos extrangeros, abrazándolos tiernamente. Al otro dia, ántes de levantarse
de la cama, diéron á Candido la esquela siguiente: "Muy Señor mió, y mi
querido amante: ocho días hace que estoy mala en esta ciudad, y acabo de saber
que se encuentra vm. en ella. Hubiera ido volando á echarme en sus brazos, si
me pudiera menear. He sabido que habia vm. pasado por Burdeos, donde se ha
quedado el fiel Cacambo y la vieja, que llegarán muy en breve. El gobernador de
Buenos-Ayres se ha quedado con todo quanto Cacambo llevaba; pero el corazón de
vm. me queda. Venga vm. á verme; su presencia me dará la vida, ó hará que me
muera de alegría."
Una carta
tan tierna, y tan poco esperada, puso á Candido en una imponderable alegría,
pero la enfermedad de su amada Cunegunda le traspasaba de dolor. Fluctuante
entre estos dos afectos, agarra á puñados el oro y los diamantes, y hace que le
lleven con Martin á la posada donde estaba Cunegunda alojada: entra temblando
con la ternura, latiéndole el corazon, y el habla interrumpida con sollozos;
quiere descorrer las coitinas de la cama, y manda que traygan luz. No haga vm.
tal, le dixo la criada, la luz le hace mal; y volvió á correr la cortina. Amada
Cunegunda, dixo llorando Candido: ¿cómo te hallas? No puede hablar, dixo la
criada. Entónces la enferma sacó fuera de la cama una mano muy suave que bañó
Candido un largo rato con lágrimas, y que llenó lurgo de diamantes, desando un
saco de oro encima del taburete.
En medio de
sus arrebatos se aparece un alguacil acompañado del abate y de seis corchetes.
¿Con que estos son, dixo, los dos extrangeros sospechosos? y mandó incontinenti
que los ataran y los llevaran á la cárcel. No tratan de esta manera en el
Dorado á los forasteros, dixo Candido. Mas maniquéo soy que nunca, replicó
Martin. Pero, señor, ¿adonde nos lleva vm.? dixo Candido. A un calabozo,
respondió el alguacil.
Martin, que
se habia recobrado del primer sobresalto, sospechó que la señora que se decia
Cnnegunda era una buscona, el señor abate un tunante que habia abusado del
candor de Candido, y el alguacil otro tuno de quien no era difícil
desprenderse. Por no exponerse á tener que lidiar con la justicia, y con el
hipo que tenia de ver á la verdadera Cunegunda, Candido, por consejo de Maitin,
ofreció al alguacil tres diamantillos de tres mil duros cada uno. Ha, señor, le
dixo el hombre de vara de justicia, aunque hubiera vm. cometido todos los
delitos imaginables, seria el mas hombre de bien de este mundo. ¡Tres diamantes
de tres mil duros cada uno! La vida perderia yo por vm., para lue le lleve á un
calabozo. Todos los extrangeros son arrestados, pero déxelo por mi cuenta, que
yo tengo mi hermano en Diepe en la Normandía, y le llevaré alla; y si tiene vm.
algunos diamantes que darle, le tratará como yo propio. ¿Y porqué arrestan á
todos los extranjeros? dixo Candido. El abate tomando entónces el hilo,
respondió: Porque un miserable andrajoso del país de Atrebácia [Footnote:
Artois. Daiuieu, el que hirió á Luis XV, era natural de Arras, capital del
Artois.], que había oido decir disparates, ha cometido un parricidio, no como
el del mes de Mayo de 1610, [Footnote: Francisco Kavaillac mató á Henrique IV
de una puñalada en Mayo de 1610.] sino como el del mes de Diciembre de 1594,
[Footnote: Juan Clialel, en Diciembre de 1594, hirió á Henrique quarto; pero la
herida no fué de peligro.] y como otros muchos cometidos otros años y otros
meses por andrajosos que habian oido decir disparates.
Entónces
explicó el alguacil lo que habia apuntado el abate. ¡Qué monstruos! exclamó
Candido. ¿Cómo se cometen tamañas atrocidades en un pueblo que canta y bayla?
¿Quando saldré yo de este pais donde azuzan ximios á tigres? En mi pais he
visto osos; solo en el Dorado he visto hombres. En nombre de Dios, señor alguacil,
lléveme vm. á Venecia, donde aguardo á mi Cunegunda. Donde yo puedo llevar á
vm., es á la Normandía baxa, dixo el cabo de ronda. Hízole luego quitar los
grillos, dixo que se habia equivocado, despidió á sus corchetes, y se llevó á
Candido y Martin á Diepe, entregándolos á su hermano. Había un buque holandés
pequeño al ancla; y el Normando, que con el cebo de otros tres diamantes era el
mas servicial de los mortales, embarcó á Candido y á su familia en el tal navío
que iba á dar á la vela para Portsmúa en Inglaterra. No era camino para
Venecia; pero Candido creyó que salía del infierno, y estaba resuelto a
dirigirse á Venecia luego que se le presentase ocasion.
CAPITULO XXIII.
Del arribo
de Candido y Martin á la costa de Inglaterra, y de lo que allí viéron.
¡Ay Panglós
amigo! ¡ay amigo Martin! ¡ay amada Cunegunda! ¡lo que es este mundo! decia
Candido en el navío holandés. Cosa muy desatinada y muy abominable, respondió
Martin.—Vm. ha estado en Inglaterra: ¿son tan locos como en Francia?—Es locura
de otra especie, dixo Martin; ya sabe vm. que ámbas naciones estan en guerra
por algunas aranzadas de nieve en el Canadá, y por tan discreta guerra gastan
mucho mas que lo que todo el Canadá vale. Decir á vm. á punto fixo en qual de
los dos paises hay mas locos de atar, mis cortas luces no alcanzan á tanto; lo
que sí sé, es que en el pais que vamos á ver son locos atrabiliosos.
Diciendo
esto aportáron á Portsmúa: la orilla del mar estaba cubierta de gente que
miraba con atencion á un hombre gordo [El almirante Byng], hincado de rodillas,
y vendados los ojos, en el combes de uno de los navíos de la esquadra. Quatro
soldados formados en frente le tiráron cada uno tres balas á la mollera con el
mayor sosiego, y toda la asamblea se fué muy satisfecha. ¿Qué quiere decir
esto? dixo Candido: ¿qué perverso demonio reyna en todas partes? Preguntó quien
era aquel hombre gordo que acababan de matar con tanta solemnidad. Un
almirante, le dixéron.—¿Y porqué han muerto á ese almirante?—Porque no ha hecho
matar bastante gente; ha dado una batalla á un almirante francés, y hemos
fallado que no estaba bastante cerca del enemigo. Pues el almirante francés tan
léjos estaba del inglés como este del francés, replicó Candido. Sin disputa, le
dixéron; pero en esta tierra es conveniente matar de quando en quando algun
almirante para dar mas ánimo á los otros.
Tanto se
irritó y se pasmó Candido con lo que oía y lo que vía, que no quiso siquiera
poner pié en tierra, y se ajustó con el patron holandés, á riesgo de que le
robara como el de Surinam, para que le conduxera sin mas tardanza á Venecia. A
cabo de dos dias estuvo listo el patrón. Costeáron la Francia, pasáron á vista
de Lisboa, y se estremeció Candido; desembocáron por el estrecho en el
Mediterráneo, y finalmente aportáron á Venecia. Bendito sea Dios, dixo Candido
dando un abrazo á Martin, que aquí veré á la hermosa Cunegunda. Con Cacambo
cuento lo mismo que conmigo propio. Todo está bien, todo va bien y lo mejor que
es posible.
CAPITULO XXIV.
Que trata de
fray Hilarion y de Paquita.
Luego que
llegó á Venecia, se echó á buscar á Cacambo en todas las posadas, en todos los
cafés, y en casa de todas las mozas de vida alegre; pero no le fué posible dar
con él. Todos los dias iba á informarse de todos los navíos y barcos, y nadie
sabia de Cacambo. ¡Con que he tenido yo lugar, le decía á Martin, para pasar de
Surinam á Burdeos, para ir de Burdeos á Paris, de Paris á Diepe, de Diepeá
Portsmúa, para costear á Portugal y á España, para atravesar todo el
Mediterráneo, y pasar algunos meses en Venecia, y aun no ha llegado la hermosa
Cunegunda, y en su lugar he topado una buscona y un abate! Sin duda es muerta
Cunegunda, y á mi no me queda mas remedio que morir. ¡Ha, quanto mas hubiera
valido quedarme en aquel paraiso terrenal del Dorado, que volver á esta maldita
Europa! Razon tiene vm., amado Martin; todo es mera ilusion y calamidad.
Acometióle
una negra melancolía, y no fué ni á la ópera á la moda, ni á las demas
diversiones del carnaval, ni hubo dama que le causara la mas leve tentacion.
Díxole Martin: ¡Qué sencillo es vm., si se figura que un criado mestizo, que
lleva un millon de duros en la faltriquera, irá á buscar á su amada al fin del
mundo, y á traérsela á Venecia; la guardará para sí, si la encuentra, y si no,
tomará otra: aconsejo á vm. que se olvide de Cacambo y de su Cunegunda. Martin
no era hombre que daba consuelos. Crecia la melancolía de Candido, y Martin no
se hartaba de probarle que eran muy raras la virtud y la felicidad sobre la
tierra, excepto acaso en el Dorado, donde ninguno podia entrar.
Sobre esta
importante materia disputaban, miéntras venia Cunegunda, quando reparó Candido
en un frayle Francisco mozo, que se paseaba por la plaza de San Marcos,
llevando del brazo á una moza. El Franciscano era robusto, fuerte, y de buenos
colores, los ojos brillantes, la cabeza erguida, el continente reposado, y el
paso sereno; la moza, que era muy linda, iba cantando, y miraba con enamorados
ojos á su diaguino, el qual de quando en quando le pasaba la mano por la cara.
Me confesará vm. á lo ménos, dixo Candido á Martin, que estos dos son dichosos.
Ménos en el Dorado, no he encontrado hasta ahora en el mundo habitable mas que
desventurados; pero apuesto á que esa moza y ese frayle son felicísimas
criaturas. Yo apuesto á que no, dixo Martin. Convidémoslos á comer, dixo
Candido, y verémos si me equivoco.
Acercóse á
ellos, hízoles una reverencia, y los convidó á su posada á comer macarrones,
perdices de Lombardía, huevos de sollo, y á teber vino de Montepulciano y lácrima-cristi,
Chipre y Samos. Sonrojóse la mozuela; admitió el Franciscano el convite, y le
siguió la muchacha mirando á Candido pasmada y confusa, y vertiendo algunas
lágrimas. Apénas entró la mozuela en el aposento de Candido, le dixo: ¿Pues
que, ya no conoce el señor Candido á Paquita? Candido que oyó estas palabras, y
que hasta entónces no la habia mirado con atencion, porque solo en Cunegunda
pensaba, le dixo: ¡Ha, pobre chica! ¿con que tú eres la que puso al doctor
Panglós en el lindo estado en que le vi? ¡Ay, señor! yo propia soy, dixo
Paquita; ya veo que está vm. informado de todo. Supe las desgracias horrorosas
que sucediéron á la señora baronesa y á la hermosa Cunegunda, y júrole á vm.
que no ha sido ménos adversa mi estrella. Quando vm. me vió era yo una
inocente; y un capuchino, que era mi confesor, me engañó con mucha facilidad:
las resultas fuéron horribles, y me vi precisada á salir de la quinta, poco
después que le echó á vm. el señor baron á patadas en el trasero. Si no hubiera
tenido lástima de mi un, médico famoso, me hubiera muerto; por agradecérselo,
fui un poco de tiempo la querida del tal médico: y su muger, que estaba
endiablada de zelos, me aporreaba sin misericordia todos los días. Era ella una
furia, el mas feo el de los hombres, y yo la mas sin ventura de las mugeres,
aporreada sin cesar por un hombre á quien no podía ver. Bien sabe vm., señor,
los peligros que corre una muger vinagre que lo es de un médico: aburrido el
mío de los rompimientos de cabeza de su muger, un dia para curarla de un
resfriado le administró un remedio tan eficaz, que en menos de dos horas se
murió en horrendas convulsiones. Los parientes de la difunta formáron causa
criminal al doctor, el qual se escapó, y á mi me metiéron en la cárcel; y si no
hubiera sido algo bonita, DO me hubiera sacado á salvamento mi inocencia. El
juez me declaró libre, con la condicion de ser el sucesor del médico; y muy en
breve me sustituyó otra, y fuí despedida sin darme un quarto, y forzada á
emprender este abominable oficio, que á vosotros los hombres os parece tan
gustoso, y que para nosotras es un piélago de desventuras. Víneme á exercitar
mi profesion á Venecia. Ha, señor, si se figurara vm. qué cosa tan inaguantable
es halagar sin diferencia al negociante viejo, al letrado, al frayle, al
gondolero, y al abate; estar expuesta á tanto insulto, á tantos malos
tratamientos; verse á cada paso obligada á pedir prestado un guardapesillo para
que se le remangue á una un hombre asqueroso; robada por este de lo que ha
ganado con aquel, estafada por los alguaciles, y sin tener otra perspectiva que
una horrible vejez, un hospital y un muladar, confesaria que soy la mas
malbadada criatura de este mundo. Así descubria Paquita su corazon al buen
Candido, en su gabinete, á presencia de Martin, el qual dixo: Ya llevo ganada,
como vm. ve, la mitad de la apuesta.
Habíase
quedado fray Hilarion en la sala de comer, bebiendo un trago miéntras servian
la comida. Candido le dixo á Paquita: Pues si parecias tan alegre y tan
contenta quando te encontré; si cantabas y halagabas al diaguino con tanta
naturalidad, que te tuve por tan feliz como dices que eres desdichada. Ha,
señor, respondió Paquita, esa es otra de las lacras de nuestro oficio. Ayer me
robó y me aporreó un oficial, y hoy tengo que fingir que estoy alegre para
agradar á un frayle.
No quiso
Candido oir mas, y confesó que Martin tenia razón. Sentáronse luego á la mesa
con Paquita y el frayle Francisco; fué bastante alegre la comida, y de
sobremesa habláron con alguna confianza. Díxole Candido al frayle: Paréceme,
padre, que disfruta Vuestra Reverencia de una suerte envidiable. En su
semblante brilla la salud y la robustez, su fisonomía indica el bien-estar,
tiene una muy linda moza para su recreo, y me parece muy satisfecho con su
hábito de diaguino. Por Dios santo, caballero, respondió fray Hilarion, que
quisiera que todos los Franciscanos estuvieran en el quinto infierno, y que mil
veces me han dado tentaciones de pegar fuego al convento, y de hacerme Turco.
Quando tenia quince años, mis padres, por dexar mas caudal á un maldito hermano
mayor (condenado el sea), me obligáron á tomar este exêcrable hábito. El
convento es un nido de zelos, de rencillas y de desesperacion. Verdad es que
por algunas malas misiones de quaresma que he predicado, me han dado algunos
quartos, que la mitad me ha robado el guardian: lo restante me sirve para
mantener mozas; pero quando por la noche entro en mi celda, me dan impulsos de
romperme la cabeza contra las paredes, y lo mismo sucede á todos los demas
religiosos.
Volviéndose
entónces Martin á Candido con su acostumbrado relente, le dixo: ¿Qué tal? ¿he
ganado, ó no, la apuesta? Candido regaló dos mil duros á Paquita, y mil á fray
Hilarion. Yo fío, dixo, que con este dinero serán felices.
Pues yo fío
lo contrario, dixo Martin, que con esos miles los hará vm. más infelices
todavía. Sea lo que fuere, dixo Candido, un consuelo tengo, y es que á veces
encuentra uno gentes que creía no encontrar nunca; y muy bien, podrá suceder
que después de haber topado á mi carnero encarnado y á Paquita, me halle un dia
de manos á boca con Cunegunda. Mucho deseo, dixo Martin, que sea para la mayor
felicidad de vm.; pero se me hace muy cuesta arriba. Malas creederas tiene vm.,
respondió Candido. Consiste en que he vivido mucho, replicó Martin. ¿Pues no ve
vm. esos gondoleros, dixo Candido, que no cesan de cantar? Pero no los ve vm.
en su casa con sus mugeres y sus chiquillos, repuso Martin. Sus pesadumbres
tiene el Dux, y los gondoleros las suyas. Verdad es que pesándolo todo, mas
feliz suerte que la del Dux es la del gondolero; pero es tan poca la
diferencia, que no merece la pena de un detenido exâmen. Me han hablado, dixo
Candido, del senador Pococurante, que vive en ese suntuoso palacio situado
sobre el Brenta, y que agasaja mucho á los forasteros; y dicen que es un hombre
que nunca ha sabido qué cosa sea tener pesadumbre. Mucho diera por ver un ente
tan raro, dixo Martin. Sin mas dilación mandó Candido á pedir licencia al señor
Pococurante para hacerle una visita el dia siguiente.
CAPITULO XXV.
Que da
cuenta de la visita que hiciéron Martin y Candido al señor Pococurante, noble
veneciano.
Emarcaronse
Candido y Martin en una gondola, y fuéron por el Brenta al palacio del noble
Pococurante. Los jardines eran amenos y ornados con hermosas estatuas de
mármol, el palacio de magnífica fábrica, y el dueño un hombre como de sesenta
años, y muy rico. Recibió á los dos curiosos forasteros con mucha urbanidad,
pero sin mucho cumplimiento; cosa que intimidó á Candido, y no le pareció mal á
Martin.
Al instante
dos muchachas bonitas y muy aseadas sirviéron el chocolate: Candido no pudo
ménos de elogiar sus gracias y su hermosura. No son malas chicas, dixo el
senador; algunas veces mando que duerman conmigo, porque estoy aburrido de las
señoras del pueblo, de su retrechería, sus zelos, sus contiendas, su mal genio,
sus nimiedades, su vanidad, sus tonterías, y mas aun de los sonetos que tiene
uno que hacer ó mandar hacer en elogio suyo: mas con todo ya empiezan á
fastidiarme estas muchachas.
Despues de
almorzar, se fuéron á pasear á una espaciosa galería, y pasmado Candido de la
hermosura de las pinturas, preguntó de qué maestro eran las dos primeras. Son
de Rafael, dixo el senador, y las compré muy caras por vanidad, algunos años
ha; dicen que son la cosa mas hermosa que tiene Italia, pero á mi no me gustan:
los colores son muy denegridos, las figuras no están bien perfiladas, ni salen
lo bastante del plano; los ropages no se parecen en nada á la ropa de vestir; y
en una palabra, digan lo que quisieren, yo no alcanzo á ver aquí una feliz imitacion
de la naturaleza, y no daré mi aprobacion á un quadro hasta que me retrate la
propia naturaleza; pero no los hay de esta especie. Yo tengo muchos, pero no
miro á uno siquiera.
Pococurante,
ántes de comer, mandó que le dieran un concierto: la música le pareció
deliciosa á Candido. Bien puede este estruendo, dixo Pococurante, divertir cosa
de media hora; pero quando dura mas, á todo el mundo cansa, puesto que nadie se
atreve á confesarlo. La música del dia no es otra cosa que el arte de executar
cosas dificultosas, y lo que no es mas que difícil no gusta mucho tiempo. Mas
me agradaría la ópera, si no hubieran atinado con el arte de convertirla en un
monstruo que me repugna. Vaya quien quisiere á ver malas tragedias en música,
cuyas escenas no paran en mas que en traer al estricote dos ó tres ridiculas
coplas donde lucen los gorgeos de una cantarina; saboréese otro en oir á un
tiple tararear el papel de César ó Caton, y pasearse en afeminados pasos por
las tablas: yo por mí, muchos años hace que no veo semejantes majaderías de que
tanto se ufana hoy la Italia, y que tan caras pagan los soberanos extrangeros.
Candido contradixo un poco, pero con prudencia; y Martin fué en todo del
dictámen del senador.
Sentáronse á
la mesa, y después de una opípara comida entráron en la biblioteca. Candido que
vió un Homero magníficamente enquadernado, alabó mucho el fino gusto de Su
Ilustrísima. Este es el libro, dixo, que era las delicias de Panglós, el mejor
filósofo de Alemania. Pues no es las mias, dixo con mucha frialdad Pococurante:
en otro tiempo me habían hecho creer que tenia mucho gusto en leerle; pero la
repeticion no interrumpida de batallas que todas son parecidas, aquellos Dioses
siempre en accion, y que nunca hacen cosa ninguna decisiva; aquella Helena,
causa de la guerra, y que apénas tiene accion en el poema; aquella Troya
siempre sitiada, y nunca tomada: todo esto me causaba un fastidio mortal.
Algunas veces he preguntado á varios hombres doctos si los aburria esta lectura
tanto como á mí; y todos los que hablaban sinceramente me han confesado que se
les caía el libro de las manos, pero que era indispensable tenerle en su
biblioteca, como un monumento de la antigüedad, ó como una medalla enmohecida
que no es ya materia de comercio.
No piensa
así Vueselencia de Virgilio, dixo Candido. Convengo, dixo Pococurante, en que
el segundo, el quarto y el sexto libro de su Eneyda son excelentes; mas por lo
que hace á su pío Eneas, al fuerte Cloanto, al amigo Acates, al niño Ascanio,
al tonto del rey Latino, á la zafia Amata, y á la insulsa Lavinia, creo que no
hay cosa mas fria ni mas desagradable: y mas me gusta el Taso, y las novelas
para arrullar criaturas del Ariosto.
¿Me hará Su
Excelencia el gusto de decirme, repuso Candido, si no le tiene muy grande en la
lectura de Horacio? Máxîmas hay en él, dixo Pococurante, que pueden ser útiles
á un hombre de mundo, y que reducidas á enérgicos versos se graban con
facilidad en la memoria; pero no me curo ni de su viage á Brindis, ni de su
descripcion de una mala comida, ni de la disputa digna de unos mozos de esquina
entre no sé qué Rupilo, cuyas razones, dice, estaban llenas de podre, y
las de su contrincante llenas de vinagre. Sus groseros versos contra
viejas y hechiceras los he leido con mucho asco; y no veo qué mérito tiene decir
á su amigo Mecenas, que si le pone en el catálogo de poetas líricos, tocará á
los astros con su erguida frente. A los tontos todo los maravilla en un autor
apreciado; pero yo, que leo para mí solo, no apruebo mas que lo que me da
gusto. Candido, que se habia criado no juzgando de nada por sí propio, estaba
muy atónito con todo quanto oía; y á Martin le parecía el modo de pensar de
Pococurante muy conforme á razón.
¡Ha! aquí
hay un Cicerón, dixo Candido: sin duda no se cansa Vueselencia de leerle. Nunca
le leo, respondió el Veneciano. ¿Qué tengo yo con que haya defendido á Rabirio
ó á Cluencio? Sobrados pleytos tengo sin esos que fallar. Mas me hubieran
agradado sus obras filosóficas; pero quando he visto que de todo dudaba, he
inferido que lo mismo sabia yo que él, y que para ser ignorante á nadie
necesitaba.
¡Hola!
ochenta tomos de la academia de ciencias; algo bueno podrá haber en ellos,
exclamó Martin. Sí que lo habría, dixo Pococurante, si uno de los autores de
ese fárrago hubiese inventado siquiera el arte de hacer alfileres; pero en
todos esos libros no se hallan mas que sistemas vanos, y ninguna cosa útil.
¡Quantas
composiciones teatrales estoy viendo, dixo Candido, en italiano, en castellano
y en francés! Así es verdad, dixo el senador; de tres mil pasan, y no hay
treinta buenas. Lo que es esas recopilaciones de sermones que todos juntos no
equivalen á una página de Séneca, y todos esos librotes de teología, ya se
presumen vms. que no los abro nunca, ni yo ni nadie.
Reparó
Martin en unos estantes cargados de libros ingleses. Bien creo, dixo, que un
republicano se recrea con la mayor parte de estas obras con tanta libertad
escritas. Sí, respondió Pococurante, bella cosa es escribir lo que se siente;
que es la prerogativa del hombre. En nuestra Italia toda solo se escribe lo que
no se siente, y no son osados los moradores de la patria de los Césares y los
Antoninos á concebir una idea sin la venia de un Domínico. Mucho me contentaria
la libertad que á los ingenios ingleses inspira, si no estragaran la pasión y
el espíritu de partido quantas dotes apreciables aquella tiene.
Reparando
Candido en un Milton, le preguntó si tenia por un hombre sublime á este autor.
¿A quién? dixo Pococurante: ¿á ese bárbaro que en diez libros de duros versos
ha hecho un prolixo comento del Génesis? ¿á ese zafio imitador de los Griegos,
que desfigura la creacion, y miéntras que pinta Moises al eterno Ser criando el
mundo por su palabra, hace que coja el Mesías en un armario del cielo un
inmenso compás para trazar su obra? ¡Yo, estimar á quien ha echado á perder el
infierno y el diablo del Taso; á quien disfraza á Lucifer, unas veces de sapo,
otras de pigmeo, le hace repetir cien veces las mismas razones, y disputar
sobre teología; á quien imitando seriamente la cómica invencion de las armas de
fuego del Ariosto, representa á los diablos tirando cañonazos en el cielo! Ni
yo, ni nadie en Italia ha podido gustar de todas esas tristes extravagancias.
Las bodas del Pecado y la Muerte, y las culebras que pare el Pecado provocan á vomitar
á todo hombre de gusto algo delicado; y su prolixa descripcion de un hospital
solo para un enterrador es buena. Este poema obscuro, estrambótico y
repugnante, fue despreciado en su cuna, y yo le trato hoy como le tratáron en
su patria sus coetáneos. Por lo demas, yo digo mi dictámen sin curarme de si
los demas piensan como yo. Candido estaba muy afligido con estas razones,
porque respetaba á Homero, y no le desagradaba Milton. ¡Ay! dixo en voz baxa á
Martin, mucho me temo que profese este hombre un profundo desprecio á nuestros
poetas tudescos. Poco inconveniente seria, replicó Martin. ¡O qué hombre tan
superior, decía entre dientes Candido, qué ingenio tan divino este Pococurante!
ninguna cosa le agrada.
Hecho el
escrutinio de todos los libros, baxáron al jardín, y Candido alabó mucho todas
sus preciosidades. No hay una cosa de peor gusto, dixo Pococurante, aquí no
tenemos otra cosa que fruslerías; bien es que mañana voy á disponer que me
planten otro por un estilo mas noble.
Despidiéronse
en fin ámbos curiosos de Su Excelencia, y al volverse á su casa dixo Candido á
Martin: Confiese vm. que el señor Pococurante es el mas feliz de los humanos,
porque es un hombre superior á todo quanto tiene.
¿Pues no
considera vm., dixo Martin, que está aburrido de quanto tiene? Mucho tiempo ha
que dixo Platon que no son los mejores estómagos los que vomitan todos los
alimentos. ¿Pero no es un gusto, respondió Candido, criticarlo todo, y hallar
defectos donde los demas solo perfecciones encuentran? Eso es lo mismo, replicó
Martin, que decir que es mucho gusto no tener gustos. Segun eso, dixo Candido,
no hay otro hombre feliz que yo, quando vuelva á ver á mi Cunegunda. Buena cosa
es la esperanza, respondió Martin.
Corrian en
tanto los dias y las semanas, y Cacambo no parecia, y estaba Candido tan sumido
en su pesadumbre, que ni siquiera notó que no habian venido á darle las gracias
fray Hilarion ni Paquita.
CAPITULO XXVI.
Que da
cuenta de como Candido y Martin cenáron con unos extranjeros, y quien eran
estos.
Un dia,
yendo Candido y Martin á sentarse á la mesa con los forasteros alojados en su
misma posada, se acercó por detras al primero uno que tenia una cara de color
de hollin de chimenca, el qual, agarrándole del brazo, le dixo: Dispóngase vm.
á venirse con nosotros, y no se descuide. Vuelve Candido el rostro, conoce á
Cacambo; solo la vista de Cunegunda le hubiera podido causar mas extrañeza y
mas contento. Poco le faltó para volverse loco de alegría; y dando mil abrazos
á su caro amigo, le dixo: ¿Con que sin duda está contigo Cunegunda? ¿donde
está? llévame á verla, y á morir de gozo á sus plantas. Cunegunda no está aquí,
dixo Cacambo, que está en Constantinopla.—¡Dios mio, en Constantinopla! pero
aunque estuviera en la China, voy allá volando: vamos. Despues de cenar nos
irémos, respondió Cacambo: no puedo decir á vm. mas, que soy esclavo, y me está
esperando mi amo, y así es menester que le vaya á servir á la mesa: no diga vm.
una palabra; cene, y esté aparejado.
Preocupado
Candido de júbilo y sentimiento, gozoso por haber vuelto á ver á su fiel
agente, atónito de verle esclavo, rebosando en la alegría de encontrar á su
amada, palpitándole el pecho, y vacilante su razon, se sentó á la mesa con
Martin, el qual sin inmutarse contemplaba todas estas aventuras, y con otros
seis extrangeros que habian venido á pasar el carnaval á Venecia.
Cacambo, que
era el copero de uno de los extrangeros, arrimándose á su amo al fin de la
comida, le dixo al oido: Señor, Vuestra Magestad puede irse quando quisiere,
que el buque está pronto; y se fué dichas estas palabras. Atónitos los
convidados se miraban sin chistar, quando llegándose otro sirviente á su amo,
le dixo: Señor, el coche de Vuestra Magestad está en Padua, y el barco listo.
El amo hizo una seña, y se fué el criado. Otra vez se miráron á la cara los
convidados, y creció el asombro. Arrimándose luego el tercer criado á otro
extrangero, le dixo: Señor, créame Vuestra Magestad, que no se debe detener mas
aquí; yo voy á disponerlo todo, y desapareció.
Entónces no
dudáron Candido ni Martin de que era mogiganga de carnaval. El quarto criado
dixo al quarto amo: Vuestra Magestad se podrá ir quando quiera, y se salió lo
mismo que los demas. Otro tanto dixo el criado quinto al quinto amo; pero el
sexto se explicó de muy diferente modo con el sexto forastero, que estaba al
lado de Candido, y le dixo: A fe, Señor, que nadie quiere fiar un ochavo á
Vuestra Magestad, ni á mi tampoco, y que esta misma noche pudiera ser muy bien
que nos metieran en la cárcel, y así voy á ponerme en salvo: quédese con Dios
Vuestra Magestad.
Habiéndose
marchado todos los criados, se quedáron en alto silencio Candido, Martin y los
seis forasteros. Rompióle al fin Candido, diciendo: Cierto, señores, que es
donosa la burla; ¿porqué son todos vms. reyes? Yo por mi declaro que ni el
señor Martin ni yo lo somos. Respondiendo entónces con mucha dignidad el amo de
Cacambo, dixo en italiano: Yo no soy un bufon; mi nombre es Acmet III; he sido
gran Sultan por espacio de muchos años; habia destronado á mi hermano, y mi sobrino
me na destronado á mí; á mis visires les han cortado la cabeza, y yo acabo mis
dias en el serrallo viejo. Mi sobrino el gran Sultan Mahamud me da licencia
para viajar de quando en quando para restablecer mi salud; y he venido á pasar
el carnaval á Venecia.
Después de
Acmet habló un mancebo que junto á el estaba, y dixo: Yo me llamo Ivan, he sido
emperador de toda la Rusia, y destronado en la cuna. Mi padre y mi madre fuéron
encarcelados, y á mi me criáron en una cárcel. Algunas veces me dan licencia para
viajar en compañía de mis alcaydes; y he venido á pasar el carnaval á Venecia.
Dixo luego
el tercero: Yo soy Carlos Eduardo, rey de Inglaterra, habiéndome cedido mi
padre sus derechos á la corona. He peleado por sustentarlos; á ochocientos
partidarios mios les han arrancado el corazon, y les han sacudido con el en la
cara: á mi me han tenido preso, y ahora voy á ver al Rey mi padre á Roma, el
qual ha sido destronado así como mi abuelo, y así como yo; y he venido á pasar
el carnaval á Venecia.
Habló entónces
el quarto, y dixo: Yo soy rey de los Polacos; la suerte de la guerra me ha
privado de mis estados hereditarios; los mismos contratiempos ha sufrido mi
padre: me resigno á los decretos de la Providencia, como hacen el sultan Acmet,
el emperador Ivan, y el rey Carlos Eduardo, que Dios guarde dilatados años; y
he venido á pasar el carnaval á Venecia.
Dixo despues
el quinto: Tambien yo soy rey de los Polacos, y dos veces he perdido mi reyno;
pero la Providencia me ha dado otro estado, en el qual he hecho mas bienes que
quantos han podido hacer en las riberas del Vistula todos los reyes de la
Sarmacia juntos: tambien me resigno á los juicios de la Providencia; y he
venido á pasar el carnaval á Venecia.
Habló por
último el sexto monarca, y dixo: Caballeros, yo no soy tan gran señor como
vms., mas al cabo rey he sido como el mas pintado: mi nombre es Teodoro; fuí
electo rey en Córcega, me daban magestad, y ahora apénas se dignan de
decirme su merced: he hecho acuñar moneda, y no tengo un maravedí; tenia
dos secretarios de estado, y apénas me queda un lacayo; me he visto en un
trono, y he estado mucho tiempo en Londres en una cárcel acostado sobre paja; y
me rezelo que me suceda aquí lo mismo, puesto que he venido, como Vuestras
Magestades, á pasar el carnaval á Venecia.
Escucháron
con magnánima compasion los otros cinco monarcas este razonamiento, y dió cada
uno veinte zequíes al rey Teodoro para que comprase vestidos y ropa blanca.
Candido le regaló un brillante de dos mil zequíes. ¿Quién es este particular,
dixéron los cinco reyes, que puede hacer una dádiva cien veces mas quantiosa
que qualquiera de nosotros, y que efectivamente la hace?
Al
levantarse de la mesa, llegáron á la misma posada quatro Altezas Serenísimas
que tambien habian perdido sus estados por los acasos de la guerra, y venian á
pasar lo restante del carnaval á Venecia; pero ne se informó siquiera Candido
de las aventuras de los recien-venidos, no pensando en mas que en ir á buscar á
su amada Cunegunda á Constantinopla.
CAPITULO XXVII.
Del viage de
Candido á Constantinopla.
Ya el fiel
Cacambo había concertado con el capitan turco que habia de llevar á
Constantinopla al sultan Acmet, que tomara á bordo á Candido y á Martin; y
ámbos se embarcáron, habiéndose postrado primero ante su miserable Alteza. Candido
en el camino decia á Martin: ¡Con que hemos cenado con seis reyes destronados,
y de los seis á uno he tenido que darle tina limosna! Acaso hay otros muchos
príncipes mas desgraciados. Yo á la verdad no he perdido mas que cien carneros,
y voy á descansar de mis fatigas en brazos de Cunegunda. Razon tenia Panglós,
amado Martin, todo está bien. Sea enhorabuena, dixo Martin. Increible aventura
es empero, continuó Candido, la que en Venecia nos ha sucedido; porque nunca se
ha visto ni oido cosa tal como cenar juntos en la misma posada seis monarcas
destronados. No es eso cosa mas extraordinaria, replicó Martin, que otras
muchas que nos han sucedido. Con mucha freqüencia sucede que un rey sea
destronado; y por lo que respeta á la honra que hemos tenido de cenar con
ellos, eso es una friolera que ni siquiera mentarse merece.
Apénas
estaba Candido en el navío, se arrojó en brazos de su criado antiguo y su amigo
Cacambo. ¿Y pues, le dixo, qué hace Cunegunda? ¿es todavía un portento de
beldad? ¿me quiere aun? ¿cómo está? Sin duda que le has comprado un palacio en
Constantinopla. Señor mi amo, le respondió Cacambo, Cunegunda está fregando
platos á orillas de la Propontis, en casa de un príncipe que tiene poquísimos
platos, porque es esclava de un soberano antiguo llamado Ragotski, á quien da
el gran Turco tres duros diarios en su asilo; y lo peor es que ha perdido su
hermosura, y que está horrorosa de puro fea. ¡Ay! fea ó hermosa, dixo Candido,
yo soy hombre de bien, y mi obligacion es quererla siempre. ¿Pero cómo se puede
encontrar en tan miserable estado con el millón de duros que tu le llevaste?
Bueno está eso, respondió Cacambo: ¿pues no tuve que dar doscientos mil al
señor Don Fernando de Ibarra, Figueroa, Mascareñas, Lampurdan y Souza,
gobernador de Buenos-Ayres, para alcanzar su licencia de traerme á Cunegunda?
¿y no nos ha robado un pirata todo quanto nos había quedado? ¿No nos ha
conducido dicho pirata al cabo de Matapan, á Milo, á Nicaria, á Samos, á Petri,
á los Dardanelos, á Mármara y á Escutari? Cunegunda y la vieja estan sirviendo
al príncipe que llevo dicho, y yo soy esclavo del sultan destronado. ¡Quanta
espantosa calamidad encadenada una con otra! dixo Candido. Al cabo aun me
quedan algunos diamantes, y con facilidad rescataré á Cunegunda. ¡Que lástima
es que esté tan fea! Volviéndose luego á Martin, le dixo: ¿Quién piensa vm. que
es mas digno de compasion, el emperador Acmet, el emperador Ivan, el rey Carlos
Eduardo, ó yo? No lo sé, dixo Martin, y menester fuera hallarme dentro del
pecho de vms. para saberlo. Ha, dixo Candido, si estuviera aquí Panglós, el lo
sabria, y nos lo diria. Yo no poseo, respondió Martin, la balanza con que
pesaba ese señor Panglós las miserias, y valuaba las cuitas humanas; pero sí
presumo que hay en la tierra millones de hombres mas dignos de lástima que el
rey Carlos Eduardo, el emperador Ivan, y el sultan Acmet. Bien puede ser, dixo
Candido.
A pocos dias
llegáron al canal del mar Negro. Candido rescató á precio muy subido á Cacambo,
y sin perder un instante se metió con sus compañeros en una galera para ir á
orillas de la Propontis en demanda de Cunegunda, por mas fea que estuviese.
Habia entre
la chusma dos galeotes que remaban muy mal, y á quien el arraez levantisco
aplicaba de quando en quando sendos latigazos en las espaldas con el rebenque.
Por un movimiento natural los miró Candido con mas atención que á los demas
forzados, arrimándose a ellos con lástima; y en algunas facciones de sus
desfigurados rostros le pareció que se daban un poco de ayre á Panglós, y al
otro desventurado jesuíta, al baron, hermano de Cunegunda. Enternecido y movido
á compasión con esta idea, los contempló con mayor atencion, y dixo á Cacambo:
Por mi vida, que si no hubiera visto ahorcar á maese Panglós, y no hubiera
tenido la desgracia de matar al baron, creeria que son esos que van remando en
la galera.
Oyendo los
nombres del baron y de Panglós, diéron un agudo grito ámbos galeotes, se
paráron en el banco, y dexáron caer los remos. Al punto se tiró á ellos el
arraez, menudeando los latigazos con el rebenque. Deténgase, deténgase, Señor,
clamó Candido, que le daré el dinero que me pidiere. ¿Con que es Candido? decía
uno de los forzados. ¿Con que es Candido? repetia el otro. ¿Es sueño? decia
Candido; ¿estoy en esta galera? ¿estoy despierto? ¿Es el señor baron á quien yo
maté? ¿es maese Panglós á quien vi ahorcar? Nosotros somos, nosotros somos,
respondian á la par. ¿Con que este es aquel insigne filósofo? decia Martin. Ha,
señor arraez levantisco, ¿quanto quiere por el rescate del señor baron de Tunder-ten-tronck,
uno de los primeros barones del imperio, y del señor Panglós, el metafísico mas
profundo de Alemania?
Perro
cristiano, respondió el arraez, una vez que esos dos perros de galeotes
cristianos son barones y metafísicos, lo qual es sin duda un, cargo muy alto en
su pais, me has de dar por ellos cincuenta mil zequíes.—Yo se los daré, señor;
lléveme de un vuelo á Constantinopla, y al punto será satisfecho; pero no,
lléveme á casa de Cunegunda. El arráez, así que oyó la oferta de Candido, puso
la proa á la ciudad, y hacia que remaran con mas ligereza que un páxaro sesga
el ayre.
Dió Candido
cien abrazos á Panglós y al baron.—¿Pues cómo no he muerto á vm., mi amado
baron? ¿y vm., mi amado Panglós, cómo está vivo habiéndole ahorcado? ¿y porqué
están ámbos en galeras en Turquía? ¿Es cierto que esté mi querida hermana en
esta tierra? dixo el barón. Sí, Señor, respondió Cacambo. Al fin vuelvo á ver á
mi caro Candido, exclamaba Panglós. Candido les presentaba á Martin y á
Cacambo: todos se abrazaban, todos hablaban á la par; bogaba la galera, y
estaban ya dentro del puerto. Llamáron á un. Judío á quien vendió Candido por
cincuenta mil zequíes un diamante que valia cien mil, y el Judío le juró por
Abrahan, que no podia dar un ochavo mas. Incontinenti satisfizo el rescate del
baron y Panglós: este se arrojó á las plantas de su libertador, bañándolas en
lágrimas; aquel le dió las gracias baxando la cabeza, y le prometió pagarle su
dinero así que tuviese con que. ¿Pero es posible, decia, que esté en Turquía mi
hermana? Tan posible, replicó Cacambo, que está fregando platos en casa de un
príncipe de Transilvania. Llamáron, al punto á otros Judíos, vendió Candido
otros diamantes, y se partiéron todos en otra galera para ir á librar á
Cunegunda.
CAPITULO XXVIII.
Que trata de
los sucesos que pasáron con Candido, Cunegunda, Panglós y Martin.
Mil perdones
pido á vm., dixo Candido al baron, mil perdones, padre reverendísimo, de
haberle pasado el cuerpo de una estocada. No tratemos mas de eso, dixo el
baron, yo confieso que me excedí un poco. Pero una vez que desea vm. saber como
me he visto en galeras, le contaré que despues que me hubo sanado de mi herida
el hermano boticario del colegio, me acometió y me hizo prisionero una partida
española, y me pusiéron en la cárcel de Buenos-Ayres, quando acababa mi hermana
de embarcarse para Europa. Pedí que me enviaran á Roma al padre general, y me
nombráron para ir á Constantinopla de capellan de la embaxada de Francia. Habia
apénas ocho dias que estaba desempeñando las obligaciones de mi empleo, quando
encontré una noche á un icoglan muy muchacho y muy lindo; y como hacia mucho
calor, quiso el mozo bañarse, y yo tambien me metí con el en el baño, no
sabiendo que era delito capital en un cristiano que le hallaran desnudo con un
mancebo musulman. Un cadí me mando dar cien palos en la planta de los piés, y
me condenó á galeras; y pienso que jamas se ha cometido injusticia mas
horrorosa. Ahora querria saber porque se halla mi hermana de fregona de un
príncipe de Transilvania refugiado en Turquía.
¿Y vm., mi
amado Panglós, cómo es posible que le esté viendo? Verdad es, dixo Panglós, que
me viste ahorcar; iban á quemarme, pero ya te acuerdas que llovia á chaparrones
quando me habian de echar á la hoguera, y que no fué posible encender el fuego;
así que me ahorcáron, sin exemplar, no pudiendo mas: y un cirujano que compró
mi cuerpo, me llevó á su casa, y me disecó. Primero me hizo una incision
crucial desde el ombligo hasta la clavícula. Yo estaba tan mal ahorcado, que no
podia ser mas: el executor de las sentencias de la santa inquisicion, que era
subdiácono, es verdad que quemaba las personas con la mayor habilidad, pero no
entendia cosa en materia de ahorcar: la soga que estaba mojada apretó poco, en
fin todavía estaba vivo. La incision crucial me hizo dar un grito tan
desaforado, que atemorizado el cirujano se cayó de espaldas; y creyendo que
estaba disecando á Lucifer se escapó muerto de miedo, y se volvió á caer de la
escalera abaxo. Al estrépito acudió su muger de un quarto inmediato; y viéndome
tendido en la mesa con la incision crucial, se asustó mas que su marido, se
escapó, y se cayó encima de él. Quando volviéron algo en sí, oí que decia la
cirujana al cirujano: ¿Quién te metió en disecar á un herege? ¿acaso no sabes
que todos ellos tienen metido el diablo en el cuerpo? me voy corriendo á llamar
á un clérigo que le exôrcize. Asustado con estas palabras recogí las pocas
fuerzas que me quedaban, y me puse á gritar: Tengan lástima de mí. Al fin cobró
ánimo el barbero portugués, me dió unos quantos puntos en la incision, su muger
me cuidó, y á cabo de quince dias estaba ya bueno. El barbero me acomodó de
lacayo de un caballero de Malta que iba á Venecia; pero no teniendo mi amo con
que mantenerme, me puse á servir á un mercader veneciano, y le acompañé á
Constantinopla.
Ocurrióme un
dia la idea de entrar en una mezquita, donde no habia mas que un iman viejo y
una santurrona moza muy bonita, que rezaba sus padre-nuestros: tenia
descubiertos los pechos, y entre las dos tetas un ramillete muy hermoso de
tulipas, rosas, anémonas, ranúnculos, jacintos y aurículas. Cayósele el
ramillete, y yo le cogí, y se le puse con tanta cortesía como respeto. Tanto
tardaba en ponérsele, que se enfadó el iman; y advirtiendo que era cristiano,
llamó gente. Lleváronme á casa del cadí, que me mandó dar cien varazos en los
piés y me envió á galeras, amarrándome justamente á la misma galera y al mismo
banco que el señor baron. En ella habia quatro mozos de Marsella, cinco
clérigos napolitanos, y dos frayles de Corfú, que nos aseguráron que casi todos
los dias sucedian aventuras como las nuestras. Sustentaba el señor baron que le
habian hecho mas injusticia que á mí; y yo defendia que mucho mas permitido era
volver á poner un ramillete al pecho de una moza, que hallarse en cueros con un
icoglan: disputábamos continuamente, y nos sacudian cien latigazos al dia con
la penca, quando te conduxo á nuestra galera la cadena de los sucesos de este
universo, y nos rescataste. ¿Y pues, amado Panglós, le dixo Candido, quando se
vió vm. ahorcado, disecado, molido á palos, y remando en galeras, pensaba que
todo iba perfectamente? Siempre me estoy en mis trece, respondió Panglós; que
al fin soy filósofo, y un filósofo no se ha de desdecir, porque no se puede
engañar Leibnitz, aparte que la harmonía preestablecida, es la cosa mas linda
del mundo, no ménos que el lleno y la materia sutil.
CAPITULO XXIX.
De como topó
Candido con Cunegunda y con la vieja.
Miéntras se
daban cuenta de sus aventuras Candido, el baron, Panglós, Martin y Cacambo;
miéntras que discurrian acerca de los sucesos contingentes ó no contingentes de
este mundo, que disputaban sobre los efectos y las causas, sobre el mal moral y
el mal físico, sobre la libertad y la necesidad, sobre los consuelos que puede
recibir quien está en galeras en Turquía, aportáron á las playas de la
Propontis, junto á la morada del principe de Transilvania. Lo primero que se
les presentó fué Cunegunda y la vieja que estaban tendiendo unas servilletas
para que se enxugasen en unas tomizas. Al ver esta escena, se puso amarillo el
baron; y el tierno y enamorado Candido contemplando á Cunegunda toda prieta,
los ojos lagañosos, enxutos los pechos, la cara arrugada, y los bazos
amoratados, se hizo tres pasos atras, y se adelantó luego por buena crianza.
Abrazó Cunegunda á Candido y á su hermano, todos abrazáron á la vieja, y
Candido las rescató á entrámbas.
Habia un
cortijillo en las inmediaciones, y propuso la vieja á Candido que le comprase,
ínterin hallaba toda la compañía mejor acómodo. Cunegunda que no sabia que
estaba fea, no habiéndoselo dicho nadie, acordó sus promesas á Candido en tono
tan resuelto, que no se atrevió el pobre á replicar. Declaró pues al baron que
se iba á casar con su hermana; pero este dixo: Nunca consentiré yo en semejante
vileza de su parte, y tamaña osadía de la tuya, ni nunca no podrán echar en
cara tal ignominia. ¿Con que los hijos de mi hermana no podrán entrar en los
cabildos de Alemania? No, mi hermana no se ha de casar, como no sea con un
baron del imperio. Cunegunda se postró á sus plantas, y las bañó en llanto,
pero fué en balde. ¡Fatuo, sin seso, le dixo Candido, te he librado de galeras,
he pagado tu rescate, y el de tu hermana que estaba fregando platos, y que es
fea; soy tan bueno que quiero que sea mi muger, y todavía quieres tu
estorbármelo! Si me dexara llevar de la ira, te matara segunda vez. Otras
ciento me puedes matar, respondió el baron, pero no te has de casar con mi
hermana miéntras yo viva.
CAPITULO XXX.
Donde se da
fin á la historia.
En lo
interior de su corazon no tenia Candido ganas ningunas de casarse con
Cunegunda; pero la mucha insolencia del baron le determinó á acelerar las
bodas, sin contar que la baronesita le apretaba tanto, que no las podía dilatar
mas. Consultó pues á Panglós, á Martin y al fiel Cacambo. Panglós compuso una
erudita memoria, probando que no tenia el baron derecho ninguno en su hermana,
y que segun todas las leyes del imperio podia Cunegunda casarse con Candido,
dándole la mano izquierda; Martin fué de parecer de que tiraran con el baron al
mar; y Cacambo de que se le entregaran al arraez levantisco, el qual le
volveria á poner á remar á la galera, ínterin le enviaban al padre general por
la primera embarcacion que diese á la vela para Roma. Pareció bien esta idea:
aprobóla la vieja; y sin decir palabra á Cunegunda, se puso en execucion
mediante algun dinero: teniendo así la satisfaccion de jugar pieza á un
jesuita, y escarmentar la vanidad de un baron aleman.
Cosa natural
era pensar que despues de tantas desgracias Candido casado con su amada,
viviendo en compañía del filósofo Panglós, del filósofo Martin, del prudente
Cacambo y de la vieja, y habiendo traído tantos diamantes de la patria de los
antiguos Incas, disfrutaria la vida mas feliz; pero tanto le estafáron los
Judíos, que no le quedáron mas bienes que su pobre cortijo. Su muger, que cada
dia era mas fea, se hizo de una condicion de vinagre inaguantable; y la vieja
cayó enferma, y era mas regañona, todavía que Cunegunda. Cacambo que cavaba el
huerto y llevaba á vender la hortaliza á Constantinopla, estaba rendido de
faena, y maldecia su suerte. Panglós se desesperaba, porque no lucia su saber
en alguna universidad de Alemania: solo Martin, firmemente convencido de que en
todas partes el hombre se encuentra mal, llevaba las cosas en paciencia.
Algunas veces disputaban Candido, Martin y Panglós sobre metafísica y moral.
Por las ventanas del coitijo sovían pasar con mucha freqüencia barcos cargados
de efendis, baxáes y cadíes, que iban desterrados á Lemnos, Mitylene y Erzerum;
y llegar otros cadíes, otros baxáes y otros efendis, que ocupaban el lugar de
los depuestos, y que lo eran ellos luego; y se vían cabezas rellenas con mucho
aseo de paja, que se llevaban de regalo á la Sublime Puerta. Estas escenas
daban materia á nuevas disertaciones; y quando no disputaban se aburrian tanto,
que la vieja se aventuró á decirles un dia: Quisiera yo saber qué es peor, ¿ser
violada cien veces al dia por piratas negros, verse cortar una nalga, pasar
baquetas entre los Bulgaros, ser azotado y ahorcado en un auto de fe, ser
disecado, remar en galeras, finalmente padecer todas quantas desventuras hemos
pasado, ó estar aquí sin hacer nada? Ardua es la qüestion, dixo Candido.
Suscitó este
razonamiento nuevas reflexîones; y coligió Martin que el destino del hombre era
vivir en las convulsiones de las angustias, ó en el parasismo del fastidio.
Candido no se lo concedia, pero no afirmaba nada: Panglós confesaba que toda su
vida habia sido una serie de horrorosos infortunios; pero como una vez habia
sustentado que todo estaba perfecto, seguía sustentándolo sin creerlo. Lo que
acabó de cimentar los detestables principios de Martin, de hacer titubear mas
que nunca á Candido, y de poner en confusion á Panglós, fué que un dia viéron
llegar á su cortijo á Paquita y fray Hilarion en la mas horrenda miseria. En
breve tiempo se habian comido los tres mil duros, se habian dexado y vuéltose á
juntar, y vuelto á reñir, habian sido puestos en la cárcel, se habian escapado,
y finalmente fray Hilarion se habia hecho Turco. Paquita seguía exercitando su
oficio, pero ya no ganaba con el para comer. Bien habia yo pronosticado, dixo
Martín á Candido, que en breve disiparian las dádivas de vm., y serian mas
miserables: vm. y Cacambo han rebosado en millones de pesos, y no son mas
afortunados que fray Hilarion y Paquita. ¡Ha, dixo Panglós á Paquita, con que
te ha traído el cielo con nosotros! ¿Sabes, pobre muchacha, que me tienes de
costa la punta de la nariz, un ojo y una oreja? ¡Qué mudada que estás! ¡válgame
Dios, lo que es este mundo! Esta nueva aventura les dió márgen á que
filosofaran mas que nunca.
En la
vecindad vivia un derviche que gozaba la reputacion del mejor filósofo de
Turquía.
Fuéren á
consultarle; habló Panglós por los demás, y le dixo: Maestro, venimos á rogarte
que nos digas para que fué formado un animal tan extraño como el hombre? ¿Quién
te mete en eso? le dixo el derviche: ¿te importa para algo? Pero, reverendo
padre, horribles males hay en la tierra. ¿Qué hace al caso que haya bienes ó
que haya males? quando envía Su Alteza un navio á Egipto, se informa de si se
hallan bien ó mal los ratones que van en él? Pues qué se ha de hacer? dixo
Panglós. Que te calles, respondió el derviche. Yo esperaba, dixo Panglós,
discurrir con vos acerca de las causas y los efectos, del mejor de los mundos
posibles, del origen del mal, de la naturaleza del alma, y de la harmonía
preestablecida. En respuesta les dió el derviche con la puerta en los hocicos.
Miéntras que
estaban en esta conversacion, se esparció la voz de que acababan de ahorcar en
Constantinopla á dos visires del banco y al muftí, y de empalar á varios de sus
amigos; catástrofe que metió mucha bulla por espacia de algunas horas. Al
volverse Panglós, Candido y Martin á su cortijo ,`encontráron á un buen anciano
que estaba tomando el fresco á la puerta de su casa, baxo un emparrado de
naranjos. Panglós, que no era ménos curioso que argu-mentista, le preguntó como
se llamaba el muftí que acababan de ahorcar. No lo sé, respondió el buen
hombre, ni nunca he sabido el nombre de muftí ni de visir ninguno. Ignoro
absolutamente la aventura de que me hablais; presumo, sí, que generalmente los
que manejan los negocios públicos perecen á veces miserablemente, y que bien se
lo merecen; pero jamas me informo de los sucesos de Constantinopla,
contentandome con enviará vender allá las frutas del huerto que labro. Dicho
esto, convidó á los extrangeros á entrar en su casa; y sus dos hijas y dos
hijos les presentáron muchas especies de sorbetes que ellos propios fabricaban,
kaimak guarnecido de cáscaras de azamboa confitadas, naranjas, limones, limas,
pinas, alfónsigos, y café de Moka, que no estaba mezclado con los malos cafées
de Batavia y las islas de América; y luego las dos hijas del buen musulman
sahumáron las barbas de Candido, Panglós y Martin. Sin duda que teneis, dixo
Candido al Turco, una vasta y magnífica posesión. Nada mas que veinte fanegadas
de tierra, respondió el Turco, que labro con mis hijos: y el trabajo nos libra
de tres insufribles calamidades, el aburrimiento, el vicio, y la necesidad.
Miéntras se
volvia Candido á su cortijo, iba haciendo profundas reflexiones en las razones
del Turco, y le dixo á Panglós y á Martin: Se me figura que se ha sabido este
buen viejo labrar una suerte muy mas feliz que la de los seis monarcas con
quien tuvimos la honra de cenar en Venecia. Las grandezas, dixo Panglós, son
muy peligrosas, segun opinan todos los filósofos. Eglon, rey de los Moabita,
fué asesinado por Aod; Absalon colgado de los cabellos y atravesado con tres
saetas; el rey Nadab, hijo de Jeroboan, muerto por Baza; el rey Ela por Zambri;
Ocosías por Jehú; Atalia por Joyada; y los reyes Joaquín, Jeconías y Sedecías
fuéron esclavos. Sabido es de qué modo muriéron Creso, Astyages, Dario,
Dionisio de Syracusa, Pyrro, Perseo, Hanibal, Jugurta, Ariovisto, César,
Pompeyo, Neron, Oton, Vitelio, Domiciano, Ricardo II de Inglaterra, Eduardo II,
Henrique VI, Ricardo III, María Estuardo, Carlos I, los tres Henriques de
Francia, el emperador Heririque IV, el rey godo Don Rodrigo, Don Alvaro de
Luna; y nadie ignora… Tampoco ignoro yo, dixo Cundido, que es menester cultivar
nuestra huerta. Razon tienes, dixo Panglós; porque quando fué colocado el
hombre en el paraiso de Eden, fué para labrarle, ut operaretur eum, lo
qual prueba que no nació para el sosiego. Trabajemos pues sin argumentar, dixo
Martin, que es el medio único de que sea la ida tolerable.
Toda la
compañía aprobó tan loable determinacion; empezó cada uno á exercitar su
habilidad, y el cortijillo rindió mucho. Verdad es que Cunegunda era muy fea,
pero hacia excelentes pasteles; Paquita bordaba, y la vieja cuidaba de la ropa
blanca. Hasta fray Hilarion sirvió, que aprendió con perfeccion el oficio de
carpintero, y paró en ser muy hombre de bien. Panglós deeia algunas veces á
Candido. Todos los sucesos están encadenados en el mejor de los mundos
posibles; porque si no te hubieran echado á patadas en el trasero de una
magnífica quinta por amor de Cunegunda, si no te hubieran metido en la
inquisicion, si no hubieras andado á pié por las soledades de la América, si no
hubieras pegado una birena estocada al baron, y si no hubieras perdido todos
tus carneros del buen pais del Dorado, no estarias aqui ahora comiendo azamboas
en dulce, y alfónsigos. Bien dice vm., respondió Candido; pero es menester
labrar nuestra huerta.
Fin de
Candido, ó del Optimismo.
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